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Í7 de julio, 14.38

Después de mi ataque de nervios la noche en que salí por primera vez, R. decretó de golpe

y porrazo que era hora de dormir. Como no tenía ni pizca de sueño porque los

acontecimientos me habían trastornado, dije:

—No tengo el pijama, no tengo el cepillo de dientes, no sé dormirme sin el iPod, ¡y

además no me he lavado!

—Por una noche dormirás sucia, princesita. Lo superarás.

Le miré estilo «Si mis ojos fueran ametralladoras, estarías muerto», pero se percató de que

buscaba camorra y no mordió el anzuelo. Buscó un fusil en el ropero y luego colocó de nuevo

el armario frente a la puerta que lleva a mi cuarto. Tiró de mi mano y me encerró con él en su

habitación, dándole dos vueltas a la llave. Cuando sacó el fusil, tuve un miedo terrible, porque

nunca había visto un arma, excepto en las imágenes de guerra de la tele, e hice un movimiento

de retroceso. Pareció molesto.

—Es solo por precaución. Por si te da por inventarte algo o tienes intención de ponerte a

gritar otra vez. Pero no pienso utilizarlo... es decir, si te portas bien.

Entonces me anduve con cuidado. R. encendió una de las lámparas de la mesilla: sacó de la

cómoda una camiseta grande que podía servir como camisón y se dio la vuelta. Me la puse

para quitarrne los vaqueros estampados con flores y el horripilante jersey verde pistacho que

llevaba aquel día. Luego me dijo que me metiera en la cama, precisando que había cambiado

las sábanas por mí. Él permaneció vestido y se instaló en la butaca de tapicería hortera. Seguía

apuntándome con el fusil, tipo sheriff en las películas del Oeste, y aquello me daba canguelo.

—Ese cacharro me da canguelo. ¿No puede dejarlo? No voy a escaparme, ¿adonde quiere

que vaya...?

Reflexionó un segundo, bajó el fusil. Luego, lo mantuvo como un bastón, pero no lo soltó

en ningún momento. Por primera vez, me dije que no solo tenía miedo de que me fugara:

tenía miedo de MÍ. Por eso, los platos y las tazas de plástico, los cubiertos con las puntas

romas y todo lo demás. Siempre había creído que se comía el coco pensando que al estar tanto

tiempo encerrada podía hacerme daño a mí misma, pero al verlo tan tenso con su fusil me dije

que creía que YO era PELIGROSA. No soy una ardilla domesticada, porque una ardilla no

puede hacer daño a nadie, y aquel fue un pensamiento tan chulo que me envalentonó.

—Se ha tirado el rollo con lo del rescate, ¿no?

Se puso rojo amapola. Esperó un momento y luego dijo:

—Solo quería estar contigo.

—¡Si ya estaba con usted! ¿Por qué tenía que contarme esa bola? ¡Es una chorrada, ya me

había hecho prisionera!

—No digas «prisionera». No es una palabra agradable.

—Puede, pero es la mejor que se me ha ocurrido, para que se entere. Si le gusta más, tengo

Nunca olvides que te quiero - Delphine BertholonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora