Capítulo 3: El miedo

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Jack llegó a la casa de la abuela donde ya estaban Martin y Bob, los otros dos compañeros de la pastoral y por supuesto, la dueña de casa. Desde el portón, había echado un último vistazo a ese chico misterioso y pudo ver su silueta que se alejaba; esperó unos instantes pero el sujeto no miró hacia atrás. Martin había llevado su guitarra y se dispusieron a pasar una bonita tarde con la anciana. Jack llevó la canasta a la cocina donde Mrs. Walsh le indicó dónde guardar las cosas que quedarían y dónde estaban unos platitos para poner lo que iban a comer en ese momento, así como dónde estaban las cosas para preparar el té. Mientras los chicos conversaban con la anciana, Jack preparaba todo. Con el té listo, volvió a la sala con una bandeja, sirvió a todos y conversaron amigablemente mientras disfrutaban de la merienda.

—Mrs. Walsh —dijo de pronto Jack—, ¿no le da miedo vivir aquí solita?

—Miedo no, Jack. Toda mi vida he vivido aquí. Antes, cuando mis ojos servían, cosía y arreglaba ropa. Siempre tenía trabajo. La gente de las calles de afuera me traían encargos y siempre quedaban contentas. Ahora, ya estoy muy vieja y no sólo mis ojos ya no sirven para coser, sino que también me cuesta mucho trabajo caminar. Ya son casi noventa años, hijito. Todas las noches rezo para que el Buen Señor se acuerde de mí y me lleve con Él.

—¿A qué se refiere con «las calles de afuera», Mrs. Walsh?

—Jack; has visto que en esta larga calle sólo hay bodegas abandonadas y una fábrica de cortinas metálicas que cerró hace ya más de quince años. Los terrenos no valen nada y por eso ni las reconstruyen, ni ponen ningún comercio nuevo. Por eso no vive nadie por aquí. Mis clientes eran de las calles de afuera porque aquí es como un «adentro». Esta casa fue construida en 1934 para el gerente de una de las bodegas, la que está aquí al lado, pero cuando la cerraron mi difunto marido la compró muy barata. Si sigues caminando hacia abajo, verás que luego de la curva que hay, llegas a una zona con más edificios abandonados que la cierran. No tiene salida. Por eso no pasan vehículos por aquí, salvo alguien que venga a visitarme y la policía cuando hace el patrullaje.

—Pero, ¿no hay malvivientes, delincuentes, drogadictos... qué se yo... gente mala por aquí? —siguió preguntando Jack.

—Debe haber, Jack. Pero hay tantos edificios y tan grandes, todos abandonados, que si los usan como madrigueras, supongo que les sobran —dijo la anciana riendo—. Debe haber más edificios que malvivientes. Pero no les tengo miedo. Por un lado, no creo que quieran entrar a robar porque no tengo nada, y por otro, si me mataran, entonces ya podría descansar en paz.

—No diga eso, Mrs. Walsh; que Dios y sus ángeles la protejan. Además, sólo Él sabe cuando nos llama.

—Así es, hijito, así es. Por eso sigo tomando mis medicinas, para no irme antes de tiempo. A propósito, mañana tengo que ir a buscar las de este mes.

—¿No se las traen a la casa? —preguntó Bob.

—Generalmente, pero el mes pasado no pudieron y tuve que ir yo; y me avisaron que fuera este mes también. Algún problema tuvieron con el muchacho que les ayudaba en eso.

—Tendríamos que hablar en la parroquia, Jack —dijo Martin—, y ver quién podría colaborarnos con eso.

—Cierto, pero será difícil encontrar alguien para mañana mismo —apuntó Jack.

—Yo tengo clases —dijo Martin.

—Y yo también —agregó Bob.

—Bueno... Mañana yo salgo a las tres, así que si me apuro creo que podría lograrlo. Luego hablamos para ver si alguna de las madres con vehículo nos puede hacer el favor si para el próximo mes no se ha solucionado este asunto —concluyó Jack.

Caperucita Roja 2.0Donde viven las historias. Descúbrelo ahora