Los dos jóvenes no esperaban, ni mucho menos, aquella pregunta. Quedaron, pues,
más sorprendidos que si hubieran recibido un tiro de fusil.
De todas las hipótesis que Marcelo había imaginado respecto de aquella ciudad
letárgica, la única que no se le había ocurrido era la de que un ser viviente le pidiese cuenta
de su visita, con toda tranquilidad. Su empresa, casi legítima, si se admitía que Stahlstadt
estuviese completamente deshabitada, revestía otro aspecto muy distinto, desde el
momento en que la ciudad poseía aún habitantes. Lo que, en el primer caso, no era más
que una especie de excursión arqueológica, en el segundo caso se convertía en un ataque a
mano armada, con la agravante de fractura.
Todas estas ideas se presentaron en la imaginación de Marcelo con tanto relieve, que
en un principio quedó como atacado de mutismo.
-Wer da? -repitió la voz, con algo de impaciencia.
Sin embargo, la impaciencia no había desaparecido por completo. Escalar murallas y
volar edificios de la ciudad, franquear tantos obstáculos para llegar ante aquella puerta y
no saber qué responder cuando le preguntasen «¿Quién es?», no dejaba de ser
sorprendente...
Medio minuto bastó a Marcelo para darse cuenta de lo crítica que era su situación, e
inmediatamente respondió, expresándose en alemán:
-Amigo o enemigo, según se mire... Deseo hablar con Herr Schultze.
No había terminado de articular estas palabras, cuando se dejó oír una exclamación
de sorpresa, detrás de la puerta entreabierta.
-Ach!
Y por la abertura, pudo distinguir Marcelo parte de unas patillas rojas, un bigote
erizado y unos ojos saltones que reconoció al punto. Todo aquello pertenecía a Sigimer, su
antiguo guardia de corps.
-¡Johann Schwartz! -exclamó el gigante, con una estupefacción que participaba
también del júbilo-. ¡Johann Schwartz...!
El inopinado regreso de su prisionero parecía asombrarle casi tanto como le había
asombrado su desaparición misteriosa.
-¿Puedo hablar con Herr Schultze? -repitió Marcelo, al ver que no recibía otra
respuesta diferente de aquella exclamación.
Sigimer sacudió la cabeza.
-No hay orden -dijo-. No se puede entrar aquí sin una orden.
-¿Puede usted, entonces, decir a Herr Schultze que estoy aquí y deseo hablar con él?
-Herr Schultze no está... Herr Schultze se marchó -respondió el gigante, con un
matiz de tristeza en la voz.
-¿Y dónde está...? ¿Cuándo volverá...?
-¡No sé...! No ha sido cambiada la consigna... ¡Nadie puede entrar sin una orden...!
Estas frases entrecortadas fueron todo lo que Marcelo pudo obtener de Sigimer,