Capítulo 7

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    La casa estaba a oscuras, con todas las luces apagadas, cuando Harry llegó.  Cerró la puerta tras él con cuidado y se dirigió a la cocina lo más sigiloso que pudo, para no perturbar el delicado silencio que reinaba en la casa. Abrió la nevera y buscó en los estantes algo para saciar el hambre. Finalmente, con una manzana en la mano, emprendió el camino a su cuarto.

    Cerró la puerta de su dormitorio en cuanto entró, dejó su botín en la mesilla de noche y comenzó a desvestirse para ponerse el pijama. No dejó de pensar en Louis mientras se cambiaba, en cómo le habían atrapado aquellos ojos suyos, capaces de mirar en lo más profundo del alma. Recordó como le llamaba, “principito”, y una sonrisa apareció en su rostro sin que pudiera evitarlo.

    Una vez terminó, se tumbó en la cama y cogió la manzana de la mesilla. Le pegó un mordisco mientras miraba el techo de su habitación, iluminado por las danzantes luces de los coches que pasaban frente a su ventana.

    Sin embargo, su mente estaba muy lejos de allí, junto al chico de negro.  Pensó  en cómo había querido huir de él la primera vez que lo vio y en cómo ese aura de peligro que envolvía al castaño había acabado por volverse tan necesaria para el rizado como el aire que respiraba. Zayn le había preguntado si le gustaba el ojiazul. Allí, tumbado sobre su cama, se dio cuenta de que estaba enamorado del misterioso chico de negro.     

    Reflexionó por un momento y vio que nunca había sentido aquello antes, ni siquiera por Luke en los dos meses que duró su relación. Y ahora había llegado aquel chico de la nada, con sus ojos azules peligrosamente magnéticos y esa media sonrisa que lo desarmaba y había conseguido con sólo verlo tres veces lo que nadie antes en  los diecisiete años del rizado.

    Incapaz de dormirse, Harry se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Abrió el cristal y salió a la pequeña terraza que había al otro lado. El frío aire nocturno le mordió la piel pero la sensación le ayudó a despejarse. Harry se apoyó en la barandilla y contempló el paisaje que visible desde el balcón.

    La casa del rizado era idéntica a las que se encontraban a ambos lados, separadas por estrechas franjas de verde y brillante césped, una más de la hilera de casitas de ladrillo gris que abundaban en el vecindario. A la luz del día, el barrio no tenía nada de especial, con sus viviendas de dos plantas situadas en el centro de pequeños jardines idénticos y con un coche aparcado frente a la puerta de la verja que rodeaba a cada casa.

    Sin embargo, durante la noche, bajo la luz de la luna y de un par de farolas solitarias; el vecindario cobraba un aspecto distinto. Cada hogar era diferente, totalmente sumidos en sombras o con luz brillando tras alguna ventana, revelando oscuras siluetas que deambulaban al otro lado de las cortinas. Como cada vez que salía al balcón de noche de noche, Harry se preguntó qué estaría pasando en aquellas habitaciones iluminadas.

    Su mirada recorrió el asfalto, que brillaba, húmedo, reflejando la luz de las farolas, y se  detuvo en los árboles que decoraban la acera de enfrente. Sus hojas susurraban, mecidas por la suave brisa nocturna, añadiendo música a la escena. Un pequeño gato apareció de entre los arbustos que crecían entre los árboles, deambulando en busca de comida.  Sus pasos le acercaron a la casa y, cuando lo separaban dos escasos metros de ésta, el animal levantó la cabeza y clavó sus ojos en los de Harry.

    Inmediatamente se le erizó la piel y comenzó a bufar, enseñándole los colmillos al muchacho. El rizado se sorprendió por la reacción del gato ya que no era la primera vez que lo veía y nunca se había comportado así antes. El felino permaneció unos segundos más amenazando al ojiverde para luego volverse hacia los arbustos y desaparecer en la espesura.

    Harry se giró y regresó a su cuarto. Cerró el ventanal a su espalda y su mirada se posó en la planta que se encontraba cerca de la cama, en el lado opuesto a la mesilla de noche. Se agachó junto a ella y por simple costumbre recorrió con los dedos la multitud de símbolos grabados en la roca blanca de la maceta.

    Liam le había regalado aquella planta varios meses atrás. Según decía, era algún tipo de arbusto mágico que protegía de la magia negra y el mal de ojo. Harry recordaba aquella espantosa semana en la que la suerte parecía estar en su contra. Al final de la misma, el ojimiel se había presentado en su casa con una enorme maceta blanca con un pequeña planta en brotando en el centro. “En la tienda me dijeron que protege de la magia negra, por si te han maldecido” le aseguró su amigo sonriendo. Trató de recordar el nombre pero éste se escondía lejos de su alcance.   

    -Ruda-susurró finalmente.

    Harry inclinó la cabeza para ver de cerca uno de los símbolos que decoraban la maceta cuando sintió un fuerte pinchazo en la oreja izquierda. Se separó de la planta deprisa y de pronto sintió cómo los efectos del alcohol volvían a apoderarse de su cuerpo a pesar de que parecían haber desaparecido en el camino de vuelta a casa. Se frotó la oreja herida, ebrio de nuevo, buscando al bicho que le había mordido, pero no encontró nada ni tampoco picadura alguna en la oreja. Algo desorientado, se arrastró hasta la cama, se tumbó encima de las sábanas y se quedó dormido enseguida.

    No vio cómo, en la oscuridad de la noche, la hoja de Ruda que le había rozado la oreja se marchitaba deprisa, para caer poco después sobre la tierra húmeda.

Magic (Larry Stylinson) {TERMINADA}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora