CAPÍTULO VIII. EL DEBUT

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A los dieciocho años, la señorita Murray
habría de salir de la tranquila oscuridad del aula
al esplendor del mundo elegante, tanto
esplendor, por lo menos, como era posible
encontrar fuera de Londres, pues a su papá no
se le pudo convencer para que dejase sus
placeres y actividades rurales para residir en la
ciudad ni siquiera unas cuantas semanas.
Iba a ser presentada en sociedad el tres de
enero, en un magnífico baile que su madre se
proponía dar para toda la nobleza y la clase
pudiente de O- y los alrededores en veinte millas
a la redonda. Por supuesto lo esperaba con
terrible impaciencia y enorme ilusión.
-Señorita Grey -me dijo una tarde, un mes
antes del día señalado, mientras yo leía
atentamente una larga y muy interesante carta de
mi hermana que apenas había mirado por la
mañana para asegurarme de que no contenía
malas noticias, y que había guardado hasta
ahora sin haber podido encontrar un momento de
tranquilidad para leerla-. Señorita Grey, ¡haga el
favor de guardar esa carta tonta y aburrida y
escucharme a mí! Estoy segura de que mi
conversación debe de ser más interesante.
Se sentó en el escabel que había a mis pies,
mientras yo, suprimiendo un suspiro de vejación,
comencé a doblar la carta. -Debería decir a la
buena gente de su casa que no la aburran con
cartas tan largas -dijo-, y, sobre todo, dígales que
escriban en papel adecuado para cartas y no en
aquellas hojas grandes y ordinarias. Debería ver
las notitas encantadoras y femeninas que escribe
mamá a sus amistades.
-La buena gente de mi casa -respondí- sabe
de sobra que cuanto más largas son sus cartas,
más me gustan. Lamentaría mucho recibir una
notita encantadora y femenina de alguno de
ellos, y pensé que usted, señorita Murray, sería
demasiado señora para hablar de la «ordinariez»
de escribir sobre una hoja grande de papel.
-Bien, sólo lo he dicho para tomarle el pelo.
Pero ahora quiero hablar del baile, y decirle que
debe posponer sus vacaciones hasta después.
-¿Por qué? Si no voy a estar presente en el
baile.
-No, pero verá las habitaciones arregladas
antes de que empiece y oirá la música y, sobre
todo, ¡verá mi espléndido vestido nuevo! Estaré
tan encantadora que estará usted dispuesta a
rendirme culto. Debe quedarse.
-Me gustaría mucho verla, pero tendré
muchas oportunidades de verla igualmente
encantadora en ocasión de alguno de los
innumerables bailes y fiestas futuros, y no puedo
decepcionar a los míos posponiendo tanto tiempo
mi regreso.
-¡Oh, qué importan los suyos! Dígales que no
dejamos que se marche.
-Pero, a decir verdad, para mí también sería
una decepción; tengo tantas ganas de verlos a
ellos como ellos a mí, o quizás más.
-Bien, pero es poco tiempo.
-Casi quince días, según mis cálculos.
Además, no soporto la idea de unas Navidades
pasadas lejos de mi casa. Y por otra parte, se va
a casar mi hermana.
-¿De veras? ¿Cuándo?
-No hasta el mes que viene; pero quiero estar
allí para ayudarla a hacer los preparativos y
aprovecharme de su compañía el poco tiempo
que aún estará con nosotros.
-¿Por qué no me lo ha contado antes?
-Acabo de enterarme de la noticia en esta
carta, que usted tacha de aburrida y tonta, y no
me permite leer.
-¿Con quién se va a casar?
-Con el señor Richardson, vicario de una
parroquia vecina.
-¿Es rico?
-No, sólo acomodado.
-¿Es guapo?
-No, sólo pasable.
-¿Joven?
-No, sólo de mediana edad.
-¡Dios santo! ¡Qué desgracia! ¿Cómo es la
casa?
-Una pequeña vicaría, con un porche cubierto
de hiedra, un jardín anticuado y...
-¡Deténgase! Me estoy poniendo enferma.
¿Cómo puede soportarlo ella?
-Supongo que no sólo va a soportarlo, sino
que va a ser muy feliz. No me ha preguntado
usted si el señor Richardson es un hombre
bueno, sensato o amable. Le habría respondido
que sí a todas estas preguntas, por lo menos a
Mary se lo parece, y espero que no descubra que
se ha equivocado.
-Pero, pobre criatura, ¿cómo puede pensar en
pasarse la vida allí, enjaulada con aquel viejo
desagradable, sin ninguna esperanza de
escaparse?
-No es viejo; sólo tiene treinta y seis o siete; y
ella ya tiene veintiocho, y es tan seria como si
tuviese cincuenta.
-Oh, eso está mejor, pues son tal para cual;
pero ¿a él lo llaman «el respetable vicario»?
-No lo sé, pero si lo llaman así, creo que se
merece el epíteto.
-¡Santo cielo, es espantoso! ¿Y ella llevará un
delantal blanco y hará tartas y pasteles?
-No sé si llevará delantal blanco, pero seguro
que hará tartas y pasteles de vez en cuando.
Pero no será un trabajo demasiado penoso para
ella, pues ya lo ha hecho antes.
-¿E irá por ahí con un sencillo chal y un gran
sombrero de paja, llevando versículos y caldos
de hueso a los pobres feligreses de su marido?
-No estoy segura, pero sí sé que hará todo lo
que pueda para que estén cómodos de cuerpo y
de alma, siguiendo el ejemplo de nuestra madre.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora