Guéthary, 2 de noviembre, 9°, cielo blanco, mar negro

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Cariño:

Por primera vez desde hace un año y medio estoy contenta de que no estés

aquí. No, eso no es exactamente lo que quiero decir.

Pero.

Sé que nunca leerás estas cartas. Si un día te encontramos sana y salva (no

abandonaré nunca, Madi, nunca. ¡Que me traigan tus restos a la puerta para

obligarme a abandonar! ¡Que me los traigan!), las quemaré en la chimenea porque

estarás en mis brazos y las palabras, todas estas palabras, ya no tendrán sentido.

Sé que nunca leerás estas cartas, por ello te revelo la verdad. Cruda, sucia,

triste, sí, esta verdad es una auténtica marranada, Madi.

No hay poesía.

A él, tu abuelo, mi padre, ¡sin duda su acto le pareció poético! ¡Valiente!

¡Artístico! «Ultima rebelión», escribió. ¡El día de Todos los Santos...! Eso, los

símbolos, su manía, ¡los símbolos! Siempre egoísta, siempre, ¡este padre jamás

pensó en nadie más que en él! ¡Tras sus grandes discursos humanistas! ¡Este arte!

¡Esta tara! ¿Poesía? ¡No hay más que ira! Voy a desbordar de ira, cariño, soy un

embalse que explota, ¿comprendes? ¡Exploto!

¿Poética la silla tumbada sobre la vieja marca que dejaron los aceites de motor?

¿Poético su cuerpo en el fondo del garaje, colgando de un hilo como una

marioneta?

¿Poética la puerta corrediza con forma de horca?

¿Poético ese cadalso... esos ojos en blanco?

¡Poesía, y qué más!

¡Ridículo, sí! Él mismo encontró la palabra justa: ¡ridículo! Toda su vida

ridícula, ¡este padre! ¿Y yo decía que el ridículo no mata?

Yo también:

«Como siempre: me equivoqué.»

Durante toda nuestra infancia, nuestra madre lloró en las soperas. No perdió de

vista la televisión, el teléfono, el correo. Y cuando él estaba en casa, espiaba cada

uno de sus gestos para saber dónde... la amante, cuándo, cómo y de qué edad.

Y yo amaba a este padre. Le amaba como amamos sistemáticamente aquello

que se nos escapa.

Le amábamos.

Le amábamos casi tanto como te amo a ti, cariño.

Casi tanto.

De uno en uno vais desapareciendo como aquellas siluetas contra las que se tira

en la feria.

Las noches con él, colocando las películas en cajitas en el salón. Los días

enteros esperando frente a la habitación oscura a que saliera por fin y se dignara

mirarnos. Todo lo que traía, aquellos manjares que no habíamos probado nunca.

¡Las partidas de dardos, de billar, y luego de tiro al arco! Las mañanas en el lago,

en verano, con su bañador a rayas y nuestra madre, radiante, que devoraba con los

ojos a ese Dios universal. Y las imágenes de otros lugares, las que hacían soñar.

El mundo, tan vasto, y nosotros sin saber qué hacer en ese estúpido piso parisino,

la ciudad cuna de los periódicos que nos daban de comer. Ansiábamos disfrutar de

nuestro padre durante más tiempo. ¡Una sola palabra de él y nos habríamos

marchado para seguirle, a donde fuera, como fuera, al precio que fuera... con tal

de estar con él!

Una palabra que él nunca pronunció.

Todo lo que sabía decir era hasta la vista.

Una vez más lo ha conseguido.

Nunca olvides que te quiero.

TU MAMÁ, HUÉRFANA.

Nunca olvides que te quiero - Delphine BertholonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora