XVIII. La Almendra del Fruto

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La escala de acero se unía por su último escalón al suelo de una amplia sala circular


sin comunicación con el exterior. Aquella sala estaría sumida en la oscuridad más


completa, si una deslumbradora luz blanquecina no se filtrara por la gruesa vidriera de una


claraboya, embutida en el centró del entarimado de roble. Hubiérase dicho que era el disco


lunar en el momento en que, en oposición con el sol, aparece en toda su pureza...


Era absoluto el silencio entre aquellos muros sordos y ciegos, que no podían ver ni oír


Los dos jóvenes creyeron que estaban en la antesala de un monumento funerario.


Antes de asomarse por la vidriera iluminada, Marcelo tuvo un momento de


vacilación. ¡Aquello tocaba a su término...! No cabía dudar que de allí iba a salir el


impenetrable secreto que había ido a buscar a Stahlstadt...


Pero su vacilación no duró más que un instante. Octavio y él fueron a arrodillarse


ante el disco e inclinaron la cabeza de manera que pudiera observarse en todas sus partes


la habitación que tenían debajo.


Un espectáculo tan horrible como inesperado se ofreció entonces a sus miradas.


Aquel disco de vidrio, convexo por sus dos caras, en forma de lente, agrandaba


desmesuradamente los objetos que tenía debajo.


Allí estaba el laboratorio secreto de Herr Schultze. La intensa luz que salía a través


del disco, como si se tratara del aparato dióptrico de un faro, procedía de una doble


lámpara eléctrica que ardía aún bajo su campana vacía de aire, y a la que la corriente


voltaica de una poderosa pila no había dejado de alimentar. En medio de la habitación,


entre aquella atmósfera cegadora, una figura humana, enormemente agrandada por la


refracción de la lente -algo así como una de las esfinges del desierto líbico- aparecía


sentada, en una inmovilidad absoluta.


Alrededor de aquel espectro, sembraban el suelo unos cascos de obús.


¡No cabía duda...! Aquél era Herr Schuitze, reconocible en el rictus espantoso de su


mandíbula y sus brillantes dientes; pero un Herr Schuitze gigantesco al que la explosión de


una de sus terribles máquinas había asfixiado y congelado a la vez bajo la acción de un frío


tremendo...


El Rey del Acero estaba ante su mesa, sustentando en la mano una pluma gigantesca


del tamaño de una lanza, y parecía estar escribiendo todavía... Si no hubiera sido por la


mirada átona de sus dilatadas pupilas y la inmovilidad de su boca, hubiérasele creído vivo.


Como esos mamuts que se encuentran sepultados bajo los hielos de las regiones polares,


aquel cadáver estaba allí, desde hacía un mes, oculto para todos los ojos... A su alrededor,


todo parecía helado aun: los reactivos en sus frascos, el agua en sus recipientes, el

Los 500 Millones De La BegunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora