El nacimiento de los mitos

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Al salir del cine aquel sábado, al principio no reconocí nada, como si la sala de

proyecciones se hubiera excavado en la pendiente de una falla espacio-temporal. Durante un

segundo tuve la sensación de haber entrado en algún lugar dos horas antes y de haber sido

arrojado a otro país mediante un complicado sistema de vórtices invisibles. Una mujer de

espesa cabellera, con un abrigo acolchado y gorro de piel, me miró con insistencia al pasar a

mi altura. Siguiéndola con la mirada, distinguí en el movimiento los tubos multicolores que

surgían del blanco como enormes Legos, y la descomunal maceta dorada en lo alto de la

columna: parecía aún más surrealista que de costumbre, aislada de esa forma en medio de la

nieve en el perfecto desierto de la explanada del museo Beaubourg.

Nunca más he vuelto a ver un fenómeno como ese en París. Lo más curioso fue la rapidez

con la que el polvo blanco se pegó al asfalto, como las limaduras a un electroimán. Las calles

estaban desiertas, la gente, helada hasta los huesos, apelotonada en los bares de los

alrededores frente a un ponche o a un batido de chocolate caliente. Levanté la cabeza: los

copos, pesados, se deslizaban perezosamente desde un cielo deslumbrante. Respiré, mi aliento

perforó el aire y empecé a andar. Puede parecer una tontería, pero sabía que pasaría algo. Sin

duda, mi pensamiento no se dirigía a ella. Hacía seis meses del episodio del Luxembourg y

había acabado con el luto de aquel no encuentro. De un tiempo a esta parte frecuentaba a

Mathilde, o más precisamente el lecho que ocupaba ella en el edificio de sus padres, una

maravilla arquitectónica situada en el distrito decimosexto, un barrio que por otro lado nunca

he soportado, con sus elegantes charcuterías, sus centros de bronceado y sus aceras desiertas.

No estaba enamorado de Mathilde, en parte a causa de Rusty, un perro estúpido y feo al que

ella rendía un culto incondicional. Siguiendo una especie de efecto bumerán, no me sentía ni

más ni menos deseable que aquel fox terrier de pelo rapado que hacía que el sótano apestara

y, al ver que Mathilde le besuqueaba todo el tiempo como si se tratara del bebé más sublime

que hubiera podido engendrar un ser humano, cada vez me costaba más besarla. Pero claro:

tenía unos pechos preciosos.

Cuando me cansé de observar las suelas de mis zapatos marcadas en la nieve, entré en una

librería que me había aconsejado Antoine. Se trataba de una tienda de estilo antiguo, con

estanterías de madera encerada a lo largo de las que se deslizaban unas escaleras. En las

mesas se alineaban las novedades y las obras que «despiertan pasiones» a modo de mil hojas,

y el cuero antiguo de las cubiertas daba al local un aire apergaminado. Con su pinta de

italiano degenerado, Antoine tenía gusto. Cuando mi mano se acercaba a una edición antigua

Nunca olvides que te quiero - Delphine BertholonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora