II. Dos Condiscípulos

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Octavio Sarrasin, hijo del doctor, no era precisamente un perezoso. No era torpe, ni


de una inteligencia superior, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni moreno ni rubio. Era


castaño, y en todo pertenecía a la clase media. En el colegio obtenía, por regla general, un


segundo premio y dos o tres diplomas. En el bachillerato había obtenido la nota de


«aprobado». Suspenso la primera vez en el concurso de la Escuela central, fue admitido a


la segunda prueba con el número 127. Era un carácter indeciso, uno de esos espíritus que


se conforman con una certidumbre incompleta, que viven en ella siempre y que pasan la


vida como los claros de luna. Esta clase de personas son, en manos del destino, lo que un


pedazo de corcho en la superficie de una ola: según que el viento sople del Norte o del


Mediodía, son llevados al Ecuador o al Polo. El azar es quien decide su carrera. Si el doctor


Sarrasin no se hubiese hecho con anterioridad ciertas ilusiones acerca del carácter de su


hijo, acaso hubiera vacilado antes de escribirle la carta que queda transcrita; pero un poco


de ceguedad paternal le está permitida a los mejores espíritus.


La suerte había querido que en el comienzo de su educación cayese. Octavio bajo el


dominio de una naturaleza enérgica, cuya influencia un poco tiránica aunque bienhechora


se había impuesto en él a viva fuerza. En el liceo Carlomagno, adonde su padre le había


enviado para que terminase sus estudios, Octavio había trabado una estrecha amistad con


uno de sus compañeros, un alsaciano llamado Marcelo Bruckmann, un año más joven que


Octavio, pero que bien pronto lo redujo con su vigor físico, intelectual y moral.


Marcelo Bruckmann, que había quedado huérfano a los doce años, había heredado


una pequeña renta que sólo le alcanzaba para pagar su colegio. Si no hubiera sido por


Octavio, que durante las vacaciones lo llevaba a casa de sus padres, nunca hubiera puesto


los pies fuera del liceo.


Como consecuencia de esto, sucedió bien pronto que la familia del doctor Sarrasin se


convirtió en la del alsaciano. De una naturaleza sensible bajo su aparente frialdad,


comprendió que toda su vida debía pertenecer a aquellas buenas personas que le habían


servido de padres. Así, pues, sucedió que llegó a adorar al doctor Sarrasin, a su mujer y a la


gentil y ya formal hijita, los cuales habían conmovido de nuevo su corazón. Pero fue con


hechos, y no con palabras, como él demostró su agradecimiento. En efecto, se dedicó a la


agradable tarea de hacer de Juana -que amaba el estudio- una muchacha de buen


sentido, un espíritu firme y juicioso; y, al mismo tiempo, de Octavio, un hijo digno de su


padre. A decir verdad, esta última tarea se le hacía más difícil al joven que la de educar a

Los 500 Millones De La BegunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora