Ocho meses menos un día

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Sin que nos hubiéramos visto en toda la semana después de nuestra escapada,

ocupadísimos ambos con nuestros trabajos respectivos, Louison pasó a recoger Noir Tokyo el

martes siguiente. Nunca había conseguido conocerla de verdad, pero aquella noche tuve la

sensación de encontrarme frente a una perfecta desconocida. En Dunkerque habíamos pasado

el día más bonito de nuestra historia, también el de más complicidad, y yo acariciaba la idea

de que aquella corta aventura representara un giro crucial en nuestra relación. Así fue en

definitiva, pero el giro no se produjo en el sentido correcto.

Le propuse el vodka ritual, ella declinó la invitación. ¿Un vinito? ¿Una infusión? ¿Un

café?

—Que sea un café.

Mientras el agua hervía, todo el estudio parecía chisporrotear con una electricidad

maléfica. Por lo visto, Louison tenía prisa: se sentó sobre una de sus nalgas en la mesa de la

cocina, dispuesta a huir. «Ya se había ido», como antes de su periplo soviético, aunque en

aquella ocasión era distinto. Yo notaba que pasaba algo pero ella afirmó lo contrario; había

hastío en su voz.

—Estoy cansada, no es nada. He posado todo el día para un pintor... Un alemán. Ya había

trabajado para él antes.

Articuló de una forma curiosa «Un alemán». Aquel tono neutro de psiquiatra sonaba falso

como una postsincromización fallida. Parecía como si me estuviera anunciando la muerte de

alguien, aunque sin que le afectara, como un proceso verbal. Aquello no encajaba, pero yo no

conseguía entrar en el asunto; el malestar era nebuloso, parecido a los recuerdos empañados

del día siguiente al de una cogorza. Había servido el café y nos lo habíamos tomado sin decir

casi nada, en realidad sin mirarnos. No había puesto música, había dejado crepitar el silencio

como un coleóptero atrapado en la tela de una araña. Yo tenía la vista fija en Louison, pero la

mirada de ella era opaca, indescifrable. Tuve la brusca sensación de que una mano invisible

me acababa de romper el tórax: cada vez me costaba más respirar. Temía que el órgano

estallara, salpicara y se proyectara por las paredes, esparciendo sangre por toda la cocina. No

es exactamente una metáfora: me encontraba muy mal, sentí un ataque de pánico. Empujé con

gesto brutal la silla, y en el baño me tragué un Xanax. Siempre he padecido insomnio;

Louison no lo había arreglado ni por asomo.

Cuando volví se había levantado.

—Tengo que irme, Stan.

—¿No te quedas a dormir...? —pregunté, aunque la respuesta era evidente.

—Me levanto pronto, tengo un montón de cosas que hacer. Gracias por el libro.

Se fue hacia la puerta, con Noir Tokyo en la mano, casi tan grande como ella.

—En bici no podrás...

Nunca olvides que te quiero - Delphine BertholonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora