CAPÍTULO XIII. LAS PRÍMULAS

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La señorita Rosalie acostumbraba a ir dos
veces a la iglesia ahora, pues le gustaba tanto la
admiración que no soportaba perder una sola
oportunidad de conseguirla; y era tan seguro que
la conseguiría allí donde se presentara que,
estuvieran o no presentes Harry Meltham y el
señor Green, nunca faltaba quien se mostrara
devoto de sus encantos, además del rector, que
estaba generalmente obligado a asistir por razón
de su cargo oficial.
Generalmente también, si el tiempo lo
permitía, ella y su hermana volvían a casa a pie;
Matilda, porque odiaba confinarse en el carruaje,
y ella, porque le desagradaba el aislamiento que
proporcionaba y disfrutaba de la compañía que
solía animar la primera milla del camino entre la
iglesia y la verja del señor Green, cerca de la cual
se iniciaba la carretera privada que conducía a
Horton Lodge, que se encontraba en dirección
contraria, mientras que la carretera pública
llevaba en línea recta a la mansión aun más
apartada de sir Hugh Meltham. De esta forma,
siempre había una posibilidad de que las
acompañara hasta allí o bien Harry Meltham, con
o sin la señorita Meltham, o el señor Green,
quizás acompañado de una de sus hermanas o
ambas, y algún caballero que estuviese con ellos
de visita.
El que yo fuese caminando con las jóvenes
damas o en el carruaje con sus padres dependía
totalmente del capricho de aquéllas; si decidían
«llevarme» con ellas, iba a pie; si, por razones
que sólo ellas conocían, preferían ir solas, yo
ocupaba mi lugar en el carruaje. Me agradaba
más ir a pie, pero un sentido de renuencia a
imponer mi presencia a alguien que no la
deseaba siempre me mantenía pasiva en estas
ocasiones y otras similares, y nunca cuestionaba
las causas de sus cambiantes veleidades. Y ésta
era sin duda la mejor política, pues someterse y
complacer era el papel de la institutriz mientras
que satisfacer su propio placer era el de las
alumnas. Pero cuando iba caminando, la primera
mitad del camino solía resultarme un gran
incordio. Como ninguno de los susodichos
caballeros o damas se dignaba darse cuenta de
mi presencia, era desagradable andar a su lado,
como si estuviera escuchando lo que decían o
deseando que me considerasen uno de ellos,
mientras ellos hablaban encima o a través de mí,
y si mientras hablaban sus ojos caían sobre mí,
parecían observar el vacío, como si no me vieran
o tuvieran muchas ganas de que así pareciera.
Era desagradable también caminar detrás,
como si reconociera mi propia inferioridad, pues
la verdad es que me consideraba casi tan buena
como el mejor de ellos, y quería que lo supieran y
no creyeran que me consideraba una mera
sirviente, que conocía demasiado bien su lugar
como para ir caminando junto a unos caballeros y
damas tan espléndidos como ellos... aunque sus
jóvenes damas quisieran tenerla con ellas e
incluso se dignaban conversar con ella cuando no
había mejor compañía disponible.
Así -casi me avergüenza decirlo- me tomaba
grandes molestias (si es que iba junto a ellos) por
aparecer absolutamente inconsciente de su
presencia o indiferente a ella, como si estuviera
totalmente absorbida en mis propias reflexiones o
en la contemplación de los objetos que me
rodeaban; o, si me rezagaba, algún pájaro o
algún insecto me atraía la atención y, después de
examinarlo con el debido interés, seguía el paseo
a solas, pausadamente, hasta que mis alumnas
se despedían de sus compañeros y se desviaban
por la tranquila carretera particular.
Recuerdo bien una ocasión de éstas, una
preciosa tarde hacia finales de marzo: el señor
Green y sus hermanas habían mandado regresar
vacío su carruaje con el fin de disfrutar del
brillante sol y la suave brisa paseando
sociablemente con sus visitantes el capitán
Fulano y el teniente Mengano (un par de militares
lechuguinos) y las señoritas Murray, las cuales,
por supuesto, se las ingeniaron para unirse a
ellos.
Esta compañía agradaba especialmente a
Rosalie, pero, al no encontrarla enteramente de
mi gusto, yo no tardé en rezagarme y me puse a
explorar plantas e insectos a lo largo de los
verdes setos y las floridas cercas hasta que el
grupo estuvo bastante adelantado y pude oír el
dulce canto de la lozana alondra. Entonces el
espíritu de misantropía que me embargaba
comenzó a esfumarse bajo el suave aire puro y el
sol templado, pero en su lugar surgieron tristes
pensamientos de mi primera infancia, la añoranza
de gozos perdidos o el anhelo de un destino
futuro más halagüeño.
Mientras recoma con los ojos los altos setos
cubiertos de hierba nueva y hojas verdes y
coronados con arbustos florecientes, deseé
intensamente ver alguna flor conocida que me
recordase los arbolados valles o las verdes
colinas de casa... los páramos oscuros, por
supuesto, eran impensables. Tal descubrimiento
haría que me brotasen lágrimas de los ojos, sin
duda, pero era uno de mis mayores placeres en
aquel tiempo.
Por fin vislumbré en alto, entre las retorcidas
raíces de un roble, tres preciosas prímulas, que
se asomaban con tanto encanto de su escondrijo
que se me saltaron las lágrimas nada más verlas,
pero estaban tan altas que intenté en vano coger
una o dos para soñar con ellas y llevármelas; no
podía alcanzarlas sin trepar por el terraplén, pero
me impidió hacerlo el sonido de una pisada detrás
de mí en ese momento, y estaba a punto de
alejarme cuando me sorprendieron las palabras:
«Permítame que se las coja, señorita Grey», con
los tonos graves y serios de una voz muy
conocida.
Inmediatamente cogió las flores y me las
entregó. Era el señor Weston, por supuesto...
¿qué otro se habría molestado en hacer tanto por
mí?
Le di las gracias, no sé si cálida o fríamente,
pero estoy convencida de que no expresé ni la
mitad del agradecimiento que sentía. Era tonto,
quizás, sentir agradecimiento siquiera, pero me
pareció a mí en aquel momento una muestra
extraordinaria de su bondad, un acto de
amabilidad a la que no podría corresponder pero
que nunca olvidaría. Y es que estaba muy poco
acostumbrada a recibir semejantes gentilezas,
muy poco preparada para esperarlas... de
ninguna persona que se hallara a cincuenta
millas a la redonda de Horton Lodge.
Sin embargo, eso no me impidió sentirme algo
incómoda en su presencia, y me puse a seguir a
mis alumnas a mucha mayor velocidad que
antes. Aunque, quizás, si el señor Weston se
hubiera dado por aludido y me hubiera permitido
pasar sin decir otra palabra, me habría
arrepentido una hora después; pero no fue así.
Un paso algo acelerado para mí era un paso
normal para él.
-Sus jóvenes damas la han dejado sola -dijo.
-Sí; están ocupadas con una compañía más
agradable. -Entonces no se moleste usted en
alcanzarlas.
Aflojé el paso, pero al momento siguiente me
arrepentí de ello; mi acompañante no decía nada,
y a mí no se me ocurría nada en absoluto que
decir, y me temía que él se encontrara en la
misma tesitura. Finalmente, sin embargo, rompió
la pausa para preguntarme, con una peculiar
brusquedad muy suya, si me gustaban las flores.
-Sí, mucho -respondí-, sobre todo las
silvestres.
-A mí me gustan las flores silvestres -dijo-; no
me gustan las demás, porque no hay ninguna
cosa especial que asocie con ellas, con la
excepción de una o dos. ¿Cuáles son sus flores
preferidas?
-Las prímulas, las campánulas y el brezo.
-¿No las violetas?
-No, porque, como usted dice, no hay nada
especial que asocie con ellas, pues no hay
dulces violetas en las colinas y valles alrededor
de mi casa.
-Debe de ser un gran consuelo para usted
tener hogar, señorita Grey -observó mi
acompañante tras una corta pausa-; por lejano
que esté, o por poco que lo visite, es algo que
recordar.
-Tanto, que creo que no podría vivir sin él respondí, con un entusiasmo del que me
arrepentí enseguida, porque pensé que debía de
parecer esencialmente boba.
-Sí que podría -dijo él, con una sonrisa
meditativa-. Las ataduras que nos unen a la vida
son más resistentes de lo que usted o cualquiera
se imagina, si no ha sentido con qué fuerza se
puede tirar de ellas sin romperlas. Podría sentirse
triste sin hogar, pero incluso usted podría vivir, y
no tan triste como cree. El corazón humano es
como el caucho: se hincha muy fácilmente pero
es muy difícil hacerlo estallar. Si «poco más que
nada» lo altera, «poco menos que todo bastará»
para romperlo. Como en las partes externas de
nuestro cuerpo existe un poder inherente que lo
fortalece contra la violencia externa. Cada golpe
que lo hace tambalear servirá para endurecerlo
contra un golpe futuro, igual que la piel de la
mano se hace más gruesa y los músculos se
vigorizan con el trabajo constante, en vez de
debilitarse, por lo que un día de arduo trabajo
que podría desollarle la palma a una dama no
haría mella en la de un robusto labrador.
»Hablo por experiencia, en parte propia. Hubo
una época en la que pensaba igual que usted...
por lo menos estaba convencido de que el Hogar
y sus afectos eran lo único que hacían tolerable
la vida, y que, privada de ellos, la existencia se
convertiría en una carga dificil de soportar. Pero
ahora no tengo hogar, a no ser que quiera usted
dignificar con tal nombre las dos habitaciones
que tengo alquiladas en Horton. Y no hace ni
doce meses que perdí al último y más querido de
los míos. Sin embargo, no sólo vivo sino que no
estoy del todo desprovisto de esperanza y
consuelo, incluso en esta vida, aunque debo
reconocer que pocas veces consigo entrar en
una casita humilde a la caída de la tarde y veo a
los moradores reunidos pacíficamente alrededor
del alegre fuego sin casi sentir envidia de su
bienestar doméstico.
-Aún no sabe usted qué felicidad tiene por
delante -dije-; ahora está usted al principio del
viaje.
-La mejor felicidad ya es mía -respondió él-: el
poder y el deseo de ser útil.
Nos acercábamos a un hueco en el seto que
daba a un sendero que conducía a una granja,
adonde supuse que se dirigía el señor Weston
para ser «útil», pues se despidió de mí, pasó por
el hueco y caminó por el sendero con su habitual
paso firme y elástico, dejándome meditando sus
palabras mientras seguía mi camino sola.
Ya me había enterado de que había perdido a
su madre no muchos meses antes de venir. Ella
era, pues, el último y más querido de los suyos, y
no tenía hogar. Le compadecía de corazón, casi
lloré de pena por él. Y esto, pensé, explicaba la
sombra de cautela prematura que tan
frecuentemente le oscurecía el semblante y le
granjeaba la reputación de tener un carácter
adusto y taciturno entre la caritativa señorita
Rosalie y toda su tribu.
«Pero», pensé, «no está tan abatido como lo
estaría yo ante tales privaciones: lleva una vida
activa y tiene ante él un amplio campo para el
empleo útil, puede hacer amigos, y puede
construir un hogar también si lo desea, y sin duda
lo deseará alguna vez; y que Dios le conceda que
la pareja para aquel hogar sea digna de él, y lo
convierta en un hogar feliz, el tipo de hogar que él
merece tener. Y qué delicioso sería...». Pero no
importa qué pensé.
Empecé a escribir este libro con la intención
de no ocultar nada, para que los que quisieran
pudieran beneficiarse de examinar el corazón de
un semejante. Pero tenemos algunos pensamientos que pueden mirar a sus anchas todos
los ángeles del cielo, pero no nuestros
congéneres, ni siquiera los mejores y más
amables de entre ellos.
Para entonces los Green se habían marchado
a su casa y las Murray habían doblado por la
carretera privada, por donde me apresuré a
seguirlas. Encontré a las dos muchachas inmersas en una discusión animada sobre los méritos
respectivos de los dos jóvenes oficiales; pero, al
verme a mí, Rosalie se interrumpió en mitad de
una oración para exclamar con malicioso júbilo:
-¡Ajá, señorita Grey!, conque por fin ha venido,
¿eh? No me extraña que se haya rezagado tanto,
y tampoco me sorprende que defienda usted con
tanto ahínco al señor Weston cada vez que me
meto con él... ¡Ajá, ya lo entiendo todo!
-Vamos, señorita Murray, no sea tonta -dije,
intentando reírme con buen humor-, ya sabe
usted que estas pamplinas no me impresionan.
Pero siguió con tantas intolerables tonterías,
con la ayuda de su hermana, que se inventó unos
embustes apropiados a la ocasión, que me
pareció necesario decir algo para justificarme.
-¡Qué farsa es todo esto! -exclamé-. Si el
camino del señor Weston ha coincidido con el mío
durante unas cuantas yardas, y si ha tenido a
bien intercambiar unas palabras conmigo al
cruzarnos, ¿qué tiene de extraordinario? Les
aseguro que nunca antes he hablado con él, con
excepción de una ocasión.
-¿Dónde? ¿Dónde y cuándo? -exclamaron
ansiosas.
-En casa de Nancy.
-¡Ajá! Conque lo ha visto allí, ¿eh? -exclamó
Rosalie, con una risita alborozada-. Ya ves,
Matilda, acabo de averiguar por qué le gusta tanto
ir a casa de Nancy Brown: ¡es para coquetear con
el señor Weston!
-¡La verdad es que no vale la pena ni
contradecirla!... Si sólo lo vi allí una vez... ¿y
cómo había de saber que iría él? Por irritada que
me sentía ante su necia hilaridad y molestas
insinuaciones, mi desasosiego no duró mucho
rato; en cuanto se cansaron de burlarse, volvieron
una vez más con el capitán y el teniente; y
mientras discutían y comentaban sobre éstos, se
me calmó rápidamente la indignación, se me olvidó enseguida el motivo que la había causado y
dirigí mis pensamientos a temas más agradables.
Así fuimos adentrándonos en el parque y
llegamos a la mansión; y mientras subía la
escalera hacia mi cuarto, sólo me ocupaba un
pensamiento y un solo deseo ferviente me llenaba
hasta rebosar el corazón. En cuanto hube entrado
y cerrado la puerta, me hinqué de rodillas y
pronuncié una oración ferviente aunque no
impetuosa: «Hágase tu voluntad», intenté decir,
pero «Padre, todas las cosas son posibles para ti
y que sea tu voluntad...» era seguro que vendría
después. Por ese deseo... por esa oración, me
hubieran despreciado tanto los hombres como las
mujeres, pero... «Padre, tú no me despreciarás...», dije, convencida de que era verdad.
Me parecía a mí que deseaba el bienestar de
otro con tanto ahínco como el mío... no, que eso
era el objeto principal de mi deseo. Es posible
que me engañara a mí misma, pero esa
convicción me dio la confianza para rogar y la
fuerza para esperar que no rogaba en vano.
En cuanto a las prímulas, guardé dos de ellas
en un vaso en mi habitación hasta que se
marchitaron del todo y las tiró la doncella, y puse
los pétalos de la otra entre las hojas de mi Biblia... aún las tengo y pienso quedármelas para
siempre.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora