Sin que nos hubiéramos visto en toda la semana después de nuestra escapada,
ocupadísimos ambos con nuestros trabajos respectivos, Louison pasó a recoger Noir Tokyo el
martes siguiente. Nunca había conseguido conocerla de verdad, pero aquella noche tuve la
sensación de encontrarme frente a una perfecta desconocida. En Dunkerque habíamos pasado
el día más bonito de nuestra historia, también el de más complicidad, y yo acariciaba la idea
de que aquella corta aventura representara un giro crucial en nuestra relación. Así fue en
definitiva, pero el giro no se produjo en el sentido correcto.
Le propuse el vodka ritual, ella declinó la invitación. ¿Un vinito? ¿Una infusión? ¿Un
café?
—Que sea un café.
Mientras el agua hervía, todo el estudio parecía chisporrotear con una electricidad
maléfica. Por lo visto, Louison tenía prisa: se sentó sobre una de sus nalgas en la mesa de la
cocina, dispuesta a huir. «Ya se había ido», como antes de su periplo soviético, aunque en
aquella ocasión era distinto. Yo notaba que pasaba algo pero ella afirmó lo contrario; había
hastío en su voz.
—Estoy cansada, no es nada. He posado todo el día para un pintor... Un alemán. Ya había
trabajado para él antes.
Articuló de una forma curiosa «Un alemán». Aquel tono neutro de psiquiatra sonaba falso
como una postsincromización fallida. Parecía como si me estuviera anunciando la muerte de
alguien, aunque sin que le afectara, como un proceso verbal. Aquello no encajaba, pero yo no
conseguía entrar en el asunto; el malestar era nebuloso, parecido a los recuerdos empañados
del día siguiente al de una cogorza. Había servido el café y nos lo habíamos tomado sin decir
casi nada, en realidad sin mirarnos. No había puesto música, había dejado crepitar el silencio
como un coleóptero atrapado en la tela de una araña. Yo tenía la vista fija en Louison, pero la
mirada de ella era opaca, indescifrable. Tuve la brusca sensación de que una mano invisible
me acababa de romper el tórax: cada vez me costaba más respirar. Temía que el órgano
estallara, salpicara y se proyectara por las paredes, esparciendo sangre por toda la cocina. No
es exactamente una metáfora: me encontraba muy mal, sentí un ataque de pánico. Empujé con
gesto brutal la silla, y en el baño me tragué un Xanax. Siempre he padecido insomnio;
Louison no lo había arreglado ni por asomo.
Cuando volví se había levantado.
—Tengo que irme, Stan.
—¿No te quedas a dormir...? —pregunté, aunque la respuesta era evidente.
—Me levanto pronto, tengo un montón de cosas que hacer. Gracias por el libro.
Se fue hacia la puerta, con Noir Tokyo en la mano, casi tan grande como ella.
—En bici no podrás...
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Nunca olvides que te quiero - Delphine Bertholon
أدب المراهقينHacía tanto tiempo que no nos habíamos dicho nada... Madison tenía 11 años cuando fue secuestrada. Es una niña viva, alegre y divertida que desde muy pequeña ha desarrollado una fuerte personalidad, repleta de imaginación y creatividad, y que inclus...