CAPÍTULO XXII. LA VISITA

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INDUDABLEMENTE Ashby Park era una
residencia espléndida. La mansión era
majestuosa por fuera, cómoda y elegante por
dentro, el parque era espacioso y hermoso, so
bre todo gracias a sus magníficos árboles
viejos, sus solemnes manadas de ciervos, su
amplia extensión de agua y los antiquísimos
bosques que se desplegaban más allá, pues no
había grandes irregularidades de terreno para dar
variedad a la campiña y pocas suaves
ondulaciones de las que tanto aumentan el
encanto del paisaje de los parques.
¡Así que éste era el lugar que Rosalie Murray
había anhelado tanto llamar suyo que había de
tener parte de él bajo los términos que quisieran
pedirle, fuera cual fuera el precio que debía pagar
por el título de ama, y fuese quien fuese el que
iba a ser su cónyuge en el honor y el éxtasis de
tal posesión! Bien... no pienso criticarla ahora.
Me recibió con mucha amabilidad y, aunque
era la hija de un clérigo pobre, institutriz y
maestra de escuela, me dio la bienvenida a su
hogar con genuino placer; y -cosa que me
sorprendió un poco- se tomó bastantes molestias
para que resultase agradable mi visita. Es verdad
que podía ver que esperaba que yo estuviera muy
impresionada por la magnificencia que la
rodeaba; y confieso que me molestaban bastante
sus evidentes esfuerzos por tranquilizarme y
evitar que me abrumara tanto fausto. Se
mostraba demasiado asustada por la idea de
encontrar a su marido y su suegra, o demasiado
avergonzada por mi humilde aspecto -yo no
estaba avergonzada en absoluto, pues, aunque
sencilla, me había cuidado de no aparecer
desaliñada o vulgar, y me habría sentido bastante
tranquila si mi condescendiente anfitriona no se
hubiera molestado tanto en hacérmelo sentir-; y
en cuanto a la magnificencia que la rodeaba,
nada de lo que vi me impresionó o afectó ni la
mitad de su propia apariencia alterada.
Fuese por la influencia de la disipación en
boga o por algún otro motivo, un espacio de poco
más de doce meses había tenido el efecto que se
podía esperar de otros tantos años en cuanto a
reducir las redondeces de su forma, la frescura de
su cutis, la viveza de sus movimientos y la
exuberancia de su espíritu.
Quería saber si era desgraciada, pero pensé
que no era de mi incumbencia preguntárselo;
intentaría ganarme su confianza, pero si decidía
ocultarme sus cuitas matrimoniales, no le
molestaría con importunas indagaciones.
Por lo tanto, al principio me limité a hacer
algunas indagaciones generales sobre su salud y
bienestar, y unas cuantas alabanzas sobre la
belleza del parque y de la niña que hubiera
debido ser niño, un bebé delicado de siete u ocho
semanas de edad, a quien su madre parecía
mirar sin mucho interés o afecto, aunque yo no
esperaba que mostrase más.
Poco después de mi llegada, le encargó a su
doncella que me acompañara a mi habitación y se
asegurara de que tenía todo lo que necesitaba.
Era un aposento pequeño, sin pretensiones, pero
suficientemente cómodo.
Cuando bajé -tras despojarme de todos los
bártulos del viaje y arreglarme con la debida
consideración por los sentimientos de mi
anfitriona-, ella misma me condujo a la habitación
que yo debía ocupar cuando quisiese estar sola,
o cuando ella estuviera ocupada atendiendo a
visitas, u obligada a estar con su suegra, o de
otra forma imposibilitada de disfrutar del placer de
mi compañía. Era un saloncito tranquilo y
ordenado, y yo me alegraba de que se me
proporcionara tal puerto donde refugiarme.
-Y en algún momento -dijo ella- le enseñaré la
biblioteca; nunca he examinado los anaqueles,
pero estoy segura de que estará llena de libros
sabios, y puede usted ir a hurgar entre ellos
cuando le apetezca. Y ahora tomará usted el té...
pronto será la hora de la cena, pero he pensado
que, ya que está usted acostumbrada a comer a
la una, quizás prefiriese tomar una taza de té a
esta hora, y cenar cuando nosotros comamos, y
entonces, verá usted, puede tomar el té en esta
habitación y así evitará tener que cenar con lady
Ashby y sir Thomas, lo cual sería algo
embarazoso... quiero decir no embarazoso, sino...
bien... ya sabe lo que quiero decir... creía que no
le apetecería mucho... especialmente porque de
vez en cuando cenan con nosotros otras damas y
caballeros.
-Desde luego -dije-, me apetece mucho más
como usted dice; y, si no tiene usted
inconveniente, preferiría tomar todas las comidas
en esta habitación.
-¿Por qué?
-Porque me imagino que así será más del
agrado de lady Ashby y sir Thomas.
-¡Nada de eso!
-En cualquier caso, sería más agradable para
mí.
Puso algunos vagos reparos, pero cedió
enseguida; y me di cuenta de que la propuesta
suponía un gran alivio para ella. -Ahora, venga al
salón -dijo-. Ésa es la campana para vestirse,
pero no voy todavía; es inútil arreglarse cuando
no hay nadie para verte; y quiero que tengamos
una pequeña charla.
El salón era un aposento verdaderamente
imponente y amueblado con mucha elegancia;
pero vi a la joven ama mirarme cuando entramos
como para ver si me impresionaba el espectáculo,
y por lo tanto, decidí adoptar un aspecto de pé-
trea indiferencia, como si no viera nada fuera de
lo común... pero sólo por un momento.
Inmediatamente me susurró mi conciencia: «¿Por
qué he de decepcionarla a ella para salvaguardar
mi propio orgullo? No, mejor sacrifico el orgullo
para darle una inocente gratificación.» Y miré
alrededor con sinceridad y le dije que era una
habitación noble, amueblada con mucho gusto.
Dijo poco, pero vi que estaba contenta.
Me mostró su gordo caniche francés, que
yacía hecho un ovillo sobre un almohadón de
seda, y las dos espléndidas pinturas italianas, las
cuales, sin embargo, no me dio tiempo de
examinar, sino, diciendo que debía mirarlas otro
día, insistió en que admirase el pequeño reloj con
joyas que había traído de Ginebra, y luego me
llevó por toda la habitación para señalarme varias
otras curiosidades que había importado de Italia:
un elegante reloj y varios bustos, unas pequeñas
y gráciles figuras y jarrones, todo tallado en
mármol blanco. Habló de estas cosas con
animación, y escuchó mis comentarios admirativos con una sonrisa de placer, que se
desvaneció pronto, sin embargo, para ser seguida
de un suspiro melancólico, como en
consideración de la insuficiencia de tanta fruslería
para lograr la felicidad del corazón humano, y su
triste incapacidad de satisfacer sus exigencias
insaciables.
Después, tendiéndose en un sofá, me indicó
con un gesto que me sentara en una amplia
poltrona que se encontraba enfrente, no delante
del fuego, sino junto a una ventana abierta de par
en par, pues recuérdese que era verano, una
tarde dulce y cálida de la segunda mitad de junio;
y estuve sentada un momento en silencio,
disfrutando del aire inmóvil y puro, y la preciosa
vista del parque que se extendía ante mí, rico en
verdor y follaje, teñido por la luz dorada del sol
aliviada por las largas sombras del atardecer.
Pero debía aprovechar esta pausa: tenía que
hacer indagaciones y, como la sustancia de la
posdata de una dama, lo más importante vendría
al final.
Así que comencé preguntando por el señor y
la señora Murray, y por la señorita Matilda y los
jóvenes caballeros.
Me dijo que su papá tenía gota, lo que lo ponía
muy feroz, y que no quería renunciar a sus vinos
predilectos ni a sus cuantiosas comidas y cenas,
y que había reñido con su médico, porque éste se
había atrevido a decir que ninguna medicina lo
curaría mientras viviese tan despreocupado; que
mamá y los demás estaban bien: Matilda seguía
salvaje e imprudente, pero tenía una institutriz
elegante, y sus modales habían mejorado
bastante, y pronto sería presentada en sociedad;
y que John y Charles (ahora de vacaciones en
casa) eran, por lo que se decía, «unos
muchachos estupendos, valientes y traviesos».
-¿Y cómo les va a los demás? -pregunté-. ¿A
los Green, por ejemplo?
-¡Ah!, el señor Green tiene el corazón roto,
¿sabe? -respondió, con una lánguida sonrisa-;
aún no ha superado la decepción, y nunca lo
superará, me imagino. Está condenado a
convertirse en solterón; y sus hermanas hacen lo
que pueden por casarse.
-¿Y los Meltham?
-Oh, van a su ritmo de siempre, supongo; pero
sé muy poco de ellos, excepto de Harry -dijo,
sonrojándose levemente y sonriendo de nuevo-;
lo veía mucho cuando estábamos en Londres,
pues en cuanto se enteró de que estábamos allí,
acudió con el pretexto de visitar a su hermano, y
o me seguía como una sombra allá donde yo
fuera o se me presentaba delante como un reflejo
en cada esquina. Pero no se escandalice así,
señorita Grey; estuve muy discreta, se lo
aseguro, pero, ya sabe, una no tiene la culpa de
que la admiren. ¡Pobre tipo! No era mi único
admirador, pero desde luego era el más
conspicuo, y creo que el más devoto de todos. Y
al odioso... ¡ejem!... y a sir Thomas se le ocurrió
ofenderse por él, o por mis muchos gastos, o
algo, no sé exactamente por qué, y me trajo
apresuradamente al campo, sin previo aviso,
donde supongo que he de hacer de ermitaño el
resto de mi vida.
Y se mordió el labio, y frunció vengativa el
ceño mirando el bello dominio que una vez había
ambicionado poseer.
-Y el señor Hatfield -dije-, ¿qué ha sido de él?
Se animó de nuevo y respondió alegre:
-Oh, cortejó a una solterona de avanzada
edad y se casó con ella no hace mucho,
sopesando su pesada bolsa contra sus marchitos
encantos y esperando hallar el consuelo en el oro
que le fue negado en el amor, ¡ja, ja!
-Bien, creo que ya están todos... salvo el
señor Weston. ¿Qué hace
-Pues yo no lo sé, desde luego. Se ha
marchado de Horton.
-¿Cuánto tiempo hace? ¿Y adónde ha ido?
-No sé nada de él -respondió ella con un
bostezo- excepto que se marchó hace alrededor
de un mes... no pregunté a dónde (yo habría
preguntado si era a una parroquia o simplemente
a otro puesto de ayudante, pero pensé que era
mejor no hacerlo), y la gente hizo una gran
alharaca por su partida -continuó- para gran
disgusto del señor Hatfield, pues a Hatfield no le
caía bien, porque tenía demasiada influencia
entre la gente corriente y porque no era lo
suficientemente dócil y sumiso ante él... y por
algunos otros pecados imperdonables, no sé
cuáles. Pero ahora sí debo ir a vestirme; la
segunda campana va a sonar enseguida, y si voy
a cenar de esta guisa, lady Ashby nunca me
dejará en paz. ¡Mal asunto cuando una no puede
ser el ama de su propia casa! Tire de la campana
y mandaré llamar a mi doncella y les diré que le
preparen el té. Pero pensar en esa mujer
intolerable...
-¿Quién, su doncella?
-No, mi suegra, ¡y por un desgraciado error
por mi parte! En vez de permitirle que se mudara
a alguna otra casa, tal como se ofreció a hacer
cuando yo me casé, fui tan tonta que le pedí que
siguiera viviendo aquí y llevara los asuntos de la
casa en mi lugar; porque, en primer lugar, yo
esperaba que pasaríamos la mayoría del año en
la ciudad, y, en segundo lugar, siendo tan joven y
sin experiencia, me asustaba la idea de tener que
dirigir una casa llena de criados y encargar
comidas y preparar fiestas y todo lo demás, y
pensé que ella con su experiencia me ayudaría.
Nunca soñé que fuera a convertirse en
usurpadora, tirana, demonio, espía y todo lo
detestable que existe. ¡Ojalá estuviera muerta!
Después se volvió para dar instrucciones al
lacayo, que estaba erguido como un palo junto a
la puerta desde hacía medio minuto, y que había
oído la última parte de sus animadversiones, y,
por supuesto, hecho sus propias reflexiones al
respecto, a pesar del semblante rígido e
inexpresivo que le parecía correcto mantener en
el salón.
Al comentar yo más tarde que debió de oírla,
contestó:
-¡Oh, no importa! No hago caso de los
lacayos: son simples autómatas; no importa lo
que digan o hagan sus superiores, ellos no se
atreverán a repetirlo. Y en cuanto a lo que
piensen -si es que lo hacen alguna vez-, por
supuesto a nadie le importa. ¡Menuda situación
sería si nos ataran la lengua nuestros sirvientes!
Diciendo esto, se fue corriendo para arreglarse
rápidamente, dejándome a mí que encontrase el
camino de vuelta al saloncito, donde, a su debido
tiempo, me sirvieron una taza de té. Después
estuve sentada reflexionando sobre la condición
pasada y presente de lady Ashby, y de la poca
información que había obtenido respecto al señor
Weston, y de las pocas probabilidades que había
de que lo viera o tuviera más noticias de él a lo
largo de mi vida tranquila y gris, la cual en adelante parecía no ofrecer otra alternativa que días
de lluvia o días de nubes grises y oscuras sin
chaparrones.
Finalmente, sin embargo, empecé a cansarme
de mis pensamientos y a desear que supiese
dónde encontrar la biblioteca de la que hablara mi
anfitriona, y de preguntarme si debía quedarme
allí sin hacer nada hasta la hora de acostarme.
Como no era lo suficientemente rica como
para poseer un reloj, no podía saber el tiempo
que pasaba salvo por las sombras que se
alargaban lentamente, que observaba desde la
ventana, que presentaba una vista lateral,
incluyendo una zona del parque, un grupo de
árboles, cuyas ramas más altas estaban
colonizadas por una compañía numerosa de
ruidosos grajos, y un alto muro con una enorme
puerta de madera, que sin duda comunicaba con
el patio de los establos, puesto que llegaba
majestuosamente desde el parque un amplio
carruaje. La sombra de este muro pronto se
apropió de todo el terreno hasta donde yo veía,
obligando a la dorada luz del sol a retirarse
pulgada a pulgada, para refugiarse por fin en las
copas de los árboles. Finalmente incluso ellas
quedaron en la sombra... la sombra de las lejanas
colinas, o de la tierra misma; y, sintiendo
compasión por los bulliciosos habitantes de la
grajera lamenté ver cómo su vivienda, hasta hace
tan poco bañada con una luz gloriosa, quedaba
reducida al color tenebroso y vulgar del mundo
del abismo, o de mi mundo interior. Durante un
momento, los pájaros que volaban por encima de
los demás podían aún recibir en las alas el fulgor,
que impartía a su negro plumaje el rmatiz y el
resplandor del oro rojo; por fin también se
desvaneció. El crepúsculo avanzó a hurtadillas...
los grajos se hicieron más silenciosos... yo me
encontré más cansada y hubiera deseado
regresar a casa al día siguiente.
Se hizo de noche por fin, y estaba pensando
en llamar a pedir una vela para irme a la cama,
cuando apareció mi anfitriona, colmándome de
disculpas por haberme dejado sola tanto tiempo y
echando toda la culpa a «esa vieja detestable» ,
como llamó a su suegra.
-Si no me sentara con ella en el salón mientras
sir Thomas bebe su vino -dijo-, nunca me lo
perdonaría; y luego, si salgo de la habitación en el
mismo instante en que llega él, como he hecho
una o dos veces, es una ofensa imperdonable
hacia su querido sir Thomas. Ella nunca mostró
semejante falta de respeto hacia su marido... y en
cuanto al afecto, las esposas de hoy día nunca lo
tienen en cuenta, supone; pero las cosas eran
diferentes en la época de ella. Como si pudiera
servir para algo que me quedara en la habitación,
cuando él no hace más que quejarse y regañar
cuando está de mal humor, decir repugnantes
bobadas, cuando está contento, o quedarse dormido en el sofá cuando está demasiado atontado
para otra cosa, que suele ser el caso ahora,
cuando no tiene otra cosa que hacer más que
beber demasiado vino.
-¿Pero no podría usted intentar ocuparle la
mente con algo mejor, y rogarle que renuncie a
tan malos hábitos? Estoy segura de que tiene
usted poderes de persuasión y habilidades para
distraer a un caballero que muchas damas
estarían encantadas de poseer.
-¡Así que piensa usted que voy a esforzarme
en entretenerlo! No; ésa no es la idea que tengo
yo de lo que es una esposa. Es tarea del marido
complacer a la esposa, no la de ella complacerlo
a él; y si él no está satisfecho de ella tal como es,
y agradecido de poseerla además, no es digno de
ella, y eso es todo. En cuanto a la persuasión, le
aseguro que no me voy a molestar con eso: ya
tengo bastante con aguantarlo tal como es, sin
intentar reformarlo. Pero siento haberla dejado
tanto tiempo sola, señorita Grey. ¿Cómo ha
pasado el rato? -Principalmente observando a los
grajos.
-¡Vaya por Dios, cómo ha debido de aburrirse!
Realmente tengo que enseñarle la biblioteca, y
debe usted llamar para pedir todo lo que quiera,
tal como lo haría en una posada, y estar lo más
cómoda posible. Tengo motivos egoístas por
querer tenerla contenta, pues quiero que se
quede conmigo y que no cumpla su horrible
amenaza de irse corriendo en un par de días.
-Bien, no deje usted que la tenga más tiempo
fuera del salón esta noche, pues ahora estoy
cansada y quisiera acostarme.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora