En todas las historias verdaderas hay
enseñanzas, aunque puede que en algunas nos
cueste encontrar el tesoro, o cuando lo
encontramos es en cantidad tan exigua que el
fruto tan seco y marchito apenas compensa el
esfuerzo de romper la cáscara. Si éste es el caso
de mi historia, no soy competente para juzgarlo; a
veces creo que puede resultar útil para algunos y
entretenida para otros, pero que la juzgue el
mundo: protegida por mi oscuridad y por el
transcurso de los años, no tengo miedo de
arriesgarme y expondré cándidamente ante el
público cosas que no revelaría al amigo más
íntimo. Mi padre era un clérigo en el norte de
Inglaterra, que se ganó el respeto de todos los
que lo conocían, y en sus años de juventud vivió
holgadamente de los emolumentos combinados
de una pequeña prebenda y unos bienes propios.
Mi madre, que se casó con él en contra de los
deseos de los suyos, era la hija de un hacendado
y una mujer de carácter. En vano le dijeron que, si
se convertía en la esposa del pobre rector, debía
renunciar a tener carruaje propio y doncella
personal y todos los lujos y finuras que eran para
ella algo menos que lo esencial de la vida. Un
carruaje y una doncella personal eran grandes
comodidades; pero, gracias a Dios, ella tenía pies
para caminar y manos para atender a sus propias
necesidades. No eran desdeñables una casa
elegante y un amplio jardín, pero ella preferiría
vivir en una casucha con Richard Grey que en un
palacio con cualquier otro hombre del mundo.
Viendo que sus argumentos no surtían ningún
efecto, su padre finalmente dijo a los enamorados
que se casaran si querían, pero que si lo hacían,
su hija perdería cada penique de su fortuna.
Confiaba en que esto enfriaría el entusiasmo de la
pareja; pero se equivocaba. Mi padre conocía de
sobra lo mucho que valía mi madre, hasta el punto
de darse cuenta de que era una fortuna valiosa
por sí misma; y si ella consentía en adornar su
humilde hogar, él estaría encantado de aceptarla
bajo cualquier concepto. Ella, por su parte,
prefería trabajar con sus propias manos que
separarse del hombre al que amaba, cuya
felicidad le encantaría procurar y que ya se fundía
con ella en corazón y alma. De modo que su
fortuna fue a engrosar la dote de una hermana
más sensata, que se había casado con un
ricachón, mientras que ella acabó enterrándose en
la sencilla rectoría aldeana, para sorpresa y
pesadumbre de todos aquellos que la conocían. Y
sin embargo, a pesar de todo esto, y a pesar del
fuerte carácter de mi madre y los caprichos de mi
padre, creo que no se encontraría una pareja más
feliz aunque se buscase por toda Inglaterra.
De seis hijos, mi hermana Mary y yo fuimos las
únicas que sobrevivimos a los peligros de la
infancia y la adolescencia. Al ser yo cinco o seis
años más joven, siempre se me consideraba la
niña, la mimada de la familia; padre, madre y
hermana se ponían de acuerdo para consentirme
todo, no con una necia indulgencia que me hiciera
díscola e indisciplinada, sino con una incesante
amabilidad que me hizo desvalida y dependiente,
inepta para soportar los golpes de las
preocupaciones y tribulaciones de la vida.
A Mary y a mí nos educaron en el más
absoluto aislamiento. Mi madre, que era una mujer
a la vez de muchos talentos, bien educada y
trabajadora, se hizo cargo ella sola de nuestra
educación, con excepción del latín, que se
encargaba de enseñarnos mi padre, de modo que
ni siquiera íbamos al colegio; y como no había
gente de nuestro rango en los alrededores,
nuestro único contacto con el mundo consistía en
una solemne merienda con los más importantes
agricultores y comerciantes de la zona de vez en
cuando, para evitar que nos tildaran de demasiado
orgullosos para asociarnos con nuestros vecinos,
y una visita anual a casa de nuestro abuelo
paterno, donde las únicas personas que veíamos
eran éste, nuestra querida abuela, una tía soltera
y dos o tres damas y caballeros mayores. A veces
nos entretenía nuestra madre con historias y
anécdotas de su juventud, las cuales, aunque nos
divertían muchísimo, frecuentemente
despertaban, por lo menos en mí, un vago deseo
secreto de ver algo más del mundo.
Yo pensaba que ella había debido de ser muy
feliz; pero nunca parecía echar de menos el
pasado. Sin embargo, mi padre, cuyo
temperamento no era tranquilo ni alegre por naturaleza, a menudo se angustiaba pensando en los
sacrificios que había hecho por él su querida
esposa y se devanaba los sesos ideando un sinfín
de proyectos para aumentar su pequeña fortuna,
por ella y por nosotras. Mi madre le aseguraba en
vano que estaba totalmente satisfecha, y que si
ahorraba un poco para las hijas, tendríamos todos
más que suficiente, ahora y en el futuro. Pero
ahorrar no era el fuerte de mi padre; no contraía
deudas (por lo menos mi madre cuidaba mucho
de que no lo hiciese), pero cuando tenía dinero,
tenía que gastarlo; le gustaba tener comodidad en
la casa y ver a su esposa y a sus hijas bien
vestidas y bien atendidas; además, era de disposición caritativa y le gustaba dar a los pobres
según sus posibilidades o, pensaban algunos, por
encima de ellas.
Finalmente, sin embargo, un amigo le sugirió
un medio de duplicar su renta personal de un solo
golpe; y de aumentarlo en adelante hasta una
cantidad incalculable. Su amigo era comerciante,
un hombre de espíritu emprendedor e inequívoco
talento, que estaba algo limitado en sus
actividades mercantiles por falta de capital, pero
ofrecía generosamente a mi padre darle la parte
alícuota de sus beneficios si se decidía a confiarle
todo lo que se podía permitir, y pensaba que le
podía prometer sin exagerar que, fuera cual fuese
la suma que se dignaba poner en sus manos, le
rendiría el ciento por ciento. Este vendió
enseguida su pequeño patrimonio y el precio total
fue encomendado en manos del comerciante
amigo, que inmediatamente se puso a embarcar
su cargamento y prepararse para el viaje.
Mi padre estaba encantado, como lo
estábamos todos, ante nuestras brillantes
perspectivas: de momento, es verdad, estábamos
reducidos a los escasos ingresos del curato, pero
mi padre parecía creer que no hacía falta limitar
nuestros gastos estrictamente a éstos. Así que
con una cuenta pendiente en la tienda del señor
Jackson, otra en la tienda de Smith y otra en la de
Hobson, nos arreglábamos incluso con más
holgura que antes, aunque mi madre afirmaba que
debíamos restringirnos, pues nuestras
perspectivas de riquezas eran precarias, y que si
mi padre dejaba que ella lo administrase todo, no
notaría las economías; pero esta vez fue
incorregible.
Qué horas tan felices pasamos Mary y yo,
sentadas junto al fuego haciendo labores o
paseando por las colinas cubiertas de brezo u
holgazaneando bajo el sauce llorón (el único árbol
grande del jardín), hablando de nuestra futura
felicidad y la de nuestros padres, de las cosas que
haríamos, veríamos y poseeríamos, sin base más
firme para nuestra gran quimera que las riquezas
que esperábamos nos llovieran como resultado
del éxito de las especulaciones del buen
comerciante. Nuestro padre estaba casi igual que
nosotras; sólo que fingía no tomárselo tan en
serio, expresando sus grandes esperanzas y
expectativas optimistas por medio de chistes y
festivas ocurrencias que siempre me parecieron el
colmo del humor y el ingenio. Nuestra madre se
reía encantada de verlo tan contento y feliz; pero
aun así tenía miedo de que se ilusionara
demasiado por el asunto. Una vez, al salir de la
habitación, la oí susurrar:
«¡Dios quiera que no se vea decepcionado! No
sé cómo lo soportaría.»
Pero se vio decepcionado, y mucho. Nos cayó
a todos como un rayo la noticia que el navío que
transportaba nuestra fortuna había naufragado y
se había hundido con todo el cargamento, varios
miembros de la tripulación y el mismo comerciante
desafortunado. Lo sentí por él; lo sentí por el derrumbe de todos los castillos que habíamos
construido en el aire, pero con la elasticidad de la
juventud no tardé en recuperarme del golpe.
Aunque las riquezas tenían su encanto, la
pobreza no encerraba ningún terror para una
joven sin experiencia como yo. Es más, y a decir
verdad, había algo vivificante en la idea de vernos
en apuros y tener que depender de nuestros
propios recursos. Yo hubiera querido que papá,
mamá y Mary pensaran todos como yo, en cuyo
caso, en lugar de lamentarse por las calamidades
pasadas, pondríamos manos a la obra de buena
gana para remediarlas; y cuanto mayores las
dificultades y más duras las privaciones actuales,
con más buen humor soportaríamos éstas y con
mayor vigor lucharíamos contra aquéllas.
Mary no se lamentaba, pero rumiaba
continuamente la desgracia y se hundió en un
estado de abatimiento del que ningún esfuerzo
mío lograba sacarla. No había manera de hacerle
ver el lado positivo de las cosas que veía yo; y de
hecho yo tenía tanto miedo de que me acusara de
frivolidad infantil o de necia insensibilidad que tuve
buen cuidado de guardar para mí la mayoría de
mis brillantes ideas y ocurrencias optimistas, pues
sabía que no las iba a apreciar.
A mi madre lo único que le preocupaba era
consolar a mi padre, pagar nuestras deudas y
recortar nuestros gastos por todos los medios
posibles; pero mi padre estaba totalmente
abrumado por la calamidad: se le hundieron la
salud, las fuerzas y los ánimos con el golpe, y
nunca volvió a recuperarlos. Fue en vano que mi
madre intentase animarle apelando a su
religiosidad, a su valor, a su cariño por ella y
nosotras. Ese mismo cariño era su mayor
tormento: por nosotras había deseado tan
ardientemente aumentar su fortuna; nuestro
interés era lo que había llenado de tanto
optimismo sus esperanzas y lo que ahora dotaba
de tanta amargura su aflicción. Lo torturaban los
remordimientos por no haber hecho caso de los
consejos de mi madre, que le habrían librado por
lo menos de la carga adicional de las deudas. Se
reprochaba inútilmente por haberla sacado de la
dignidad, la comodidad y el lujo de su posición
anterior para que se afanara a su lado en las preocupaciones y las fatigas de la pobreza. Era una
amargura y una mortificación para su alma ver a
aquella espléndida mujer de talento, antaño tan
adulada y admirada, convertida en ama de casa y
administradora activa, con la cabeza y las manos
ocupadas continuamente con las labores del
hogar y la economía doméstica. Su genial
autotortura corrompía el buen humor con el que
ella llevaba a cabo todas estas obligaciones, la
alegría con la que soportaba los infortunios y la
amabilidad que le impedía imputarle a él la más
mínima culpa, hasta convertirlos en una
agravación de su sufrimiento. Y de esta forma la
mente le oprimía el cuerpo y le trastornaba el
sistema nervioso, que a su vez le aumentaban las
perturbaciones de la mente, hasta que poco a
poco se resintió gravemente su salud; y ninguna
de nosotras logró convencerle de que nuestros
asuntos no iban tan mal, que no estaban tan
absolutamente desesperados como su mórbida
imaginación los representaba.
Vendimos el útil faetón junto con el rollizo
caballito bien alimentado: un favorito de todos que
habíamos decidido viviría sus últimos años en paz
y nunca pasaría a otras manos que las nuestras;
arrendamos la pequeña cochera y el establo,
despedimos al mozo y a la más eficiente (y la más
cara) de las dos doncellas. A nuestra ropa la
remendaban, le daban la vuelta y zurcían hasta el
mismo borde de la decencia; nuestros alimentos,
siempre frugales, se simplificaron hasta un grado
sin precedentes, con la excepción de los platos
preferidos de mi padre; economizamos de manera
dolorosa el carbón y las velas, siendo reducida la
pareja de éstas a una, que se utilizaba
parcamente, y el carbón cuidadosamente
administrado en el hogar medio vacío,
especialmente cuando mi padre se hallaba
ausente cumpliendo sus obligaciones parroquiales
o confinado en la cama por enfermedad; entonces
nos sentábamos con los pies en el guardafuego,
juntando de vez en cuando las ascuas
agonizantes y echando cada tanto polvillo y
fragmentos de carbón, simplemente para
mantenerlas con vida. En cuanto a las alfombras,
con el tiempo quedaron raídas, con más parches y
zurcidos incluso que nuestra ropa. Para
ahorrarnos el sueldo de un jardinero, Mary y yo
nos comprometimos a mantener ordenado el
jardín; y todo lo que de cocina y labores de la casa
no podía realizar con facilidad una sola criada, lo
hacían mi madre y mi hermana, con un poco de
ayuda por mi parte de vez en cuando, pero sólo
un poco, pues aunque yo ya me consideraba una
mujer, ellas me veían como una niña. Mi madre,
como la mayoría de las mujeres emprendedoras y
activas, no se vio favorecida con hijas muy
activas; por este motivo, siendo ella tan lista y
diligente, no se sentía tentada a delegar sus asuntos sino al contrario, se encontraba dispuesta a
actuar y a pensar por los demás y no sólo por sí
misma; y fuera cual fuese el asunto que tenía
entre manos, solía creer que nadie sabría hacerlo
tan bien como ella, por lo que cuando yo me
ofrecía a ayudarla, recibía una respuesta como:
«No, querida, no puedes, de verdad. No hay nada
que puedas hacer tú. Ve a ayudar a tu hermana, o
dile que vaya a dar un paseo contigo -dile que no
se pase tanto tiempo sentada ni se quede siempre
en casa-, con razón está delgada y con aspecto
abatido.»
-Mary, dice mamá que te ayude, o que te diga
que vengas a dar un paseo conmigo; dice que con
razón estás delgada y con aspecto abatido, por
estar siempre sentada dentro de casa.
-No puedes ayudarme, Agnes, ni yo puedo salir
contigo, porque tengo demasiado que hacer.
-Entonces deja que te ayude.
-No puedes, de verdad, querida. Ve a practicar
música o a jugar con la gatita.
Siempre había gran cantidad de costura que
hacer, pero a mí no me habían enseñado a cortar
ninguna prenda, y sabía hacer poco más que
simples pespuntes o hilvanes, ya que ambas
sostenían que les era más fácil hacer el trabajo
personalmente que preparármelo a mí. Además
preferían verme proseguir con mis estudios o
divertirme; ya tendría tiempo de estar doblada
sobre la labor como una solemne matrona cuando
mi gatita preferida se convirtiera en una gata vieja
y juiciosa. Bajo tales circunstancias, aunque era
poco más útil que la gatita, mi ociosidad no estaba
totalmente injustificada.
En toda la época de nuestros infortunios, sólo
una vez oí a mi madre quejarse por nuestra falta
de dinero. Poco antes de llegar el verano,
comentó a Mary y a mí:
-Qué estupendo sería que vuestro padre
pudiera pasar unas semanas en un balneario.
Estoy convencida de que el aire del mar y el
cambio de ambiente le harían un bien incalculable.
Pero, veréis, no hay dinero -añadió con un
suspiro.
A las dos nos hubiese encantado que se
pudiera hacer, y nos lamentamos mucho de que
no fuera posible.
-Bien, pues -dijo-, no sirve de nada quejarse.
Quizás podamos hacer algo para poner en
práctica el proyecto después de todo. Mary, eres
una gran dibujante. ¿Qué te parecería hacer unos cuantos nuevos dibujos con tu
mejor estilo, y mandarlos enmarcar junto con las
acuarelas que ya tienes hechas, e intentar que se
los quede algún generoso marchante con
suficiente sentido para discernir sus méritos?
-Mamá, me encantaría, si crees que podrían
venderse por una cantidad que valga la pena.
-Vale la pena intentarlo de todas formas,
querida; tú haz los dibujos y yo procuraré
encontrar a un comprador.
-Ojaláyo pudiese hacer algo -dije.
-¿Tú, Agnes? ¿Quién sabe? Tú también
dibujas muy bien; si eliges una pieza sencilla
como tema, estoy segura de que sabrás hacer
algo que a todos nos enorgullecerá exhibir.
-Pero tengo otro proyecto en la cabeza, mamá,
desde hace tiempo... aunque no quería
mencionarlo.
-¿De veras? Dinos cuál es.
-Quisiera ser institutriz.
A mi madre se le escapó una exclamación de
sorpresa, y luego se rió. A mi hermana se le cayó
la labor con el asombro, y exclamó:
-¡Tú, institutriz, Agnes! ¿En qué estás
pensando?
-Pues no veo que tenga nada de
extraordinario. No pretendo ponerme a enseñar a
muchachas mayores; pero creo que podría
enseñar a unas pequeñas... y me gustaría tanto...
me encantan los niños. ¡Déjame hacerlo, mamá!
-Pero, cariño, aún no has aprendido a cuidar
de ti misma; y manejar a los niños pequeños
requiere de más juicio y experiencia que a los
mayores.
-Pero, mamá, tengo más de dieciocho años y
soy totalmente capaz de cuidar de mí misma y de
otros también. No sabes ni la mitad de la sabiduría
y prudencia que poseo, porque nunca me has
puesto a prueba.
-Pero piensa -dijo Mary- en qué harás en una
casa llena de extraños, sin que mamá o yo
estemos para hablar y actuar por ti... con un
montón de niños, además de ti misma, para
atender, y nadie que te pueda aconsejar. No
sabrías ni qué ropa ponerte.
-Crees, porque siempre hago lo que me
ordenas, que no tengo opinión propia; pero ponme
a prueba -es lo único que pido-, y verás de lo que
soy capaz.
En aquel momento entró mi padre y le
explicamos el tema de nuestra conversación.
-¿Qué, mi pequeña Agnes institutriz? -gritó y, a
pesar de su abatimiento, se rió ante la idea.
-Sí, papá, tú no digas nada en contra. Me
encantaría hacerlo, y estoy segura de que me
saldría muy bien.
-Pero, cariño, no podremos prescindir de ti -y
brilló una lágrima en sus ojos cuando añadió-:
¡No, no!, por afligidos que estemos, no es posible
que hayamos llegado a eso.
-¡Oh, no! -dijo mi madre-. No hace falta en
absoluto dar semejante paso; no es más que un
capricho suyo. Así que debes callarte, niña
traviesa, pues aunque tú estés dispuesta a
dejarnos a nosotros, sabes bien que nosotros no
podemos separarnos de ti.
Me hicieron callar durante aquel día y muchos
días después, pero no renuncié del todo a mi plan
predilecto. Mary preparó los materiales de dibujo y
puso manos a la obra. Yo también preparé los
míos; pero mientras dibujaba, pensaba en otras
cosas.
¡Qué delicioso ser institutriz! Salir al mundo;
emprender una nueva vida; actuar por mí misma;
ejercitar mis facultades aún sin utilizar; poner a
prueba mis fuerzas desconocidas; ganar mi propia
manutención y algo que consolara y ayudara a mi
padre, mi madre y mi hermana, además de
librarles de tener que proporcionarme comida y
ropa; enseñarle a papá de lo que era capaz su
pequeña Agnes; convencer a mamá y a Mary de
que no era exactamente el ser desvalido y
atolondrado que creían. Y además, ¡qué
encantador que me encomendaran el cuidado y la
educación de unos niños! Dijeran lo que dijeran
los demás, yo me sentía perfectamente capacitada para la misión: el claro recuerdo de mis propios
pensamientos y sentimientos de la primera
infancia serían mejor guía que las instrucciones de
un consejero más maduro. Sólo tenía que volver
los ojos desde mis pequeños alumnos a mí misma
a su edad para saber enseguida cómo hacerme
con su confianza y afecto, cómo despertar la
contrición de los descarriados y consolar a los
afligidos, cómo hacer viable la Virtud, deseable la
Educación y preciosa y comprensible la Religión.
¡Tarea encantadora,
enseñar a brotar las ideas jóvenes!
¡Dirigir las tiernas plantas y mirar desplegarse
día a día sus botones! Influenciada por tantos
alicientes, decidí perseverar, aunque el temor de
disgustar a mi madre o de herir los sentimientos
de mi padre me impidieron sacar de nuevo el tema
durante varios días. Finalmente, lo mencioné a mi
madre en privado, y con alguna dificultad logré
que prometiese ayudarme en mi empeño. Luego
conseguí el consentimiento reacio de mi padre y
luego, aunque Mary todavía suspiraba con desaprobación, mi querida madre comenzó a
buscarme un puesto. Escribió a los familiares de
mi padre y consultó los anuncios de los
periódicos. Hacía tiempo que había dejado de
comunicarse del todo con su propia familia; el
intercambio formal de cartas de vez en cuando era
lo único que los unía desde su boda, y nunca se le
hubiera ocurrido acudir a ellos para un asunto de
esta naturaleza. Pero el retiro de mis padres del
mundo había sido tan completo y había durado
tanto tiempo que pasaron muchas semanas antes
de que encontráramos un puesto adecuado. Por
fin, para gran alegría mía, se decidió que me
ocupase de la joven familia de una tal señora
Bloomfield, a la que había conocido de joven mi
amable y estirada tía Grey, quien decía que era
una señora muy simpática. Su marido era un
comerciante retirado, que había ganado una
bonita fortuna, pero a quien no podían persuadir
de que pagase un sueldo mayor de veinticinco
libras a la institutriz de sus hijos. No obstante, yo
prefería aceptarlo que renunciar al puesto, aunque
mis padres tendían a considerar que esto último
sería el mejor plan.
Pero aún tenía que dedicar unas semanas a
los preparativos. ¡Qué largas y tediosas me
parecieron aquellas semanas! Sin embargo, eran
felices en la mayor parte, llenas de brillantes esperanzas y ardientes expectativas. ¡Con qué
extraño placer ayudé a hacer mi nueva ropa y
luego a preparar los baúles!
Pero había una sensación de amargura
mezclada en esta última ocupación, y cuando se
acabó, cuando ya estaba todo preparado para mi
partida al día siguiente y se acercaba la última
noche en casa, una súbita angustia pareció
llenarme el corazón. Mis seres queridos tenían un
aspecto tan triste y hablaban con tanta amabilidad
que me costaba trabajo evitar derramar unas
lágrimas, pero aun así fingí estar alegre. Había
dado el último paseo con Mary por los páramos, la
última vuelta por el jardín y por la casa; con ella
había dado de comer por última vez a las
palomas, animales preciosos a los que habíamos
enseñado a comer en nuestras manos. Les había
acariciado la espalda por última vez mientras se
apiñaban en mi regazo. Había dado un tierno beso
a mis favoritas, la pareja de colipavas blancas
como la nieve; había tocado la última melodía en
el viejo piano amigo y cantado para papá la última
canción; esperaba que no fuera la última, pero
sería la última en lo que me parecía a mí
muchísimo tiempo; y quizás cuando volviese a
hacer todas estas cosas, ya sería con otros
sentimientos; puede que las circunstancias
cambiaran y que esta casa no volviera a ser mi
hogar nunca más.
Mi queridísima amiga, la gatita, cambiaría sin
remedio; ya se estaba convirtiendo en una
hermosa gata adulta; y cuando volviera, aunque
fuese una apresurada visita en Navidades, lo más
probable era que hubiera olvidado tanto a su
compañera de juegos como sus alegres
travesuras. Había retozado con ella por última
vez; y cuando acaricié su brillante piel suave
mientras ronroneaba dormitando en mi regazo,
tuve un sentimiento de tristeza que no pude
disimular. Luego, a la hora de acostarnos, cuando
me retiré con Mary a nuestro dormitorio silencioso,
donde ya mis cajones y mi parte de la librería
estaban vacíos, y donde en adelante ella tendría
que dormir sin compañía, en triste soledad, tal
como ella lo expresaba, me pesaba el corazón
más todavía. Sentí que había sido egoísta y mala
al insistir en dejarla; y cuando me arrodillé una vez
más junto a nuestra pequeña cama, pedí
bendiciones para ella y mis padres con más fervor
que nunca. Para disimular mi emoción, hundí la
cara en las manos, y enseguida se mojaron de
lágrimas. Al levantarme, me di cuenta de que ella
también había llorado, pero no hablamos ninguna
de las dos; en silencio nos tumbamos a
descansar, juntándonos un poco más con la
conciencia de que muy pronto habíamos de separarnos.
Pero la mañana trajo renovadas esperanzas y
ánimos. Iba a marcharme temprano, para que el
vehículo que me llevaba (una calesa alquilada al
señor Smith, el mercero, especiero y mercader de
té del lugar) pudiese regresar el mismo día. Me
levanté, me lavé, me vestí, desayuné
apresuradamente, recibí los cariñosos abrazos de
mi padre, mi madre y mi hermana, besé a la gata,
para gran escándalo de Sally, la criada, le estreché la mano a ésta, subí a la calesa, me tapé la
cara con el velo y entonces, y ni un minuto antes,
me deshice en lágrimas.
La calesa se alejó balanceándose, y miré atrás:
mis queridas madre y hermana estaban aún en la
puerta mirando cómo me marchaba y diciéndome
adiós con la mano. Les devolví el saludo y rogué a
Dios con todo mi corazón que las bendijera.
Bajamos la cuesta y ya no las vi más.
-Hace fresquito esta mañana, señorita Agnes comentó Smith- y está oscuro también; pero
quizás lleguemos a aquel lugar antes de que se
ponga a llover con fuerza.
-Espero que sí -le respondí con toda la
tranquilidad de la que fui capaz.
-Cayó un buen chaparrón anoche también.
-Sí.
-Pero quizás este viento frío mantendrá alejada
la lluvia.
-Puede que sí.
Y aquí acabó nuestra conversación. Cruzamos
el valle y comenzamos a subir por la colina
siguiente. Mientras la subíamos, volví la vista
atrás de nuevo: allí estaba la aguja de la iglesia de
la aldea, y más allá la vieja rectoría gris, iluminada
con un rayo oblicuo de sol, un rayo débil, nada
más, pero la aldea y las colinas que la rodeaban
estaban todas en sombra y celebré esta luz
fortuita como un buen augurio para mi hogar. Con
las manos juntas, pedí fervorosamente una
bendición para sus ocupantes, y volví la vista
precipitadamente, pues vi que desaparecía la luz;
y tuve cuidado de evitar mirar más por si lo veía
envuelto en tinieblas como el resto del paisaje.
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Agnes Grey
RandomCuando su familia queda empobrecida tras una especulación financiera desastrosa, Agnes Grey decide colocarse como institutriz para contribuir a los escasos ingresos familiares y demostrar su independencia. Pero su entusiasmo se apaga rápidamente al...