IV. Una Participación

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EL 6 de noviembre, a las siete de la mañana, Herr Schultze llegaba a la estación de


Charing-Cross. A las doce, se presentaba en el número 93 de Southampton Street, en un


gran salón dividido en dos partes por una valla de madera -a un lado los señores


empleados, y al otro el público-, amueblado con seis sillas, una mesa negra, innumerables


carpetas verdes y un libro de direcciones. Dos jóvenes, sentados ante la mesa, se hallaban


en disposición de ingerir apaciblemente el almuerzo, compuesto por el pan y queso


tradicionales en todas las oficinas de los procuradores.


-¿Los señores Billows, Green y Sharp? -preguntó, con la misma voz con que pedía


su comida.


-El señor Sharp está en su despacho. ¿Cuál es su nombre? ¿Qué desea?


-El profesor Schultze, de Jena, sobre el asunto Langévol.


El joven escribiente murmuró estas palabras junto al pabellón de un tubo acústico, y


recibió como respuesta, por el pabellón que se hallaba al lado de su oído, una frase que se


hubiera guardado muy bien de hacer pública. Podía traducirse así:


«¡Váyase al diablo el asunto Langévol...! ¡Otro loco que se creerá con derecho!»


Respuesta del joven escribiente:


-Es un caballero de aspecto «respetable». No tiene el aspecto de un individuo del


país, sino que más bien parece un forastero...


Nueva exclamación misteriosa;


-«¿Y viene de Alemania?»


-Eso dice.


-Piso segundo, en la puerta del centro -dijo en voz alta el escribiente, señalando un


pasillo interior.


El profesor se perdió en el pasillo, subió la escalera de los dos pisos y se encontró


delante de una puerta almohadillada, donde el nombre del señor Sharp se destacaba en


caracteres negros sobre un fondo de cobre.


Este personaje se hallaba sentado ante un gran pupitre de caoba, en un despacho


vulgar alfombrado de fieltro, con sillas de cuero y amplias carpetas abiertas. Se levantó un


poco de su sillón, y, siguiendo la costumbre, tan cortés, propia de la gente de oficina,


estuvo hojeando unos expedientes durante cinco minutos, con el fin de aparecer


sumamente ocupado. Por fin, volviéndose hacia el profesor Schultze, que se había colocado


a su lado, le dijo:


-Caballero, ¿quiere explicarme brevemente lo que desea? Tengo el tiempo en


extremo limitado, y no puedo concederle más que un corto número de minutos.


El profesor esbozó una sonrisa, dando a entender que le preocupaba muy poco la


naturaleza de aquella acogida.


-Tal vez llegue a concederme algunos minutos suplementarios -dijo- cuando


conozca el objeto de mi visita.

Los 500 Millones De La BegunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora