CAPÍTULO XXIII. EL PARQUE

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Bajé un poco antes de las ocho a la mañana
siguiente, avisada por el sonido de un reloj lejano.
No se veía ninguna señal de desayuno. Esperé
más de una hora antes de que se sirviera, todavía
deseando vagamente tener acceso a la biblioteca.
Después de acabar la solitaria comida, de nuevo
esperé alrededor de una hora y media con gran
ansiedad y malestar por no saber qué debía hacer.
Por fin, lady Ashby vino a desearme los buenos
días. Me informó que acababa de desayunar, y
quería que diese un paseo matutino con ella por el
parque. Me preguntó cuánto tiempo llevaba
levantada y, al oír mi respuesta, dijo que lo sentía
mucho, y una vez más prometió mostrarme la
biblioteca.
Sugerí que lo hiciese enseguida, y así en
adelante no habría problemas de recordar u
olvidarlo. Consintió, a condición de que no se me
ocurriera ponerme a leer o interesarme por los
libros ahora, pues quería enseñarme los jardines y
dar un paseo conmigo por el parque antes de que
hiciera demasiado calor para disfrutarlo, cosa que
ya amenazaba con hacer. Por supuesto asentí de
buena gana, e iniciamos nuestro paseo después.
Mientras caminábamos por el parque, hablando
de lo que mi compañera había visto y oído durante
sus viajes, se acercó un jinete y nos adelantó. Se
volvió al cruzarse con nosotras y me clavó la vista
directamente en la cara. Tuve buena oportunidad
de ver cómo era: alto, delgado y demacrado, un
poco encorvado de hombros, con el rostro pálido
aunque lleno de manchas y los párpados
desagradablemente rojos, las facciones corrientes
y una apariencia general de languidez y deslustre,
aliviada por una expresión siniestra en la boca y
los apagados ojos desalmados.
-¡Odio a ese hombre! -susurró lady Ashby con
amargo énfasis cuando pasó al trote.
-¿Quién es? -pregunté, no queriendo creer que
hablaría así de su marido.
-Sir Thomas Ashby -contestó con melancólica
compostura.
-¿Y usted lo odia, señorita Murray? -pregunté,
pues estaba demasiado escandalizada para
acordarme de su nombre en aquel momento.
-Sí, señorita Grey, y lo desprecio también. Y si
usted lo conociera, no me culparía por ello.
-Pero ya sabía usted quién era antes de
casarse con él.
-No; sólo creía saberlo... realmente no lo
conocía. Sé que usted me lo advirtió, y ojalá le
hubiera hecho caso, pero ya es tarde para
arrepentirse... Además, mamá tendría que saberlo
mejor que nosotras dos, y no dijo ni una palabra...
todo lo contrario. Y luego creía yo que me adoraba
y que me dejaría hacer lo que quisiera... fingió
hacerlo al principio. Pero ahora no le importo un
ápice. Pero eso no me molestaría; él podría hacer
lo que le viniera en gana si yo estuviera libre para
divertirme y quedarme en Londres o tener a
algunos amigos aquí... pero el hace lo que le viene
en gana y yo debo ser prisionera y esclava. En
cuanto se dio cuenta de que yo era capaz de divertirme sin él, y de que los demás apreciaban mi
valla más que él, el desgraciado egoísta comenzó
a acusarme de coquetería y despilfarro, y a
insultar a Harry Meltham, cuyos zapatos no es
digno de limpiar. Y luego necesitaba que yo estuviera en el campo viviendo la vida de una monja,
por si lo deshonraba o arruinaba, como si él mismo
no fuese diez veces peor en todos los sentidos...
con su libro de apuestas y su mesa de juego y sus
chicas de ópera y su lady esto y señora aquello...
sí, y sus botellas de vino, y vasos de coñac y
agua, también... ¡bestia asquerosa! ¡Oh, daría diez
mil mundos para volver a ser la señorita Murray!
¡Es terrible sentir que la vida, la salud y la belleza
se marchitan, sin apreciar y sin disfrutar, por un
bruto como él! -exclamó estallando en lágrimas por
la amargura de su desazón.
Naturalmente yo la compadecía muchísimo,
tanto por su falsa idea de la felicidad y el descuido
de sus obligaciones como por el despreciable
compañero al que le unía el destino.
Dije lo que pude para consolarla, y le di los
consejos que creía le hacían más falta: primero,
intentar mejorar a su marido con suaves
razonamientos, amabilidad, ejemplo y persuasión.
Después, si aún lo encontraba incorregible tras
intentarlo por todos los medios, que intentara
abstraerse de él, que se arropara con su propia
integridad y se molestara por él lo menos posible.
Le exhorté que buscase consuelo cumpliendo con
su deber hacia Dios y hacia los hombres, y que
confiase en el Cielo y se confortase con el cuidado
y la educación de su hija, asegurándole que se
vería ampliamente recompensada al ver sus
progresos en fortaleza y sabiduría y al recibir su
genuino afecto.
-Pero no puedo dedicarme por entero a una
niña -dijo ella-; podría morir... cosa nada
improbable.
-Pero con cuidados, muchos bebés delicados
se han convertido en hombres o mujeres fuertes.
-Pero puede parecerse tanto a su padre que la
odiaré.
-No es probable; es una niña, y se parece
mucho a su madre.
-No importa. Me gustaría más que fuera niño...
sólo que el padre no le dejará ningún patrimonio
que él mismo pueda derrochar. ¿Cómo puedo
disfrutar de ver crecer a una niña para que me
eclipse y disfrute de los placeres que yo tengo
prohibidos para siempre? Pero suponiendo que
tuviera la generosidad para deleitarme con tal
cosa, aun así, es sólo una niña, y no puedo
centrar todas mis esperanzas en una niña; es
poco mejor que dedicarse en cuerpo y alma a un
perro. Y en cuanto a toda la sabiduría y bondad
que usted intentaba inculcarme, seguro que es lo
más correcto y adecuado, y si tuviera unos veinte
años más, podría beneficiarme de ello; pero las
personas tenemos que divertirnos cuando somos
jóvenes, y si los demás no nos lo permiten,
¡debemos odiarlos por ese motivo!
-La mejor forma de divertirse es hacer lo que
es correcto, y no odiar a nadie. La finalidad de la
Religión no es enseñarnos cómo morir sino cómo
vivir; y cuanto más pronto uno se hace sabio y
bueno, más felicidad consigue. Y ahora, lady
Ashby, tengo que darle un consejo más: no haga
de su suegra un enemigo. No se acostumbre a
tenerla a distancia y mirarla con desconfianza y
celos. Nunca la he visto, pero he oído cosas
buenas de ella además de malas y me imagino
que, aunque sea fría y altiva en su
comportamiento general e incluso exigente en sus
peticiones, tendrá fuertes afectos para aquellos
que sean capaces de llegar a ellos. Y aunque esté
ciegamente unida a su hijo, no carece de buenos
principios ni es incapaz de escuchar la voz de la
razón. Y si usted la concilia un poco y adopta
unos modales amistosos y abiertos hacia ella... e
incluso le confía sus aflicciones... verdaderas
aflicciones, por las que esté justificada en
quejarse... creo firmemente que con el tiempo ella
se convertirá en su fiel amiga y su consuelo y
apoyo en lugar del diablo que usted la ha llamado.
Pero temo que mis consejos no surtieron
mucho efecto en la joven desgraciada; y al ver
que era de tan poca ayuda en Ashby Park, mi
estancia allí se hizo doblemente dolorosa. Así y
todo, debía soportar aquel día y el siguiente, ya
que me había comprometido a hacerlo, aunque,
resistiéndome a todos los ruegos e incentivos
para prolongar más mi visita, insistí en partir a la
mañana siguiente, afirmando que mi madre me
echaría de menos y que esperaba mi regreso con
impaciencia.
No obstante, tenía el corazón apesadumbrado
cuando me despedí de la pobre lady Ashby y la
dejé en su principesco hogar. Era una prueba
adicional de su infelicidad que se aferrase al
consuelo de mi presencia y anhelase
sinceramente la compañía de una persona cuyos
gustos e ideas generales eran tan poco
compatibles con los suyos, de quien se había
olvidado del todo en sus horas de éxito, y cuya
presencia sería más molestia que placer si tuviera
sólo la mitad de lo que aspiraba a lograr.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora