XI. Una comida en casa del doctor Sarrasin

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El 13 de setiembre -sólo algunas horas antes de la fijada por Herr Schultze para la


destrucción de France-Ville- ni el gobernador ni ningún habitante conocían aún el


espantoso peligro que les amenazaba.


Eran las siete de la tarde.


Oculta en espesos macizos de adelfas y de tamarindos, la ciudad se extendía


graciosamente al pie de los Montes de las Cascadas, y presentaba sus muelles de mármol a


las breves olas del Pacífico, que sin ruido se acercaban a acariciarlos. Las calles, regadas


con cuidado y refrescadas por la brisa, ofrecían a la vista el espectáculo más risueño y más


animado. Los árboles que les daban sombra susurraban mansamente. Verdeaba la hierba.


Las flores de los jardines, abriendo sus corolas, exhalaban todas a la vez sus perfumes. Las


casas sonreían, tranquilas y coquetas en su blancura. El aire era tibio, y el cielo estaba azul


como el mar que espejeaba al final de las largas avenidas.


Un viajero que hubiese llegado a la ciudad habría sido reconfortado por el aspecto


saludable de sus habitantes y por la actividad que en las calles reinaba. Cerrábanse,


precisamente, las academias de pintura, de música y de escultura y la biblioteca, que


estaban reunidas en el mismo barrio y donde se habían organizado, por secciones poco


numerosas, excelentes cursos públicos, lo cual permitía a los alumnos asimilarse por


completo el fruto de cada lección. La gente que salía de aquellos establecimientos ocasionó


durante algunos instantes cierta aglomeración; pero ninguna exclamación de impaciencia,


ningún grito se dejaron oír. El aspecto general era de calma y satisfacción.


No en el centro de la ciudad, sino a orillas del Pacífico, era donde la familia Sarrasin


había edificado su vivienda. Desde un principio, el doctor había ido a establecerse allí con


su mujer y su hija Juana -pues aquella casa era una de las primeras que se habían


construido.


Octavio, el millonario improvisado, había preferido quedarse en París; pero ya no


tenía a Marcelo para que le sirviera de mentor.


Los dos amigos casi se habían perdido de vista a partir de la época en que vivían


juntos en la calle del Rey de Sicilia. Cuando el doctor emigró con su mujer y su hija a la


costa del Oregón, Octavio se quedó dueño de sí. Bien pronto se alejó de la escuela, donde


su padre había querido hacerle continuar los estudios, y perdió el último curso, del cual


había salido victorioso su amigo con el número uno.


Hasta entonces, Marcelo había sido la brújula del pobre Octavio, incapaz de


conducirse por sí mismo. Cuando el joven alsaciano hubo partido, su camarada de infancia


acabó poco a poco por hacer en París lo que se llama la vida de los grandes guías. En el


caso presente, la expresión era tanto más justa cuanto que su vida la pasaba en gran parte

Los 500 Millones De La BegunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora