VIII. La Caverna del Dragón

60 2 0
                                    

El lector que siga los progresos de la suerte del joven alsaciano no quedará


sorprendido, probablemente, al encontrarle perfectamente situado, al cabo de algunas


semanas, en familiaridad con Herr Schultze. Ambos se habían hecho inseparables. Juntos


hacían sus trabajos y sus comidas, daban sus paseos por el parque y fumaban en sus


respectivas pipas, ante sendos bocks de cerveza. Jamás el ex profesor de Jena había


encontrado un colaborador que estuviese tan de acuerdo con él, que le comprendiese, por


decirlo así, con medias palabras y que supiese utilizar con tanta rapidez sus explicaciones


teóricas.


No sólo poseía Marcelo un mérito trascendental en todas las ramas del oficio; era


también el mejor compañero, el trabajador más asiduo y el inventor más modestamente


fecundo.


Herr Schultze estaba encantado con él. Diez veces al día se decía, in petto:


«¡Qué hallazgo...! ¡Qué perla es este muchacho!»


La verdad es que Marcelo se había penetrado desde el primer momento del carácter


de su terrible patrón. Había visto que su facultad primordial era el egoísmo, un egoísmo


inmenso, omnívoro, que se manifestaba exteriormente en una vanidad feroz, y se


consagraba con toda religiosidad a regularizar su conducta en todo instante y por encima


de todo.


En pocos días el joven alsaciano se había adueñado de tal modo del manejo de aquel


teclado, que había llegado a pulsar a Schultze como se pulsa un piano. Su táctica consistía,


sencillamente, en poner de manifiesto, siempre que le era posible, su propio mérito, pero


de manera que le quedase siempre al otro una ocasión para establecer su superioridad


sobre él.


Por ejemplo: Acababa un dibujo, que había salido perfecto, menos en un detalle tan


fácil de ver como de corregir y que el ex profesor señalaba inmediatamente con exaltación.


Cuando concebía una idea teórica, procuraba hacerla nacer en la conversación, de


suerte que Herr Schultze pudiese creer haberla descubierto. Algunas veces, incluso, iba


más lejos, diciendo, por ejemplo:


-He trazado el plano de ese buque de tajamar practicable que me encargó usted.


-¿Yo? -preguntaba Herr Schultze, que no había pensado siquiera en semejante


cosa.


-Sí... ¿Ya lo había usted olvidado...? Un tajamar desmontable, que deje en el blanco


del enemigo un torpedo fusiforme, el cual deberá estallar después de transcurrido un


intervalo de tres minutos...


-Lo había olvidado en absoluto... ¡Tengo tantas ideas en el cerebro...!


Y Herr Schultze se embolsaba conscientemente la paternidad del nuevo invento.

Los 500 Millones De La BegunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora