Al llegar a la cuarta sesión del Congreso de Higiene, el doctor Sarrasin pudo
comprobar que todos sus colegas le acogían con demostraciones de un respeto
extraordinario. Hasta entonces, apenas si el muy noble Lord Glandover, caballero de la
Gran Cruz, que ostentaba la presidencia nominal de la asamblea, se había dignado darse
cuenta de la existencia individual del médico francés.
Aquel Lord era un personaje augusto, cuyo papel se limitaba a declarar abierta la
sesión o a levantarla y a conceder mecánicamente la palabra a los oradores inscritos en una
lista que se colocaba delante de sí. Conservaba habitualmente su mano derecha en la
abertura de su levita abotonada -no porque hubiese sufrido una caída del caballo, sino
únicamente porque en esta postura incómoda produjeron los escultores ingleses las
estatuas en bronce de varios hombres de Estado.
Una cara pálida y lampiña, cubierta de manchas rojas, y una peluca de grama,
pretenciosamente levantada formando un tupé sobre la frente que sonaba a hueco,
completaban la figura más cómicamente enfática que puede verse. La persona de
Glandover se movía toda a un tiempo, como si fuese de madera o de cartón piedra. Sus
mismos ojos parecían no evolucionar dentro de sus arqueadas órbitas sino mediante
impulsos intermitentes, a la manera de los ojos de las muñecas o de los maniquíes.
En las primeras presentaciones, el presidente del Congreso de Higiene había dirigido
al doctor Sarrasin un saludo protector y condescendiente, que hubiera podido traducirse
así:
«¡Buenos días, señor hombrecillo...! ¿Es usted ese que para ganarse su insignificante
vida realiza esos trabajitos sobre pequeños aparatos...? Sería preciso que yo tuviese una
vista verdaderamente excepcional para que distinguiese a una criatura tan alejada de mí en
la escala de los seres... Acójase a la sombra de Mi Señoría; se lo permito.»
Esta vez, Lord Glandover le dirigió la más graciosa de sus sonrisas, y llevó su cortesía
hasta invitarle a que ocupase una silla vacía a su derecha. Por su parte, todos los miembros
del Congreso se habían levantado.
Bastante sorprendido por aquellas demostraciones de una atención excepcionalmente
halagadora, y considerando que, sin duda, el cuenta-glóbulos había parecido a sus
compañeros un descubrimiento más importante de lo que a primera vista parecía, el doctor
Sarrasin ocupó el puesto que se le ofrecía.
Pero todas sus ilusiones de inventor se desvanecieron cuando Lord Glandover se
inclinó hacia su oído, con una contorsión tal de las vértebras cervicales que podía causar
un torticolis violento a Su Señoría, y le dijo: