VI. El pozo Albrecht

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La señora Bauer, la buena mujer que proporcionaba hospitalidad a Marcelo


Bruckmann, suiza de nacimiento, era la viuda de un minero que había muerto hacía cuatro


años en uno de esos cataclismos que hacen de la vida del hullero una continua batalla. La


fábrica le pasaba una corta pensión anual de treinta dólares, a la cual agregaba ella lo poco


que le producía una habitación amueblada y el jornal que le entregaba todos los domingos


su pequeño Carl.


Aunque apenas tenía trece años, Carl estaba empleado en la hullera para abrir y


cerrar, al paso de las vagonetas de carbón, una de esas puertas de aire que son


indispensables para la ventilación de las galerías, obligando a la corriente a que siga una


dirección determinada. Estando la casa que tenía alquilada su madre demasiado alejada


del pozo Albrecht, desde donde tenía que regresar todas las noches a su aposento, le


habían asignado, además, otra tarea nocturna en el fondo de la misma mina. Estaba


encargado de cuidar y limpiar seis caballos en su cuadra subterránea, en tanto que el


palafrenero había subido afuera.


La vida de Carl se deslizaba, pues, casi por completo a quinientos metros bajo la


superficie terrestre. Durante el día, estaba de centinela junto a la puerta de aire; por la


noche, dormía sobre la paja, junto a los caballos. Sólo el domingo por la mañana volvía a la


luz y podía aprovechar por algunas horas este patrimonio común a todos los hombres: el


sol, el cielo azul y la sonrisa maternal.


Como podrá suponerse, después de una semana semejante, cuando salía del pozo, su


aspecto no era el de un «gomoso» precisamente. Parecía más bien un gnomo de hechicería,


un deshollinador o un negro papú. Entonces, la señora Bauer empleaba generalmente una


hora larga en lavarlo a conciencia con agua caliente y jabón. Luego le hacía que se pusiera


un buen traje de paño verde, confeccionado con un desecho paterno que extraía de las


profundidades de su gran armario de abeto, y, desde aquel instante hasta la noche, no


dejaba de admirar a su hijo, que le parecía el más hermoso del mundo.


Despojado de su sedimento de carbón, Carl no era, en verdad, más feo que cualquier


otro. Sus cabellos rubios y sedeños, sus ojos azules y dulces hacían buen contraste con su


tez, de una blancura excesiva; pero su cuerpo era demasiado exiguo para su edad. Aquella


vida sin sol le estaba dejando tan anémico que parecía una lechuga, hasta el extremo de


que el cuenta-glóbulos del doctor Sarrasin, aplicado a la sangre del pequeño, hubiera


acusado una cantidad más que insuficiente de caudal hemático.


En el orden moral, era un niño silencioso, flemático, tranquilo, con un asomo de ese


orgullo que el sentimiento del continuo peligro, la costumbre del trabajo regularizado y la

Los 500 Millones De La BegunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora