—¡Con esta historia de locos, no te quedará más remedio que bajar de nuevo!
Mi hermana, con la maleta de ruedas apresada entre las piernas, estaba a punto de salir por
la puerta. Pero, como siempre, le costaba dejarme y prolongaba el placer, siguiendo un
pequeño ritual muy nuestro.
—Espero el visto bueno de la policía —respondí—. No tiene ningún sentido volver al
vacío. Además, pasado mañana terminan las vacaciones. Realmente no puedo ausentarme: ¡a
eso se le llama abandono del puesto!
Mia, que había subido unos días para ir de compras, rollo competencia con mi madre en
sus juegos de elegancia —y, teniendo en cuenta el número de bolsas de papel charol, la lucha
se preveía encarnizada—, tenía la vista fija en mí con cara de decir: «A mí no me la das».
—Mamá te echa de menos —dijo por fin con aquella mueca característica heredada de la
susodicha mamá—. Sufre por ti, Stan, dice que en tu facultad hay un montón de delincuentes
juveniles y de posibles asesinos en serie... Bueno, ¡ya la conoces! ¡Al menos haz lo posible
por llamar más a menudo! ¿Vale?
—Sí. Y tú no le piques con jeringas contaminadas...
Se echó a reír.
—Te cachondeas, ¡pero eso a mí me lo suelta cada fin de semana! Bueno, me las piro, que
el tren no va a esperarme.
Sacó su equipaje al rellano y se dispuso a bajar la escalera, tarea harto complicada con la
carga que llevaba.
—¿Te ayudo?
—No, te lo agradezco, tengo que aceptar mis debilidades con la tarjeta... Hasta muy
pronto, chaval —concluyó con aire conspirador antes de desaparecer en el piso de abajo. —
Desde allí, añadió gritando—: ¡Y dile a Antoine que donde quiera, cuando quiera!
Me reí y cerré la puerta. Como siempre, contemplando su partida asomado a la ventana, me
sentí un poco culpable. Enseguida vi que cruzaba el patio, encaramada en sus tacones,
centrada en su garbo como una provinciana que se las da de parisina. Si bien Mia ha subido
con regularidad a verme, yo no he bajado a Anglet desde Navidad: mis clases, mi vida,
consejos escolares, correcciones, todos los pretextos valen. No echo de menos a la familia.
Quizá soy un mal hijo, no sé, o tal vez se trate de una etapa, una forma de decirles: ahora soy
un hombre y hay que romper el círculo vicioso de nuestras servidumbres mutuas. He pasado
mucho tiempo viviendo para hacerles felices, a ellos, a mis padres, y tengo la sensación de
que no lo he conseguido nunca, a pesar de todos mis esfuerzos. Desde niño, jamás me
felicitaron por mis éxitos. Mis fracasos, en cambio, inundaban nuestro hogar como las peores
plagas de Egipto: una mala nota y el cielo se agujereaba bajo el influjo de una serie de úlceras
que producían mil estragos; la menor travesura —en efecto, hice algunas, como todo el
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Nunca olvides que te quiero - Delphine Bertholon
Fiksi RemajaHacía tanto tiempo que no nos habíamos dicho nada... Madison tenía 11 años cuando fue secuestrada. Es una niña viva, alegre y divertida que desde muy pequeña ha desarrollado una fuerte personalidad, repleta de imaginación y creatividad, y que inclus...