III. Una noticia

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Al llegar a la cuarta sesión del Congreso de Higiene, el doctor Sarrasin pudo


comprobar que todos sus colegas le acogían con demostraciones de un respeto


extraordinario. Hasta entonces, apenas si el muy noble Lord Glandover, caballero de la


Gran Cruz, que ostentaba la presidencia nominal de la asamblea, se había dignado darse


cuenta de la existencia individual del médico francés.


Aquel Lord era un personaje augusto, cuyo papel se limitaba a declarar abierta la


sesión o a levantarla y a conceder mecánicamente la palabra a los oradores inscritos en una


lista que se colocaba delante de sí. Conservaba habitualmente su mano derecha en la


abertura de su levita abotonada -no porque hubiese sufrido una caída del caballo, sino


únicamente porque en esta postura incómoda produjeron los escultores ingleses las


estatuas en bronce de varios hombres de Estado.


Una cara pálida y lampiña, cubierta de manchas rojas, y una peluca de grama,


pretenciosamente levantada formando un tupé sobre la frente que sonaba a hueco,


completaban la figura más cómicamente enfática que puede verse. La persona de


Glandover se movía toda a un tiempo, como si fuese de madera o de cartón piedra. Sus


mismos ojos parecían no evolucionar dentro de sus arqueadas órbitas sino mediante


impulsos intermitentes, a la manera de los ojos de las muñecas o de los maniquíes.


En las primeras presentaciones, el presidente del Congreso de Higiene había dirigido


al doctor Sarrasin un saludo protector y condescendiente, que hubiera podido traducirse


así:


«¡Buenos días, señor hombrecillo...! ¿Es usted ese que para ganarse su insignificante


vida realiza esos trabajitos sobre pequeños aparatos...? Sería preciso que yo tuviese una


vista verdaderamente excepcional para que distinguiese a una criatura tan alejada de mí en


la escala de los seres... Acójase a la sombra de Mi Señoría; se lo permito.»


Esta vez, Lord Glandover le dirigió la más graciosa de sus sonrisas, y llevó su cortesía


hasta invitarle a que ocupase una silla vacía a su derecha. Por su parte, todos los miembros


del Congreso se habían levantado.


Bastante sorprendido por aquellas demostraciones de una atención excepcionalmente


halagadora, y considerando que, sin duda, el cuenta-glóbulos había parecido a sus


compañeros un descubrimiento más importante de lo que a primera vista parecía, el doctor


Sarrasin ocupó el puesto que se le ofrecía.


Pero todas sus ilusiones de inventor se desvanecieron cuando Lord Glandover se


inclinó hacia su oído, con una contorsión tal de las vértebras cervicales que podía causar


un torticolis violento a Su Señoría, y le dijo:

Los 500 Millones De La BegunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora