CAPÍTULO XVIII. ALEGRÍA Y AFLICCIÓN

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El primero de junio llegó por fin y Rosalie
Murray se convirtió en lady Ashby. Tenía un
aspecto muy hermoso en su vestido nupcial.
Al volver a casa después de la ceremonia,
entró corriendo al aula, sonrojada de emoción, y
riéndose... mitad de alegría, mitad de atolondrada
desesperación, me pareció a mí.
-¡Señorita Grey, ya soy lady Ashby! -exclamó-.
¡Ya está hecho! ¡Mi destino está decidido, ya no
hay vuelta atrás! He venido a que me felicite
usted y a decirle adiós; luego me voy... a París,
Roma, Nápoles, Suiza, Londres... ¡Dios mío!
¡Cuántas cosas voy a ver y oír antes de volver
aquí! Pero no me olvide; yo no la olvidaré a usted,
aunque haya sido una niña mala. ¡Vamos! ¿Por
qué no me felicita?
-No puedo felicitarla -respondí- hasta que no
sepa si el cambio realmente es para bien; pero
espero sinceramente que lo sea, y le deseo
verdadera felicidad y la mejor de las bendiciones.
-Adiós, pues... el carruaje espera y me llaman.
Me dio un beso precipitado y ya se marchaba,
pero de repente regresó y me abrazó con más
afecto del que la creía capaz de demostrar, y se
fue con lágrimas en los ojos.
¡Pobre muchacha! La quería de veras en
aquel momento, y le perdoné de corazón por todo
el daño que había hecho, a mí y a los demás; no
era plenamente consciente de ello, estaba
segura, y rogué a Dios que la perdonara también.
Durante el resto de aquel día de tristeza
festiva me dejaron entretenerme sola. Al
encontrarme demasiado alterada para cualquier
ocupación serena, deambulé por ahí con un libro
en la mano durante varias horas... pensando más
que leyendo, pues tenía muchas cosas en que
pensar. Y por la tarde, aproveché mi libertad para
ir a ver a mi vieja amiga Nancy de nuevo,
disculparme por mi larga ausencia, que debía
parecerle tan negligente y cruel, explicándole lo
ocupada que había estado, y hablar con ella o
leerle o hacerle algún trabajo, lo que le viniera
mejor; y también, por supuesto, darle las noticias
de ese día tan importante y quizás obtener de ella
un poco de información a cambio, respecto a la
inminente partida del señor Weston. Pero no
parecía saber nada de esto, y yo esperaba, igual
que ella, que todo fuesen habladurías.
Se alegró mucho de verme, pero
afortunadamente tenía tan bien los ojos ya que
casi no requería mis servicios. Se interesó mucho
por la boda, pero mientras le entretenía con los
detalles del día festivo, los esplendores del
banquete nupcial y de la propia novia, a menudo
suspiraba y movía la cabeza, deseando que todo
fuera para bien. Ella, como yo, parecía
considerarlo un tema para lamentarse más que
para alegrarse. Estuve largo rato sentada
hablando con ella de aquello y de otros asuntos...
pero no vino nadie.
¿Debo confesar que a veces miraba hacia la
puerta con un deseo medio esperanzado de verla
abrirse para dar paso al señor Weston, tal como
había ocurrido una vez? ¿Y que, al regresar a
través de los campos y los senderos, a menudo
me paraba a mirar alrededor y caminaba más
despacio de lo necesario -pues, aunque hacía
buena tarde, no hacía calor-y, finalmente, experimenté una sensación de vacío y desilusión al
haber llegado a la casa sin encontrar ni siquiera
vislumbrar a nadie con excepción de unos
cuantos jornaleros que volvían de trabajar?
Sin embargo, se acercaba el domingo; lo vería
entonces, pues ahora que se había marchado la
señorita Rosalie, podría ocupar de nuevo mi
antiguo rincón, y lo vería, y por su aspecto, sus
palabras y su porte podría juzgar si la
circunstancia de su boda le había afligido mucho.
Afortunadamente no pude percibir ni una
sombra de diferencia: tenía el mismo aspecto que
había tenido dos meses antes -la voz, el
apariencia, el porte-, todo sin cambio. Su discurso
tenía la misma veracidad perspicaz y despejada,
su estilo la misma enérgica claridad, todo lo que
dijo e hizo la misma sincera sencillez que se hizo
sentir, no en el ojo ni el oído, sino en el corazón
de quienes lo escucharon.
Volví a casa andando con la señorita Matilda,
pero él no se unió a nosotras. Matilda se sentía
tristemente privada de diversiones y echaba de
menos penosamente a un compañero. Sus
hermanos en el colegio, su hermana casada y
lejos, ella demasiado joven para ser admitida en
sociedad, por la que, por influencia de Rosalie,
empezaba a adquirir gusto hasta cierto punto, por
lo menos gusto por la compañía de cierta clase
de caballeros... en esta época aburrida del año...
nada de caza del zorro... nada de caza de aves
tampoco... pues aunque no la dejaban participar,
ya era algo ver a su padre o el guardabosque
marcharse con los perros y hablar con ellos a su
vuelta sobre los diferentes ejemplares que habían
cobrado. Ahora también estaba privada del solaz
que le podían proporcionar el cochero, el
caballerizo, los caballos, los galgos y los
perdigueros, pues su madre, que a pesar de las
desventajas de la vida en el campo se había
desembarazado tan satisfactoriamente de su hija
mayor, la niña de sus ojos, había comenzado a
fijar su atención en la menor y, verdaderamente
alarmada por la aspereza de sus modales y
pensando que ya era hora de obrar un cambio, se
encontraba por fin animada a ejercer su autoridad, por lo que le prohibió que frecuentase los
patios, los establos, las perreras y la cochera. Por
supuesto no era obedecida implícitamente, pero
por indulgente que hubiera sido hasta la fecha,
una vez despierto su espíritu, su genio era menos
suave de lo que le exigía a su institutriz, y no se le
podía contrariar impunemente. Y tras muchas
escenas de disputa entre madre e hija, muchos
estallidos violentos que me avergonzaba
presenciar, en las que a menudo se reclamaba la
autoridad paterna para confirmar, entre
juramentos y amenazas, las prohibiciones
desatendidas de la madre... pues incluso él podía
ver que «Tilly», aunque hubiese sido un
muchachote estupendo, no era exactamente todo
lo que se podía desear en una joven dama... al
final Matilda descubrió que el plan más fácil era
evitar las regiones prohibidas, a no ser que
pudiese acercarse a hurtadillas de vez en cuando
sin el conocimiento de su vigilante madre.
En medio de todo esto no debe imaginarse
que yo me escapaba sin muchas reprimendas y
muchos reproches implícitos que no escocían
menos por no ser expresados abiertamente, sino
que herían incluso más, pues por eso mismo
parecían imposibilitar la legítima defensa.
Frecuentemente se me decía que entretuviera a
la señorita Matilda con otras cosas y le recordase
los preceptos y prohibiciones de su madre. Yo lo
hacía lo mejor que podía, pero no permitía que se
la entretuviese contra su voluntad y era imposible
ir en contra de sus gustos, y aunque hacía más
que recordárselo simplemente, las suaves
reconvenciones que utilizaba eran totalmente
inútiles.
-¡Querida señorita Grey! Es rarísimo...
supongo que no puede usted remediarlo, que no
está en su naturaleza, pero me pregunto si no
será capaz de granjearse la confianza de esa
muchacha y conseguir que su compañía le sea
tan grata por lo menos como la de Robert o
Joseph.
-Ellos saben hablar mejor de los temas que
más le interesan a ella -respondía yo.
-¡Vaya! ¡Ésa es una extraña confesión, desde
luego, viniendo de su institutriz! ¿Quién ha de
formar los gustos de una joven, me pregunto yo,
sino la institutriz? He conocido institutrices que se
han identificado hasta tal punto con la reputación
de sus jóvenes damas en cuanto a elegancia y
decoro de mente y modales que se hubieran
ruborizado al pronunciar una palabra en su
contra, y oír imputar la más mínima culpa a sus
alumnas era peor que una censura contra su
propia persona, y a mí, por mi parte, me parece
muy natural.
-¿De veras, señora?
-Sí; desde luego a la institutriz le importan más
las habilidades y la elegancia de la joven que las
suyas propias, y también al resto del mundo. Si
quiere medrar en su vocación, debe dedicar todas
sus energías a su trabajo; todas sus ideas y toda
su ambición se dirigirán a la consecución de ese
solo objetivo. Cuando queremos decidir sobre los
méritos de una institutriz, naturalmente miramos a
las jóvenes que dice haber educado, y la
juzgamos en consecuencia. La institutriz juiciosa
sabe esto; sabe que, mientras ella vive en el
anonimato, las virtudes y defectos de sus
alumnas estarán expuestos a los ojos de todos y,
a no ser que se olvide de sí misma en su afán de
cultivarlas a ellas, no tiene esperanza de éxito.
Verá usted, señorita Grey, es exactamente igual
que cualquier otro oficio o profesión: los que
quieren avanzar deben dedicarse en cuerpo y
alma a su vocación, y si empiezan a ceder ante la
indolencia o la complacencia, rápidamente serán
reemplazados por competidores más sensatos;
hay poca diferencia entre una persona que echa a
perder a sus alumnas por negligencia y otra que
las pervierte con el ejemplo. Me perdonará que le
insinúe estas sugerencias... ya sabe usted que lo
hago por su bien. Muchas señoras le hablarían
con mucha más energía, y muchas ni siquiera se
molestarían en hablarle, sino que buscarían una
sustituta discretamente. Desde luego que ése
sería el plan más fácil, pero conozco las ventajas
de un puesto como éste para una persona en la
situación de usted, y no deseo en absoluto dejarla
marchar, pues estoy convencida que lo hará muy
bien si piensa en estas cosas y se esfuerza un
poquito más. Entonces, estoy segura, enseguida
adquiriría el tacto delicado que es lo único que le
falta para que tenga una influencia apropiada
sobre la mente de su alumna.
Estaba a punto de darle a la señora alguna
idea referente a la falacia de sus expectativas,
pero se marchó majestuosa en cuanto hubo
concluido su discurso. Habiendo dicho lo que
pretendía, no entraba en sus planes esperar mi
respuesta. A mí me correspondía oír, no hablar.
No obstante, como he dicho, por fin Matilda se
sometió, hasta cierto punto, a la autoridad de su
madre (es una lástima que no la hubiese ejercido
ésta antes), y como así se vio privada de casi
todas sus fuentes de diversión, no tenía más
remedio que dar largos paseos a caballo con el
caballerizo y a pie con la institutriz y visitar las
casitas y granjas de la finca de su padre para
matar el tiempo charlando con los viejos y las viejas que las habitaban.
En uno de estos paseos dio la casualidad que
nos encontramos con el señor Weston. Era lo que
yo deseaba desde hacía mucho tiempo, pero
ahora, durante un instante, hubiera querido que
no estuviera o él o yo: sentí latir tan violentamente
el corazón que temía que apareciese algún signo
externo de emoción, pero creo que apenas me
miró y pronto me tranquilicé. Después de un
breve saludo a ambas, le preguntó a Matilda si
había tenido noticias últimamente de su
hermana.
-Sí -respondió ella-, estaba en París cuando
escribió, y se encontraba muy bien y feliz.
Pronunció con énfasis la última palabra, con
una mirada impertinente y socarrona. Él no
pareció darse cuenta, sino que contestó, con
igual énfasis y muy serio:
-Espero que siga así.
-¿Lo cree probable? -me atreví a preguntar,
pues Matilda había salido detrás de su perro, que
perseguía un lebrato.
-No puedo saberlo -respondió-. Puede que sir
Thomas sea mejor persona de lo que creo, pero,
por todo lo que he oído y visto, parece una
lástima que una tan joven y alegre e...
interesante, para expresar muchas cosas en una,
cuyo mayor o único defecto parece ser la
irreflexión, que desde luego no es un defecto
insignificante, pues hace vulnerable al que lo
padece ante casi todos los demás, y le expone a
muchas tentaciones; pero parece una pena que
se la desperdicie en un hombre así. Fue deseo
de su madre, supongo.
-Sí, y el suyo propio también, creo, pues
siempre se rió de mis intentos de disuadirla de
dar tal paso.
-¿Lo intentó usted? Entonces, por lo menos
tendrá la satisfacción de saber que no es culpa
suya si algo sale mal; en cuanto a la señora
Murray, no sé cómo puede justificar su conducta;
si la conociera lo suficiente, se lo preguntaría.
-Parece antinatural. Pero algunas personas
consideran que el rango y la riqueza son los
principales bienes y si pueden conseguirlos para
sus hijos, creen que han cumplido con su deber.
-Es verdad. ¿Pero no es extraño que
personas con experiencia y que están casadas
puedan tener tan poco juicio? En esto llegó
jadeando Matilda, con el cuerpo lacerado de la
liebre en la mano.
-¿Era su intención matar esa liebre o salvarla,
señorita Murray? preguntó el señor Weston,
aparentemente perplejo por el semblante alegre
de ella.
-Fingía querer salvarla -respondió, con mucha
sinceridad -ya que es temporada de veda, pero
me he alegrado de verla muerta. Sin embargo,
los dos son testigos de que no he podido
remediarlo. Prince estaba empeñado en cazarla,
y la ha cogido del lomo y la ha matado en un
instante. ¿No ha sido una caza noble?
-Mucho: una joven detrás de un lebrato.
Había un suave sarcasmo en el tono de su
respuesta que a ella no se le pasó desapercibido.
Se encogió de hombros y volviéndose con un
expresivo «¡puf!», me preguntó si había
disfrutado de la diversión.
Le contesté que no le veía la diversión, pero
reconocí que no había seguido con mucha
atención el incidente.
-¿No ha visto cómo se ha girado, igual que
una liebre adulta? ¿Y no la ha oído chillar?
-Me alegra decir que no.
-Ha gritado igual que un niño.
-¡Pobrecita! ¿Qué va a hacer con ella?
-Vamos, la dejaré en la primera casa que nos
encontremos. No quiero llevarla a casa, por si me
riñe papá por haber dejado que la matase el
perro.
El señor Weston ya se había marchado, y
nosotras también nos fuimos. Pero al regresar,
después de haber dejado la liebre en una granja,
y de haber engullido un poco de torta de especias y vino de pasas a cambio, lo encontramos
de nuevo de vuelta de ejecutar su misión, fuera
cual fuese. Llevaba en la mano un ramo de
preciosas campánulas, que me ofreció, comentando, con una sonrisa, que, aunque me
había visto muy poco en los dos últimos meses,
no se había olvidado de que las campánulas se
encontraban entre mis flores preferidas.
Lo hizo como un mero acto de buena
voluntad, sin cumplidos ni extraordinaria cortesía,
ni una mirada que se pudiera interpretar como
«adoración reverente y afectuosa» (palabras de
Rosalie Murray), pero aun así, era algo que se
acordase tan bien del hecho insignificante de que
yo lo hubiera dicho; era algo que se hubiese
fijado con tanta exactitud en el momento en que
yo había dejado de ser visible.
-Me dijeron -dijo él- que era usted todo un
ratón de biblioteca, señorita Grey, tan
completamente absorbida en sus estudios que no
conocía otro placer.
-¡Sí, y es la pura verdad! -exclamó Matilda.
-No, señor Weston, no se lo crea usted; es
una calumnia escandalosa. A estas jóvenes les
gusta demasiado hacer comentarios aleatorios a
expensa de sus amigos, y debe usted tener
cuidado a la hora de oírles.
-Espero que este comentario esté infundado,
en cualquier caso.
-¿Por qué? ¿Es que le molesta
especialmente que estudiemos las mujeres?
-No, pero sí me molesta que alguien se
dedique de tal manera al estudio como para
perder de vista todo lo demás. Excepto en
circunstancias especiales, considero que el
estudio muy riguroso y constante es una pérdida
de tiempo, y un perjuicio para la mente además
del cuerpo.
-Pues yo no tengo ni tiempo ni inclinación
para tales transgresiones.
Nos separamos de nuevo.
Bien, ¿qué tiene todo esto de extraordinario?
¿Por qué lo he relatado? Porque, lector, fue lo
bastante importante para proporcionarme una
tarde agradable, una noche de sueños placenteros, y una mañana de felices esperanzas. Una
alegría boba, sueños tontos, esperanzas
infundadas, dirá usted, y no me atrevo a negarlo.
Surgían con demasiada frecuencia en mi propia
mente sospechas en ese sentido, pero nuestros
deseos son como la yesca: la piedra y el acero
de las circunstancias constantemente emiten
chispas, que se desvanecen enseguida, a no ser
que caigan en la yesca de nuestros deseos; en
tal caso, se prenden inmediatamente y en un
momento se enciende la llama de la esperanza.
Pero, ¡ay!, aquella misma mañana se me
apagó de forma triste la vacilante llama de la
esperanza con una carta de mi madre que
hablaba con tanta seriedad del empeoramiento
en la enfermedad de mi padre que yo temía que
había poca o ninguna posibilidad de que se
recuperase y, a pesar de lo poco que faltaba
para las vacaciones, casi temblaba por si
llegaban demasiado tarde para que pudiera verlo
en este mundo. Dos días después, una carta de
Mary me informaba de que habían abandonado
las esperanzas de que viviera y que parecía que
el fin iba a llegar rápidamente.
Entonces pedí inmediatamente permiso para
adelantar las vacaciones y partir sin demora.
La señora Murray se me quedó mirando
fijamente, sorprendida por la inusitada energía y
el atrevimiento con los que hice la petición, y
pensó que no había necesidad de darse prisa,
pero finalmente me dio permiso, declarando, no
obstante, que «no había ninguna necesidad de
estar tan agitada por el asunto, pues bien podía
resultar ser una falsa alarma, y si no, bien, era
sólo el curso normal de la naturaleza; todos
habíamos de morir alguna vez; y yo no debía
pensar que era la única persona afligida del
mundo»; y concluyó diciendo que podía disponer
del faetón para que me llevara a O-.
-Y en lugar de lamentarse, señorita Grey, dé
gracias por los privilegios que disfruta. Hay
muchos pobres clérigos cuyas familias estarían
hundidas en la miseria en caso de su muerte;
pero usted dispone de amigos influyentes que
están dispuestos a seguir protegiéndola y
mostrarle toda consideración.
Le di las gracias por su «consideración» y me
fui volando a mi habitación para hacer
apresurados preparativos para mi partida. Una
vez puestos el sombrero y el chal, y con algunas
cosas precipitadamente metidas en mi baúl más
grande, bajé la escalera. Pero podía haberlo
hecho todo con más calma, pues nadie más se
daba prisa, y aún tuve que esperar al faetón
durante bastante tiempo.
Por fin llegó a la puerta y me fui, pero, ¡ay,
qué triste viaje! ¡Qué diferente de mis viajes
anteriores a casa!
Al llegar tarde para el último carruaje a -, tuve
que alquilar un cabriolé que me llevara diez
millas y después un carruaje que me trasladara
al otro lado de las rugosas colinas. Eran las diez
y media cuando llegué a casa. No estaban
acostados.
Mi madre y mi hermana me recibieron en el
pasillo... ¡tristes, calladas, pálidas! Yo estaba tan
conmocionada y sobresaltada que no pude
hablar para pedirles la información que tanto
deseaba y temía a la vez.
-Agnes -dijo mi madre, luchando por reprimir
alguna fuerte emoción.
-¡Ay, Agnes! -exclamó Mary, rompiendo a
llorar.
-¿Cómo está? -pregunté, temiendo la
respuesta.
-¡Muerto!
Era la respuesta que esperaba, pero, no
obstante, el impacto no fue menor.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora