CAPÍTULO XXV. CONCLUSIÓN

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-BIEN, Agnes, no debes volver a dar un paseo
tan largo antes del desayuno -dijo mi madre,
viendo que me bebía una segunda taza de café y
no comía nada, dando como excusa el calor que
hacía y la fatiga tras mi larga caminata.
Desde luego me sentía algo febril, y cansada
también.
-Siempre tienes que excederte; si hubieras
dado un paseo corto todas las mañanas y
siguieras haciéndolo, te sentaría bien. -Bien,
mamá, así lo haré.
-Pero esto es peor que quedarte en la cama o
inclinarte sobre los libros; has conseguido tener
una buena fiebre.
-No lo volveré a hacer -dije.
Me devanaba los sesos pensando en cómo
contarle lo del señor Weston, porque debía decirle
que iba a ir al día siguiente. Sin embargo, esperé
hasta que hubieran quitado las cosas del
desayuno y me encontrase más sosegada y
serena; luego, sentándome ante mis dibujos,
comencé:
-Me he encontrado con un viejo amigo hoy en
las arenas, mamá.
-¡Un viejo amigo! ¿Quién puede ser?
-Dos viejos amigos, en realidad. Uno es un
perro -y le recordé a Snap, cuya historia ya le
había contado, y le relaté el incidente de su
repentina aparición y su extraordinaria memoria al
reconocerme-, y el otro -proseguí- es el señor
Weston, asistente del rector de Horton.
-¡El señor Weston! Nunca te lo he oído
nombrar.
-Sí, lo he mencionado varias veces, creo, pero
no te acuerdas.
Te he oído hablar del señor Hatfield.
-El señor Hatfield era el rector y el señor
Weston su ayudante; solía nombrarlo a veces por
contraste con el señor Hatfield, como un clérigo
más eficiente. No obstante, se encontraba en las
arenas esta mañana con el perro -se lo compraría, supongo, al cazador de ratas- y me ha
reconocido él además del perro, probablemente
gracias a éste. He tenido una conversación con él,
en el curso de la cual, como ha preguntado por
nuestra escuela, le he hablado algo de ti y tu buena gestión, y ha dicho que le gustaría conocerte, y
me ha preguntado si quería presentártelo si se
tomaba la libertad de visitamos mañana, así que
le he dicho que sí. ¿He hecho bien?
-Claro. ¿Qué clase de hombre es?
-Un hombre muy respetable, creo. Pero tú lo
conocerás mañana. Es el nuevo vicario de F-, y
como sólo lleva allí unas cuantas semanas,
supongo que no ha hecho amigos aún y quiere
algo de compañía.
Llegó el mañana. ¡Qué fiebre de ansiedad y
expectación me embargó desde el desayuno
hasta el mediodía, hora a la que se presentó.
Después de presentarlo a mi madre, me llevé
la labor a la ventana y me senté a esperar el
resultado de la entrevista.
Se llevaban estupendamente, para gran
satisfacción mía, pues me había sentido muy
ansiosa por lo que podía opinar mi madre de él.
No se quedó mucho tiempo esta vez; pero cuando
se levantó para despedirse, dijo que le encantaría
verlo cuando le viniese bien venir de nuevo. Y
cuando se hubo marchado, me alegró oírla decir:
-Bien, me parece que es un hombre muy
sensato. ¿Pero por qué te has sentado allí atrás,
Agnes -añadió-, y has hablado tan poco?
-Porque hablabas tú tan bien, mamá, que me
ha parecido que no necesitabas que yo te
ayudara. Además, vino a visitarte a ti,no amí.
Después de eso, nos visitaba a menudo, varias
veces a lo largo de cada semana. Solía dirigir la
mayoría de su conversación a mi madre, y no era
de sorprender, porque ella sí sabía conversar.
Casi le envidiaba la fluidez libre y vigorosa de su
discurso y el fuerte sentido que demostraba todo
lo que decía, y, sin embargo, no la envidiaba, pues
aunque de vez en cuando lamentaba por él mis
propias deficiencias, me proporcionaba un enorme
placer estar allí sentada escuchando a los dos
seres que quería y honraba más que nada en el
mundo charlando tan bien, con tanta amabilidad y
sensatez.
No siempre me quedaba callada, sin embargo,
ni me sentía en absoluto desatendida. Me hacía
tanto caso como yo deseaba: no faltaba una
palabra amable ni una mirada aun más amable,
me dedicaba un sinfín de delicadas atenciones,
demasiado finas y sutiles para expresar en
palabras y, por lo tanto, inenarrables, pero
profundamente sentidas.
Enseguida nos dejamos de ceremonias: el
señor Weston acudía como huésped esperado,
bien recibido a cualquier hora, y nunca
perturbando la economía de nuestros asuntos
domésticos. Incluso me llamaba «Agnes»; primero
pronunció el nombre con timidez pero, al darse
cuenta de que no ofendía a nadie, parecía
encontrar mucho más gusto en aquel título que en
«señorita Grey», y yo también.
¡Qué tediosos y grises eran los días que no
venía! Y sin embargo, no tristes, pues aún me
quedaban el recuerdo de la última visita y la
esperanza de la próxima para animarme. Pero
cuando pasaban dos o tres días sin que lo viera,
me llenaba de ansiedad, absurda, irracional,
porque naturalmente tenía que atender a sus
propios asuntos y los de su parroquia. Yo esperaba con pavor el fin de las vacaciones, porque
comenzarían reas obligaciones y a veces no
podría verlo y otras veces, cuando mi madre
estuviera en el aula, tendría que recibirlo a solas,
situación que no deseaba en absoluto... dentro de
la casa, aunque encontrarlo al aire libre y pasear a
su lado había resultado no ser desagradable en
absoluto.
Una tarde, sin embargo, durante la última
semana de las vacaciones, llegó,
inesperadamente, porque una fuerte tormenta a
primera hora de la tarde casi había destruido mis
esperanzas de verlo aquel día; pero ahora la
tormenta había pasado y el sol brillaba con fuerza.
-Preciosa tarde, señora Grey -dijo él al entrar-.
Agnes, quiero que venga usted a dar un paseo
conmigo hasta - (nombró una parte de la costa,
una empinada colina por el lado interior y un
escarpado precipicio por el del mar, desde cuya
cima se aprecia un espléndido panorama). La
lluvia ha fijado el polvo y enfriado y limpiado el
aire, y la vista será magnífica. ¿Quiere venir?
-¿Puedo ir, mamá?
-Sí, por supuesto.
Fui a prepararme y bajé en pocos minutos
aunque, naturalmente, me esmeré más al
arreglarme que si fuera simplemente a salir sola
de compras.
El chubasco ciertamente había tenido un efecto
muy beneficioso en el tiempo, y era una tarde
deliciosa. El señor Weston quiso que le cogiera del
brazo; dijo poco durante nuestro paso por las
calles abarrotadas, pero caminaba deprisa y
parecía serio y abstraído.
Me preguntaba qué le ocurriría y sentía un
temor indefinido de que estuviera preocupado por
algo desagradable; y me inquietaban bastante
vagas conjeturas sobre el motivo, por lo que me
quedé seria y callada. Pero estas fantasías
desaparecieron cuando llegamos a las afueras de
la ciudad, pues en cuanto tuvimos a la vista la
antigua iglesia venerable y la colina de -, con el
mar de un azul profundo al fondo, me pareció que
mi compañero estaba bastante alegre.
-Me temo que ando demasiado deprisa para
usted, Agnes -dijo-; en mi impaciencia por salir de
la ciudad, se me ha olvidado pensar en su
comodidad; pero ahora iremos tan despacio como
usted quiera. Veo, por aquellas ligeras nubes del
oeste, que habrá una maravillosa puesta de sol, y
estaremos a tiempo de presenciar sus efectos en
el mar, aunque caminemos despacio.
Cuando llegamos a mitad de la colina, se hizo
el silencio entre nosotros una vez más y él, como
siempre, fue el primero en romperlo.
-Mi casa está aún vacía, señorita Grey-observó
sonriente-, y ya conozco a todas las damas de mi
parroquia y a varias de esta ciudad; y conozco de
vista y de oídas a muchas más; pero ninguna de
ellas me conviene como compañera... a decir
verdad, sólo hay una persona en el mundo que
me conviene y es usted. Quiero saber qué
decide.
-¿Habla usted en serio, señor Weston?
-¡En serio! ¿Cómo puede usted pensar que
soy capaz de bromear sobre semejante cuestión?
Puso su mano sobre la mía que estaba
apoyada en su brazo: debió de notar cómo
temblaba... pero ya no importaba.
-Espero no haberme precipitado -dijo, con un
tono grave-. Debía usted de saber que no estaba
en mi carácter adular y decir dulces ñoñerías, ni
siquiera expresarle la admiración que sentía, y
que una sola palabra o mirada mía significaba
más que las melifluas frases y fervientes
protestas de la mayoría de los hombres.
Dije algo sobre no querer dejar a mi madre, y
no hacer nada sin su consentimiento.
-Lo he solventado todo con la señora Grey
mientras tú te ponías el sombrero -respondió él-.
Ha dicho que da su consentimiento si tú dabas el
tuyo; y le he pedido, por si me concedías la
felicidad, que viniera a vivir con nosotros, pues
estaba seguro de que tú lo preferirías. Pero se ha
negado, diciendo que ahora se podía permitir
contratar a una ayudante y que continuaría con la
escuela hasta poder comprar una anualidad
suficiente para mantenerse en una hospedería
cómoda. Y mientras tanto, pasaría las vacaciones
alternándose entre nosotros y tu hermana, y que
estaría contenta si tú eras feliz. Así que ya he
invalidado tus objeciones con respecto a ella.
¿Tienes alguna más?
-No, ninguna.
-¿Entonces me quieres? -preguntó,
apretándome ferviente la mano.
-Sí.
Aquí hago una pausa. Mi diario, de donde he
recopilado estas páginas, no va mucho más allá.
Podría seguir durante años; pero me contentaré
añadiendo que nunca olvidaré aquella gloriosa
tarde estival y que siempre recordaré con deleite
aquella colina empinada y rugosa, y el borde del
precipicio donde estuvimos juntos viendo la
espléndida puesta de sol reflejada en el inquieto
mundo de aguas que yacía a nuestros pies, con
los corazones repletos de agradecimiento al cielo
y de amor, casi demasiado repletos para hablar.
Unas cuantas semanas después, cuando mi
madre ya había conseguido una ayudante, me
convertí en la esposa de Edward Weston, y
nunca he tenido motivos para arrepentirme y
estoy segura de que nunca los tendré. Hemos
tenido pruebas, y sabemos que tendremos más;
pero las soportamos bien juntos y procuramos
fortalecernos mutuamente contra la separación
final, la mayor de todas las aflicciones para el
superviviente; pero, si no perdemos de vista el
glorioso paraíso que está más allá, donde nos
reuniremos de nuevo, y donde no se conocen el
pecado ni las penas, también sabremos soportarla; y, mientras tanto, intentamos vivir en la gloria
de Aquel que esparció tantas bendiciones en
nuestro camino.
Edward, con arduos esfuerzos, ha realizado
asombrosas reformas en su parroquia, y es
apreciado y querido por sus feligreses, tal como
merece, porque sean cuales sean sus defectos
como hombre (y nadie está totalmente libre de
ellos), desafío a cualquiera a que le critique como
pastor, marido o padre.
Nuestros hijos, Edward, Agnes y la pequeña
Mary, prometen mucho; su educación de
momento me corresponde a mí, y no les faltará
nada que los cuidados de una madre puedan dar.
Nuestros modestos ingresos son suficientes
para nuestras necesidades; y ejerciendo las
economías que aprendimos en tiempos más
difíciles, y nunca intentando imitar a nuestros
vecinos más prósperos, conseguimos no sólo
disfrutar de comodidades nosotros, sino ahorrar
un poco cada año para nuestros hijos y para dar
a los que lo necesitan.
Y ahora creo que he dicho bastante.

FIN


Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora