CAPÍTULO VII. HORTON LODGE

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EL treinta y uno de enero era un día
desapacible y tormentoso; soplaba un fuerte
viento del norte, y una constante ventisca se
amontonaba en el suelo y remolineaba por el aire.
Mi familia hubiera querido que retrasase mi
partida, pero, temerosa de predisponer a mis
patrones en mi contra por semejante falta de
puntualidad al inicio de mi compromiso, insistí en
cumplir lo acordado.
No infligiré a los lectores el castigo de una
descripción de mi partida aquella mañana oscura
e invernal, de las cariñosas despedidas, del largo,
larguísimo viaje a O-, de las solitarias esperas en
las posadas por coches o trenes -pues entonces
ya había algunos ferrocarriles y, finalmente, del
encuentro en O- con el criado del señor Murray, a
quien habían mandado con el faetón para
llevarme desde allí a Horton Lodge.
Sólo diré que la fuerte nevada había puesto
tantos obstáculos a los caballos y a las máquinas
de tren que ya se había hecho de noche unas
cuantas horas antes de que alcanzase el término
de mi viaje, y que al final se desató una tormenta
muy desalentadora, que convirtió el espacio de
unas cuantas millas que hay entre O- y Horton
Lodge en una travesía larga y formidable. Estuve
sentada resignada, la fría y cortante nieve
atravesándome el velo y amontonándoseme en el
regazo, sin ver nada, preguntándome cómo el
pobre caballo y el pobre cochero podían
progresar siquiera tan bien como lo hacían, y
verdaderamente era una manera lenta y laboriosa
de progresar por decir poco.
Por fin hicimos una pausa; y a un grito del
cochero, alguien corrió el cerrojo y giró sobre
unos chirriantes goznes lo que parecía ser la
puerta del parque. Luego avanzamos por un camino más suave, donde de vez en cuando
vislumbraba una enorme masa blanquecina que
centelleaba a través de la oscuridad, que tomé
por un árbol cubierto de nieve.
Después de bastante tiempo hicimos una
nueva pausa, ante el elegante pórtico de una
casa grande con largas ventanas que llegaban al
suelo.
Me levanté con alguna dificultad de debajo de
la montaña de nieve que me cubría y me apeé del
carruaje, esperando que una recepción amable y
hospitalaria me compensaría por las penas y
fatigas del día. Un personaje caballeroso vestido
de negro abrió la puerta, admitiéndome a un
espacioso vestíbulo iluminado por una lámpara de
color ámbar que colgaba del techo; me condujo a
través de éste, a lo largo de un corredor y,
abriendo la puerta de un cuarto trasero, me dijo
que era el aula. Entré y encontré a dos jóvenes
damas y dos jóvenes caballeros, mis futuros
alumnos, supuse. Después de un saludo formal,
la muchacha mayor, que jugueteaba con un pedazo de lienzo y una cesta de lanas alemanas13, me
preguntó si quería subir a mi cuarto.
Contesté afirmativamente, como es natural.
-Matilda, coge una vela y acompáñala a su
habitación -dijo.
La señorita Matilda, una robusta jovenzuela de
unos catorce años, con un vestido corto y
pantalones, se encogió de hombros e hizo una
pequeña mueca, pero cogió una vela y me
precedió por la escalera de atrás, por dos tramos
largos y empinados, y a través de un largo pasillo
hasta una habitación pequeña pero
tolerablemente cómoda. Entonces me preguntó si
quería té o café. Estuve a punto de responder que
no, pero, recordando que no había tomado nada
desde las siete de la mañana y sintiéndome algo
desmayada por esta causa, dije que tomaría una
taza de té. Asegurándome de que se lo diría a
«Brown», se marchó la joven; y cuando me hube
quitado la capa pesada y húmeda, el chal, el
sombrero y lo demás, vino una melindrosa
doncella a decir que las señoritas querían saber si
tomaría el té allí arriba o en el aula. Con la excusa
del cansancio, decidí tomarlo allí. Se retiró y,
después de un rato, regresó con una pequeña
bandeja de té, que colocó en la cómoda que
hacía las veces de tocador. Después de darle las                                                 
gracias con cortesía, le pregunté a qué hora se
esperaba que me levantase por la mañana.
-Las señoritas y los señoritos desayunan a las
ocho y media, señora -me dijo-; se levantan
temprano, pero como rara vez dan las clases
antes del desayuno, supongo que estará bien que
se levante usted poco después de las siete.
Le pedí que me hiciera el favor de
despertarme a las siete y, prometiendo que así lo
haría, se retiró. Entonces, después de romper el
largo ayuno con una taza de té y unas finas
rebanadas de pan con mantequilla, me senté
junto al pequeño fuego humeante y me entretuve
con un espontáneo ataque de llanto; después de
lo cual dije mis oraciones y entonces, sintiéndome
considerablemente aliviada, empecé los
preparativos para acostarme; pero dándome
cuenta de que no me habían subido el equipaje,
inicié la búsqueda de la campana, y no
encontrando señales de objeto tan útil en ningún
rincón del cuarto, cogí la vela y me embarqué a
través del largo pasillo y por la empinada escalera
en un viaje de reconocimiento. Al encontrarme
con una dama bien vestida por el camino, le dije
lo que quería, pero no sin gran vacilación, pues
no estaba muy segura si sería una criada superior
o la mismísima señora Murray. Dio la casualidad,
sin embargo, de que era su doncella personal.
Con el aire de alguien que concede un favor
excepcional, se dignó encargarse de hacer que
me enviasen las cosas; y cuando hube regresado
a mi habitación y esperado perpleja mucho rato,
con gran temor de que se le hubiera olvidado o
hubiera dejado de cumplir su promesa, dudando
si debía seguir esperando, acostarme o volver a
bajar, al fin se me reavivaron las esperanzas al
oír voces y risas, acompañadas de pisadas en el
corredor, y al poco me trajeron el equipaje una
doncella con aspecto tosco y un hombre, ninguno
de los cuales reflejó en su comportamiento mucho
respeto hacia mi persona.
Habiendo cerrado la puerta al retirarse ellos y
sacado algunas cosas de las maletas, por fin me
dispuse a descansar, con bastante gusto, pues
me sentía fatigada en cuerpo y alma.
Con una extraña sensación de desolación
mezclada con una fuerte conciencia de lo
novedoso de mi situación y una curiosidad exenta
de alegría por lo que había de venir, desperté a la
mañana siguiente, sintiéndome como alguien
transportado por un hechizo y lanzado de repente
desde las nubes a una tierra remota y extraña,
completamente aislada de todo lo que hubiera
visto o conocido antes; o como una semilla de
cardo llevada por el viento a algún recóndito
rincón de suelo hostil, donde debía permanecer
mucho tiempo hasta echar raíces y germinar, si
es que tal cosa es posible, nutriéndose de algo
tan ajeno a su naturaleza. Pero esto no da en
absoluto una idea exacta de mis sentimientos; y
nadie que no haya vivido una vida tan retirada y
recoleta como la mía puede imaginar cuáles eran,
ni siquiera si sabe lo que significa despertar una
mañana para encontrarse en Port Nelson en
Nueva Zelanda, con un mundo de aguas entre
él y todos los suyos.
Tardaré en olvidar la extraña sensación con la
que levanté la persiana y miré el mundo
desconocido: todo lo que encontraron mis ojos
fue un desierto blanco, un yermo de
Desiertos pasados por nieve,
y bosquecillos bien cargado.
Bajé al aula sin gran avidez por reunirme con
mis alumnos, aunque tampoco desprovista del
todo de curiosidad por lo que podría revelar un
trato más estrecho con ellos. Entre otras cosas de
más obvia importancia, me propuse hacer una
cosa: debía llamarles señorita y señorito. Me
pareció de una meticulosidad desalentadora y
antinatural entre los hijos de una familia y su
profesora y compañera cotidiana, especialmente
cuando aquéllos estaban en plena niñez, como en
el caso de Wellwood House; pero incluso allí, el
que llamase a los pequeños Bloomfield
simplemente por sus nombres se había tomado
por una libertad ofensiva, como sus padres se
habían preocupado de comunicarme,
nombrándoles cuidadosamente como el señorito
y la señorita Bloomfield, etc., cuando hablaban
conmigo. Había tardado mucho en darme por
aludida, pues todo el asunto me pareció de lo
más absurdo; pero ahora decidí ser más sensata,
y comenzar desde el principio con toda la
formalidad y ceremonia que pudiera desear
cualquier miembro de la familia. Además, al ser
mayores los jóvenes, me costaría menos trabajo,
aunque las palabras señorita y señorito parecían
estar dotadas de un efecto sorprendente para
reprimir toda amabilidad familiar y sincera y
extinguir cada llamarada de cordialidad que
pudiera surgir entre nosotros.
Como no me siento capaz, a la manera de
Dogbeny, de descargar todo lo tedioso sobre el
lector, no pasaré a aburrirle con los detalles
precisos de todos los descubrimientos y procederes de aquel día y el siguiente. Sin duda se
sentirá muy satisfecho con un ligero bosquejo de
los diferentes miembros de la familia, y un
panorama general del primer año o dos de mi
estancia entre ellos.
Para empezar con el cabeza de familia, el
señor Murray era, según la opinión general, un
terrateniente fanfarrón y jaranero, aficionado a la
caza del zorro, experto jinete y veterinario,
agricultor activo y pragmático y un entusiasta bon
vivant; y digo según la opinión general porque,
con excepción de los domingos cuando iba a la
iglesia, yo no le veía de un mes al siguiente, a no
ser que me cruzara por casualidad con la figura
de un caballero alto y corpulento, con mejillas
escarlata y nariz carmesí al cruzar el vestíbulo o
pasear por el jardín. En tales ocasiones, si
pasaba lo bastante cerca como para poder
hablar, solía dedicarme una inclinación informal
de cabeza, acompañada de un «Buenos días,
señorita Grey» o un saludo igualmente breve. A
menudo oía sus fuertes carcajadas desde lo lejos,
y aun más a menudo lo oía renegar y blasfemar
contra los criados, el palafrenero, el cochero o
algún otro sirviente desafortunado.
La señora Murray era una vistosa y bien
parecida dama de cuarenta años, que no
necesitaba de colorete ni de rellenos para
aumentar sus encantos, y cuyos principales
placeres eran, o parecían ser, dar frecuentes
fiestas y vestir a la ultimísima moda.
No la vi hasta las once de la mañana siguiente
a mi llegada, cuando me honró con una visita,
exactamente igual que mi madre solía acudir a la
cocina pasa ver a una nueva doncella... pero
tampoco, pues mi madre la habría ido a ver nada
más llegar, y no habría esperado hasta el día
siguiente. Además, se habría dirigido a ella de
manera más abierta y amable, y le habría
dedicado alguna palabra de aliento amén de la
simple explicación de sus deberes; pero la señora
Murray no hizo ni una cosa ni la otra.
Simplemente se dejó caer por el aula, a su
regreso de encargar el almuerzo en la habitación
del ama de llaves, me deseó los buenos días, se
quedó de pie dos minutos junto al fuego, dijo
algunas palabras referentes al tiempo y el viaje
«algo duro» que debí de sufrir el día anterior,
acarició a su benjamín -un muchacho de diez
años, que acababa de limpiarse las manos en su
vestido, después de darse el gusto de comer
algún sabroso bocado tomado de la despensa del
ama de llaves-, me contó lo dulce y bueno que
era, y después salió majestuosamente, con una
sonrisa satisfecha en la cara, pensando, sin duda,
que había cumplido sobradamente de momento y
que además había sido deliciosamente condescendiente. Era evidente que sus hijos
compartían su opinión, y sólo yo pensaba de otro
modo.
Después de esto vino a verme una o dos
veces, en ausencia de mis alumnos, para
informanne de mis obligaciones para con ellos.
En cuanto a las chicas, parecía ansiosa de que
adquirieran sólo tal cantidad de atractivos
superficiales y destrezas ostentosas como no les
causara molestias o fastidios adquirir; y yo debía
de actuar en consonancia: estudiar y esforzarme
por divertirlas y complacer, instruir, refinar y
pulirlas con el mínimo esfuerzo por su parte y sin
ejercer ninguna autoridad por la mía. Con
respecto a los dos muchachos, pretendía más o
menos lo mismo, sólo que en vez de destrezas
debía llenarles la cabeza todo lo que podía de
gramática latina y del Delectus de Valpy, en
preparación para el colegio, es decir, todo lo que
podía sin causarles incomodidad a ellos. Puede
que John fuese «una pizca fogoso» y Charles un
poco «nervioso y tedioso...».
-Pero en cualquier caso, señorita Grey -me
dijo-, espero que usted mantenga la calma y
siempre sea paciente y tolerante, sobre todo con
el querido Charles, que es tan nervioso y
sensible, y está desacostumbrado a nada que no
sea el trato más suave. Me perdonará por decirle
estas cosas; el caso es que hasta ahora todas las
institutrices, incluso las mejores, me han parecido
deficientes en este respecto. Les faltaba ese carácter manso y sosegado que san Mateo18, o
algún otro, dice que es mejor que cubrirse de
adornos... usted sabrá a qué pasaje me refiero,
pues es hija de clérigo, pero no dudo de que
usted cumplirá en este aspecto como en el resto.
Y recuerde, en todas las ocasiones, cuando
alguno de los jóvenes hace algo inadecuado, si
no se las arregla con persuasión y reproches, que
venga uno de los otros a contármelo a mí, porque
yo puedo hablarles más llanamente de lo que
sería correcto que lo hiciera usted. Y hágales todo
lo felices que pueda, señorita Grey, y me atrevo a
decir que le irá muy bien.
Me di cuenta de que mientras que la señora
Murray se preocupaba sobremanera por el
bienestar y felicidad de sus hijos y hablaba
continuamente de ello, ni una vez se refirió a los
míos, aunque ellos estaban en su propia casa y
rodeados de los suyos y yo era una forastera
entre extraños; yo aún no conocía bastante el
mundo como para no sorprenderme considerablemente por esta anomalía.
La mayor de las señoritas Murray, por otro
nombre Rosalie, tenía unos dieciséis años
cuando yo llegué y era una joven muy bonita. Dos
años después, cuando el tiempo hubo desarrollado más sus formas y añadido gracia a su
porte y presencia, se hizo realmente bella, de una
manera absolutamente fuera de lo común. Era
alta y esbelta, pero no delgada, perfectamente
formada, exquisitamente rubia, pero sin carecer
de una frescura lozana y saludable. El cabello,
que llevaba peinado en profusión de largos
tirabuzones, era de un castaño muy claro, casi
dorado, los ojos de un azul celeste, pero tan
claros y brillantes que casi nadie querría que
fuesen más oscuros, sus demás facciones eran
pequeñas, no del todo regulares y tampoco lo
contrario, por lo que nadie dudaría en
pronunciarla una muchacha preciosísima. Ojalá
pudiera decir lo mismo de su mente y su
disposición que de su figura y su semblante.
Sin embargo, no piensen que tengo que hacer
ninguna terrible revelación: era vivaz, alegre y
podía ser muy agradable, con los que no le
llevaran la contraria. Conmigo, al principio de mi
estancia era fría y altiva, y luego insolente y
arrogante; pero al conocernos más, poco a poco
dejó a un lado sus aires, y con el tiempo llegó a
tenerme tanto afecto como le era posible a ella
tenerle a alguien de mi carácter y posición;
porque rara vez se olvidaba durante más de
media hora seguida de que yo era una empleada
y la hija de un clérigo pobre. Y no obstante, en
general, creo que me respetaba más de lo que
ella misma se daba cuenta, porque yo era la
única persona de aquella casa que siempre
manifestaba buenos principios, habitualmente
decía la verdad y procuraba anteponer el deber a
la inclinación; y digo esto no para alabarme yo
sino para mostrar el estado deplorable de la
familia a la que dedicaba, de momento, mis
servicios. No había ningún miembro de la familia
en que lamentase esta falta de principios más que
en la propia señorita Rosalie; no sólo porque se
hubiera encariñado conmigo, sino porque ella
misma poseía tanta amabilidad y simpatía que, a
pesar de sus defectos, la apreciaba realmente,
cuando no me indignaba o me exasperaba con un
despliegue demasiado importante de sus
defectos, los cuales, no obstante, hubiera querido
pensar, eran más el efecto de su educación que
de su disposición. Nunca le habían enseñado a
distinguir entre el bien y el mal. Como a sus
hermanos, desde la infancia le habían permitido
tiranizar a sus niñeras, institutrices y doncellas; no
le habían enseñado a moderar sus deseos,
controlar su genio o sacrificar sus propios
placeres por el bien ajeno. Al tener un
temperamento bueno por naturaleza, nunca era
violenta o arisca, pero por un exceso de
complacencia y una falta habitual de razón, a
menudo era quisquillosa y caprichosa; nunca le
habían cultivado la mente: su intelecto era, como
mucho, bastante escaso. Tenía bastante
vivacidad, algo de rapidez perceptiva, y un poco
de talento para la música y el aprendizaje de los
idiomas, pero hasta los quince años no se había
molestado en aprender nada. Entonces un afán
de protagonismo había despertado sus facultades
y le había inducido a aplicarse, pero sólo en las
habilidades más vistosas. Y así estaban las cosas
cuando llegué yo: todo estaba relegado a un
segundo término menos el francés, el alemán, el
canto, el baile, las labores de costura y un poco
de dibujo, el tipo de dibujo que produjera el
máximo efecto con el mínimo esfuerzo, y las
partes principales del cual generalmente realizaba
yo. Para la música y el canto, además de mis
enseñanzas esporádicas, disfrutaba de los
servicios del mejor profesor que había en la
región; y en estas destrezas, además de en el
baile, adquirió gran pericia. A decir verdad,
dedicaba demasiado tiempo a la música, como
yo, simple institutriz que era, le decía con
frecuencia. Pero su madre opinaba que si le
gustaba, era imposible que dedicara demasiado
tiempo a adquirir unos conocimientos tan
atractivos.
De las labores yo no sabía nada más de lo que
me había explicado mi alumna y lo que había
visto por mí misma; pero una vez iniciada, me
utilizaba ésta de veinte maneras diferentes: pasó
a mis hombros todas las partes tediosas de su
labor, tales como preparar los bastidores, fijar el
lienzo, clasificar las lanas y las sedas, hacer los
rellenos, contar las puntadas y acabar las piezas
cuando ella se cansaba de ellas.
A los dieciséis años, la señorita Rosalie era
algo traviesa, pero no más de lo normal y
permisible en una joven de esa edad; pero a los
diecisiete, esa propensión, como todo lo demás,
comenzó a dar paso a la pasión predominante y
pronto quedó engullida por la ambición
absorbente de atraer y deslumbrar al sexo
contrario. Pero basta de hablar de ella: veamos
ahora a su hermana.
La señorita Matilda Murray era una verdadera
tunanta de la que poco hay que decir. Tenía unos
dos años y medio menos que su hermana, las
facciones más grandes y el cutis mucho más
moreno. Era posible que se convirtiera en una
mujer bien parecida, pero era demasiado grande
y torpe para ser considerada una joven bonita y,
de momento, le importaba bien poco. Rosalie
conocía todos sus encantos y los creía aun
mayores de lo que eran, y los valoraba más de lo
que hubiera debido valorarlos aunque hubiesen
sido tres veces más grandes. Matilda se veía muy
bien, pero la cuestión le preocupaba poco, y aun
menos le preocupaban el cultivo de la mente y la
adquisición de talentos sociales. La manera en la
que aprendía las lecciones y practicaba la música
estaba calculada para hacer enloquecer a
cualquier institutriz. Por cortas y fáciles que
fuesen sus tareas, las hacía sin orden o concierto
en cualquier momento, si es que las hacía, pero
generalmente en los momentos menos oportunos,
de la forma menos beneficiosa para ella misma y
la menos satisfactoria para mí. Durante la media
hora corta de práctica de la música, cencerreaba
de forma horrible; mientras tanto, no cesaba de
insultarme o por interrumpirle para corregirle o por
no rectificar sus errores antes de cometerlos, o
por algún otro motivo igualmente poco razonable.
Una o dos veces me atreví a reñirle en serio
por una conducta tan irracional, pero en cada una
de estas ocasiones recibí unas reconvenciones
tan sentidas de parte de su madre que me
convencieron de que, si quería mantenerme en el
puesto, debía dejar a la señorita Matilda que
siguiera a su aire.
Cuando acababan las lecciones, sin embargo,
generalmente terminaba también su mal humor.
Mientras montaba en su brioso caballo o
jugueteaba con los perros, o con sus hermanos,
pero sobre todo con su querido hermano John,
estaba más contenta que unas pascuas.
Como animal, Matilda estaba bien, llena de
vida, vigor y actividad; como ser inteligente, era
bárbaramente ignorante, indócil, descuidada e
irracional, y por lo tanto, muy perturbadora para
quien tuviera la tarea de cultivar su
entendimiento, reformar sus modales y ayudarle a
adquirir el refinamiento que ella, a diferencia de
su hermana, despreciaba tanto como lo
demás. Su madre era parcialmente consciente de
sus deficiencias y me dio muchos sermones
sobre cómo debía intentar formar sus gustos y
procurar despertar y alimentar su latente vanidad
y, por medio de hábil e insinuante adulación, dirigir su atención hacia los objetivos deseados -cosa
que yo no quería hacer- y cómo debía preparar y
allanar el camino del aprendizaje hasta que
pudiera deslizarse por él sin hacer el más mínimo
esfuerzo, cosa que no podía hacer, porque nada
útil puede enseñarse sin un poco de esfuerzo por
parte del aprendiz.
Moralmente hablando, era temeraria,
voluntariosa, violenta e incapaz de avenirse a
razones. Una prueba del estado lamentable de su
mente era que, siguiendo el ejemplo de su padre,
había aprendido a blasfemar como un arriero.
Su madre se sentía muy escandalizada por
esta «travesura poco femenina» y se preguntaba
«dónde la habría aprendido».
-Pero usted no tardará en hacérsela olvidar,
señorita Grey -me dijo-; sólo es una costumbre, y
si usted se lo recuerda con delicadeza cada vez
que lo hace, estoy segura de que pronto dejará
de hacerlo.
No sólo se lo «recordaba con delicadeza»,
sino que intentaba hacerle ver qué impropio era y
qué perturbador para los oídos de las personas
decentes; pero era inútil; me respondía
simplemente con una risa desenfadada y las
palabras:
-¡Oh, señorita Grey! La he escandalizado.
¡Qué contenta estoy!
-Bien, no puedo evitarlo. Papá no hubiera
debido enseñarme. Lo he aprendido todo de él, y
quizás un poco del cochero.
Su hermano John, alias el señorito Murray,
tendría unos once años cuando yo llegué, y era
un muchachote corpulento y sano, franco y
bonachón por lo general, y hubiera podido ser un
joven estupendo si hubiese sido educado adecuadamente, pero era tan bruto como un osezno,
alborotado, revoltoso, indisciplinado, ineducado,
ineducable... por lo menos para una institutriz
vigilada por su madre. Puede que en la escuela
sus maestros lo manejaran mejor, pues lo iban a
mandar a la escuela, para gran alivio mío, al año
siguiente, en un estado, hay que decir, de
escandalosa ignorancia del latín, además de las
cosas más útiles aunque también más descuidadas. Sin duda todo esto se achacaría a que su
educación había sido confiada a una maestrilla
ignorante, que se había atrevido a emprender
algo para lo que era totalmente incompetente. No
me libré de su hermano hasta doce meses
después, cuando a él también lo despacharon en
el mismo estado de vergonzosa ignorancia como
el primero.
El señorito Charles era el favorito de su madre.
Tenía algo más de un año menos que John, pero
era mucho más pequeño, más pálido y menos
activo y robusto; un niño quisquilloso, cobarde,
caprichoso y egoísta, sólo activo para cometer
travesuras, y sólo inteligente para inventar
embustes, no simplemente para disimular sus
propios defectos, sino, con maliciosa crueldad,
para crear inquina entre los demás. A decir
verdad, el señorito Charles era un gran fastidio
para mí: era una prueba para la paciencia convivir
con él pacíficamente; cuidarlo era peor; y
enseñarle, o pretender enseñarle, era impensable.
A los diez años no sabía leer correctamente el
renglón más sencillo del libro más fácil; y puesto
que, según los principios de la madre, había que
decirle cada palabra antes de que tuviese tiempo
de vacilar o de examinar su ortografía y nunca
había que informarle, como estímulo para que se
esforzase, de que había otros muchachos más
adelantados que él, no es sorprendente que
hiciese pocos progresos durante los dos años que
yo me encargué de su educación.
Había que repetirle sus diminutas porciones de
gramática latina etc. hasta que él decidiera decir
que ya se las sabía, y luego había que ayudarle a
decirlas. Si cometía errores en las sencillas
operaciones aritméticas, había que enseñárselos
enseguida y hacerle las operaciones
correctamente, en vez de dejarle ejercer sus
facultades buscándolos él mismo; de esta forma,
por supuesto, no se afanaba por evitar los
errores, sino que frecuentemente ponía los
números al azar sin hacer ningún cálculo.
Sin embargo, no siempre me limitaba a cumplir
estas normas; hacerlo iba contra mi conciencia;
pero rara vez conseguía desviarme de ellas ni
siquiera un poco sin incurrir en la cólera de mi
pequeño alumno, y después en la de su mamá, a
quien narraba mis transgresiones,
maliciosamente exageradas o adomadas con
fantasías suyas; y a menudo, en consecuencia,
estuve a punto de perder o renunciar a mi puesto.
Pero por el bien de los míos, me tragaba el
orgullo y contenía la indignación, y así logré
seguir adelante hasta que mi pequeño
atormentador fue enviado a la escuela, pues su
padre declaró que la educación en el hogar «no le
iba bien, estaba claro; su madre lo mimaba de
manera ultrajante y su institutriz era incapaz de
sacarle partido».
Unas cuantas observaciones más sobre
Horton House y lo sucedido allí, y dejaré las
áridas descripciones de momento. Era una casa
muy respetable, superior a la del señor Bloomfield
tanto por su edad y tamaño como por su
magnificencia: el jardín no estaba diseñado con
tanto gusto, pero en lugar de un simple césped
bien segado y jóvenes árboles protegidos por
vallas, el bosquecillo de álamos intrusos y la
plantación de abetos, había un amplio parque,
repleto de ciervos y embellecido por hermosos
árboles añosos. El paisaje de los alrededores era
agradable, con sus campos fértiles, sus árboles
frondosos, sus tranquilos caminos verdes y sus
alegres setos salpicados de flores silvestres en
toda su extensión; pero era tristemente llano para
una persona nacida y criada entre las escarpadas
colinas de -.
Nos hallábamos situados a unas dos millas de
la iglesia de la aldea y, en consecuencia, el
carruaje familiar se sacaba todos los domingos
por la mañana y a veces con más frecuencia.
A los señores Murray generalmente les
parecía suficiente dejarse ver en la iglesia una
vez a lo largo del día, pero frecuentemente los
chicos optaban por ir una segunda vez en lugar
de deambular por el jardín sin nada que hacer.
Si algunos de mis alumnos decidían ir
andando y llevarme con ellos, a mí me venía bien;
de otro modo, mi puesto en el carruaje consistía
en apretujarme en el rincón más alejado de la
ventanilla abierta, de espaldas a los caballos,
puesto que invariablemente me producía mareo; y
si no me veía obligada a salir de la iglesia a mitad
del servicio, una sensación de languidez y
angustia interfería con mis devociones, junto con
el temor atormentador de ponerme peor; y solía
acompañarme un dolor de cabeza deprimente
durante el resto del día, que de otro modo hubiera
sido un día de asueto muy bien recibido y de goce
tranquilo y piadoso.
-Es muy raro, señorita Grey, que siempre se
maree usted en el carruaje --comentaba la
señorita Matilda-. A mí no me ocurre nunca.
-A mí tampoco -decía su hermana-, pero
supongo que me marearía si me sentase donde
ella: un sitio feo y desagradable, señorita Grey; no
sé cómo puede soportarlo.
-Oh, pero si es un trayecto muy corto, y si no
me mareo en la iglesia, no me importa.
Si se me pidiese hacer una descripción de las
habituales divisiones y disposiciones del día, me
resultaría muy difícil. Tomaba todas las comidas
en el aula con mis alumnos, a las horas que se
les antojaban a ellos: a veces llamaban para
reclamar el almuerzo antes de que estuviera
medio cocinado; a veces lo dejaban esperar
sobre la mesa más de una hora, y luego se
disgustaban porque las patatas estaban frías y la
salsa cuajada de grasa solidificada; a veces
tomaban el té a las cuatro; frecuentemente reñían
a los criados por no servirlo precisamente a las
cinco; y cuando obedecían estas órdenes, para
alentar la puntualidad, solían dejarlo intacto sobre
la mesa hasta las siete o las ocho.
Las horas de estudio se organizaban más o
menos del mismo modo: nunca me pedían mi
opinión ni tenían en cuenta mi bienestar. A veces
John y Matilda decidían «despachar todos los
asuntos enojosos antes del desayuno» y
enviaban a la doncella a despertarme a las cinco
y media, sin ningún escrúpulo ni disculpa. A
veces me decían que estuviera preparada para
las seis, y habiéndome vestido de prisa, bajaba a
un cuarto vacío, y tras esperar ansiosa largo rato,
me enteraba de que habían cambiado de idea y
estaban todavía en la cama. O quizás, si era una
espléndida mañana de verano, Brown venía a
decirme que los jóvenes caballeros y damas se
habían cogido el día de fiesta y habían salido; en
tales ocasiones, me quedaba esperando el
desayuno hasta estar casi a punto de desmayarme, pues ellos habrían tomado alguna
cosa antes de marcharse.
A menudo daban las clases al aire libre, a lo
que yo no tenía nada que objetar, excepto que
frecuentemente me constipaba al sentarme en la
hierba húmeda o al exponerme al rocío de la
tarde o a alguna corriente traicionera, que no
parecía afectarles a ellos de ninguna manera.
Estaba bien que fuesen robustos; sin embargo,
hubieran debido aprender a tener consideración
por los que lo éramos menos. Pero no debo
culparles por lo que, quizás, fuera culpa mía,
pues nunca hacía objeciones a sentarme donde
ellos querían, tontamente decidida a correr el
riesgo antes de molestarles a causa de mi
bienestar.
Su forma indecorosa de dar las clases era tan
llamativa como el capricho exhibido en su
elección de la hora y el lugar. Mientras recibían
mis enseñanzas o repetían lo que habían
aprendido, se repantigaban en el sofá, se
tumbaban en la alfombra, se desperezaban,
bostezaban, hablaban entre sí o miraban por la
ventana, mientras que yo no podía ni atizar el
fuego ni recoger un pañuelo que se me hubiera
caído sin que alguno de mis alumnos me
reprochase mi falta de atención o me decía que
«a mamá no le gustaría que fuera tan descuidada».
Los criados, viendo la poca estima que tenían
para la institutriz tanto los padres como los hijos,
regulaban su comportamiento por el mismo
patrón.
A menudo los defendía a ellos, a riesgo de
algún perjuicio para mí misma, de la tiranía e
injusticia de sus jóvenes amos; y siempre procuré
darles tan pocas molestias como me fuera
posible; pero ellos descuidaban absolutamente
mi bienestar, despreciaban mis peticiones y
desatendían mis instrucciones. Estoy convencida
de que no todos los criados hubiesen actuado de
esta forma; pero los sirvientes en general, siendo
ignorantes y poco acostumbrados a razonar y
reflexionar, son muy fácilmente corrompidos por
la negligencia y el mal ejemplo de sus superiores;
y éstos, creo yo, no habían sido nunca de
primera categoría.
Algunas veces me sentía degradada por la
vida que llevaba y avergonzada por someterme a
tantas vejaciones; y a veces me sentía
absolutamente idiota por preocuparme tanto por
ellos, y me parecía que me faltaba humildad
cristiana, o que la caridad, que es longánima y
benigna, no busca lo suyo, no se irrita, todo lo
excusa, todo lo tolera
.
Pero, con el tiempo y con paciencia, los
asuntos mejoraron un poco, lenta, la verdad sea
dicha, y casi imperceptiblemente; pero me
deshice de mis alumnos masculinos (que no era
poca ventaja) y las chicas, como insinué antes al
referirme a una de ellas, se hicieron algo menos
insolentes y comenzaron a mostrarme algunos
síntomas de aprecio.
La señorita Grey era una criatura extraña;
nunca adulaba, no las elogiaba lo suficiente, ni
mucho menos, pero cuando hablaba
favorablemente de ellas, podían sentirse seguras
de que su aprobación era sincera.
Era muy complaciente, sosegada y
generalmente pacífica, pero algunas cosas la
sacaban de quicio; esto no les importaba mucho,
desde luego, pero así y todo era mejor tenerla
contenta, pues cuando estaba de buen humor,
charlaba con ellas y a veces era muy simpática y
divertida, a su manera, que era bastante
diferente de la de la mamá, pero que estaba muy
bien para variar. Tenía opiniones propias sobre
todos los temas, y las mantenía firmemente, y a
veces eran unas opiniones muy molestas, ya que
siempre estaba pensando en lo que estaba bien
y lo que estaba mal, y tenía una extraña reverencia hacia cuestiones que atañían a la religión y
un gusto incomprensible por las personas de
bien.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora