El lugar y el tiempo han cambiado. Hace cinco años que la herencia de la Begún está
en manos de sus dos herederos, y la escena se ha trasladado ahora a los Estados Unidos, en
el sur de Oregón, a diez leguas del litoral del Pacífico. Allá se extiende un territorio, poco
explorado aún, mal delimitado entre sus dos poderosos limítrofes y que viene a ser como
una especie de Suiza americana.
Suiza era, en efecto, si sólo se atiende a la superficie, a los picos abruptos que se
elevan hacia el cielo, a los valles profundos que separan sus largas cadenas de montañas, al
aspecto grandioso y salvaje de todos sus parajes vistos a vuelo de pájaro.
Pero esta falsa Suiza no está dedicada, como la Suiza europea, a las pacíficas
industrias del pastor, del guía y del fondista. No es más que un decorado alpino, un
conglomerado de rocas, de tierra y de pinos seculares, puesto sobre un bloque de hierro y
de hulla.
Si el turista, detenido en estas soledades, presta oído a los ruidos de la naturaleza, no
oye, como en los senderos del Oberland, el murmullo armonioso de la vida unido al gran
silencio de la montaña, sino que percibe, a lo lejos, los sordos golpes del martillo pilón, y,
bajo sus pies, las ahogadas detonaciones de la pólvora. Parece que el suelo está lleno de
maquinaria como los fosos de un teatro, que aquellas rocas gigantescas están huecas, y que
pueden, de un momento a otro, abismarse en profundidades misteriosas.
Los caminos, macadamizados de cenizas y de cok, se enrollan a los flancos de las
montañas. Bajo los macizos de hierbas amarillentas, montoncitos de escorias, refulgentes
con todos los colores del prisma, brillan como ojos de basilisco. Aquí y allá, antiguos pozos
de mina abandonados, resquebrajados por las lluvias, desfigurados por las zarzas, abren
sus grandes bocas -abismos sin fondo- semejantes a cráteres de volcanes extintos. El aire
está cargado de humo, y pesa como un manto sobre la tierra. Ni un pájaro lo atraviesa; los
mismos insectos parecen huirle, y el hombre no recuerda haber visto en el espacio una
mariposa.
¡Falsa Suiza...! En su límite norte, en el punto en que los contrafuertes van a
confundirse con el llano, se abre, entre dos cadenas de pequeñas colinas, lo que hasta 1871
se llamaba «el desierto rojo», a causa del color del sol, completamente impregnado de
óxido de hierro, hoy llamado Stahlfield, «campo de acero...»
Imagínese una llanura de cinco a seis leguas cuadradas de suelo arenoso, salpicado de
guijarros, árido y desolado, como el lecho de cualquier antiguo mar interior. Para animar
este páramo, para darle vida y movimiento, la naturaleza no había hecho nada; pero el
hombre ha desplegado de pronto una energía y un vigor sin límite.