El lector que siga los progresos de la suerte del joven alsaciano no quedará
sorprendido, probablemente, al encontrarle perfectamente situado, al cabo de algunas
semanas, en familiaridad con Herr Schultze. Ambos se habían hecho inseparables. Juntos
hacían sus trabajos y sus comidas, daban sus paseos por el parque y fumaban en sus
respectivas pipas, ante sendos bocks de cerveza. Jamás el ex profesor de Jena había
encontrado un colaborador que estuviese tan de acuerdo con él, que le comprendiese, por
decirlo así, con medias palabras y que supiese utilizar con tanta rapidez sus explicaciones
teóricas.
No sólo poseía Marcelo un mérito trascendental en todas las ramas del oficio; era
también el mejor compañero, el trabajador más asiduo y el inventor más modestamente
fecundo.
Herr Schultze estaba encantado con él. Diez veces al día se decía, in petto:
«¡Qué hallazgo...! ¡Qué perla es este muchacho!»
La verdad es que Marcelo se había penetrado desde el primer momento del carácter
de su terrible patrón. Había visto que su facultad primordial era el egoísmo, un egoísmo
inmenso, omnívoro, que se manifestaba exteriormente en una vanidad feroz, y se
consagraba con toda religiosidad a regularizar su conducta en todo instante y por encima
de todo.
En pocos días el joven alsaciano se había adueñado de tal modo del manejo de aquel
teclado, que había llegado a pulsar a Schultze como se pulsa un piano. Su táctica consistía,
sencillamente, en poner de manifiesto, siempre que le era posible, su propio mérito, pero
de manera que le quedase siempre al otro una ocasión para establecer su superioridad
sobre él.
Por ejemplo: Acababa un dibujo, que había salido perfecto, menos en un detalle tan
fácil de ver como de corregir y que el ex profesor señalaba inmediatamente con exaltación.
Cuando concebía una idea teórica, procuraba hacerla nacer en la conversación, de
suerte que Herr Schultze pudiese creer haberla descubierto. Algunas veces, incluso, iba
más lejos, diciendo, por ejemplo:
-He trazado el plano de ese buque de tajamar practicable que me encargó usted.
-¿Yo? -preguntaba Herr Schultze, que no había pensado siquiera en semejante
cosa.
-Sí... ¿Ya lo había usted olvidado...? Un tajamar desmontable, que deje en el blanco
del enemigo un torpedo fusiforme, el cual deberá estallar después de transcurrido un
intervalo de tres minutos...
-Lo había olvidado en absoluto... ¡Tengo tantas ideas en el cerebro...!
Y Herr Schultze se embolsaba conscientemente la paternidad del nuevo invento.