Cuando llegó a France-Ville la noticia de la desaparición de Schultze, la primera frase
de Marcelo Bruckmann fue:
-¿No se tratará de una estratagema?
Reflexionando, se dijo que, sin duda, los resultados de semejante estratagema
habrían sido demasiado graves para Stahlstadt, y que, en buena lógica, la hipótesis era
inadmisible. Pero se dijo también que el odio no razona, y que el odio exasperado de un
hombre como Herr Schultze podía hacer capaz a éste, en un momento dado, de sacrificarlo
todo en aras de su pasión... Fuese como fuese, era preciso estar alerta...
A instancias suyas, el Consejo de defensa redactó inmediatamente una proclama para
exhortar a los habitantes a que estuviesen en guardia ante las falsas noticias propagadas
por el enemigo con objeto de reducir su vigilancia.
Los trabajos y los ejercicios, activados con más ardor que nunca, acentuaron la
réplica que France-Ville consideró conveniente dirigir a lo que podía no ser más que una
maniobra de Herr Schultze; pero los, detalles, verdaderos o falsos, suministrados por los
periódicos de San Francisco, de Chicago y de Nueva York, las consecuencias financieras y
comerciales de la catástrofe de Stahlstadt y todo aquel conjunto de pruebas
indeterminadas, sin valor por separado y poderosas por su acumulación, no dejaron lugar
a dudas.
Una buena mañana, la ciudad del doctor despertó definitivamente salvada, como un
durmiente que se libra de un mal sueño por el simple hecho de despertar. Sí; France-Ville
estaba evidentemente fuera de peligro, sin haber tenido que verter una gota de sangre, y
Marcelo, que había llegado a adquirir una convicción absoluta de ello, fue el que dio la
noticia, utilizando todos los medios de publicidad de que disponía.
Entonces se produjo un movimiento unánime de animación y de júbilo, un anhelo de
fiesta, un inmenso suspiro de consuelo... Se estrechaban las manos unos a otros, se
felicitaban, se invitaban a comer... Las mujeres exhibían nuevos atavíos; los hombres se
despedían momentáneamente de los ejercicios, de las maniobras y de los trabajos... Todo
el mundo aparecía tranquilo, satisfecho, radiante... Hubiérase dicho que era aquélla una
ciudad de convalecientes...
Pero el que estaba más contento de todos era, sin duda, el doctor Sarrasin. El buen
hombre se consideraba responsable de la suerte de todos aquellos que, confiando en él,
habían ido a establecerse en su territorio y a ponerse bajo su protección. Desde hacía un
mes, el temor de haberles llevado a su perdición, cuando sólo deseaba su felicidad, no le
había dejado un momento de reposo. Por fin, se había librado de tan terrible inquietud y