La Bolsa de San Francisco, expresión algebraicamente condensada de un inmenso
movimiento industrial y comercial, es una de las más animadas y de las más extrañas del
mundo. Por una consecuencia natural de la posición geográfica de la capital de California,
participa del carácter cosmopolita, que es uno de sus rasgos más marcados. Bajo sus
pórticos, de hermoso granito rojo, el sajón de los cabello rubios y de elevada talla se codea
con la celta de tez mate, de cabellos muy negros y de miembros más flexibles y más finos.
El negro encuentra allí al finés y al indio. El polinesio ve con sorpresa al groenlandés. El
chino de ojos oblicuos y de coleta cuidadosamente trenzada compite en fineza con el
japonés, su enemigo histórico. Todas las lenguas, todos los dialectos, todas las jergas
tropiezan como en una Babel moderna.
La apertura del mercado del 12 de octubre en aquella Bolsa, única en el mundo, no
presentó nada de extraordinario. Aproximadamente a las once, se vio a los principales
corredores y agentes de negocios abordarse con alegría o con seriedad, según sus
temperamentos particulares, cambiar apretones de manos, dirigirse al café y preludiar con
libaciones propiciatorias las operaciones de la jornada. Uno a uno, iban a abrir la
puertecita de cobre de los casilleros numerados que reciben en el vestíbulo
correspondencia de los abonados, sacaban de aquéllos enormes paquetes de cartas y los
ojeaban distraídamente.
Bien pronto se formaron los primeros corrillos del día, al mismo tiempo que la
multitud atareada engrosaba de un modo insensible. Un ligero murmullo se elevó en los
grupos, cada vez más numerosos.
Entonces comenzaron a llover telegramas desde todos los puntos del globo. Apenas
pasaba un minuto sin que un trozo de papel azul, leído a voces en medio de la tempestad
de gritos, no fuese a aumentar, en la pared del norte, la colección de telegramas fijados por
los ordenanzas de la Bolsa.
La intensidad del movimiento crecía de minuto en minuto. Los empleados entraban
corriendo, volvían a salir, se precipitaban hacia la oficina telegráfica y entregaban las
respuestas. Todos los cuadernos eran abiertos, anotados, emborronados o rasgados. Una
especie de locura contagiosa parecía haber tomado posesión de la multitud, cuando, a eso
de la una, pareció pasar algo misterioso, como un estremecimiento, a través de aquellos
grupos agitados.
Una noticia asombrosa, inesperada, increíble, acababa de ser llevada por uno de los
asociados del «Banco del Far-West» y circulaba con la rapidez del relámpago.
Unos decían: