CAPÍTULO XII. EL CHAPARRÓN

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La siguiente visita que hice a Nancy Brown fue
durante la segunda semana de marzo porque, a
pesar de que tenía muchos minutos libres a lo
largo del día, rara vez conseguía tener una hora
entera para mí sola, ya que, como todo dependía
del capricho de la señorita Matilda y su hermana,
no podía haber orden ni regularidad; y cualquier
actividad que yo eligiera, cuando no estaba
ocupada por ellas o sus asuntos, debía mantener
los lomos ceñidos, los pies calzados y el báculo
en la mano, por así decirlo, pues no estar disponible en el mismo momento en que me llamaban
era considerado una ofensa imperdonable no sólo
por mis alumnas y su madre sino incluso por la
criada que venía sin aliento en mi busca,
exclamando:
-Debe usted ir directamente al aula, señora,
¡las señoritas la ESPERAN!
¡Clímax de horror! ¡Esperando a su institutriz,
nada menos!
Pero esta vez estaba bastante confiada en
tener una hora o dos a mi disposición, pues
Matilda se estaba preparando para un largo paseo
a caballo y Rosalie se estaba vistiendo para ir a
cenar a casa de lady Ashby, por lo que aproveché
la ocasión para dirigirme a la casita de la viuda,
donde la encontré algo preocupada por su gata,
que llevaba ausente todo el día. La consolé con
todas las anécdotas de las correrías habituales
del animal que pude recordar.
-Me dan miedo los guardabosques -dijo- y no
pienso en otra cosa. Si los jóvenes caballeros
estuvieran en casa, pensaría que ellos habían
mandado sus perros tras ella, para fastidiarla,
pobrecita, como han hecho con los gatos de
mucha pobre gente, pero ahora no puedo temer
eso.
Nancy tenía mejor los ojos, aunque distaban
mucho de estar bien del todo; había estado
intentando hacer una camisa de domingo para su
hijo, pero me dijo que sólo soportaba hacer un
poquito de vez en cuando, por lo que progresaba
con lentitud, aunque al pobre muchacho le hacía
mucha falta. Así que me proponía ayudarla un
poco, después de leerle, pues me sobraba tiempo
aquella tarde y no debía regresar hasta la caída
de la tarde. Aceptó agradecida mi ofrecimiento.
-Y además usted me hará compañía, señorita dijo-, pues me siento muy sola sin la gata.
Pero cuando había acabado de leer y llevaba
media costura hecha, con el ancho dedal de
Nancy acoplado al dedo por medio de un papel
enrollado alrededor, me interrumpió la llegada del
señor Weston con la susodicha gata en brazos.
Ahora vi que sabía sonreír, y que además lo hacía
de forma muy agradable.
-Le he hecho un gran favor, Nancy -comenzó;
luego, al verme, reconoció mi presencia con una
pequeña reverencia. Yo hubiera sido invisible
para el señor Hatfield o cualquier otro caballero de
aquel entorno-. Le he rescatado la gata -continuó-
de las manos, o mejor dicho la escopeta, del
guardabosque del señor Murray.
-Que Dios le bendiga, señor -exclamó la
anciana agradecida, a punto de llorar de felicidad
al coger de sus brazos a su favorita.
-Cuide usted de ella -dijo él- y no permita que
se acerque a la conejera, pues el guardabosque
jura que la matará de un tiro si vuelve a verla allí.
Lo habría hecho hoy si no llego a estar yo allí a
tiempo para impedírselo. Creo que llueve, señorita
Grey -añadió con voz más queda, viendo que
había apartado mi labor y me preparaba para
marcharme-. No permita usted que yo le
moleste... No me quedaré más de un par de
minutos.
-Se quedarán ambos hasta que acabe este
chaparrón -dijo Nancy mientras atizaba el fuego y
colocaba otra silla junto a él-. ¡Vaya!, si hay sitio
aquí para todos.
-Veo mejor aquí, gracias, Nancy -respondí,
llevando mi labor junto a la ventana, donde tuvo la
bondad de dejar que me quedara tranquila,
mientras ella cogió un cepillo para quitarle los
pelos de la gata al abrigo del señor Weston, le
quitó cuidadosamente la lluvia del sombrero, y le
dio de cenar a la gata, sin dejar de hablar todo el
rato: ora dando las gracias a su amigo el clérigo
por lo que había hecho, ora preguntándose cómo
la gata habría descubierto la conejera, ora
lamentándose de las posibles consecuencias de
dicho descubrimiento. Él escuchaba con una
sonrisa tranquila y bonachona y finalmente,
accediendo a sus insistentes invitaciones, tomó
asiento, aunque repitió que no tenía intención de
quedarse.
-Tengo que ir a otro lugar -dijo- y veo (mirando
el libro que estaba sobre la mesa) que otra
persona le ha leído.
-Sí, señor, la señorita Grey ha tenido la
amabilidad de leerme un capítulo, y ahora me
ayuda con una camisa para Bill, pero me temo
que vaya a tener frío allí. ¿No quiere usted
acercarse al fuego, señorita?
-No, gracias, Nancy, no tengo frío. Debo irme
en cuanto se acabe este chaparrón.
-¡Ay, señorita! Si ha dicho usted que podía
quedarse hasta la caída de la tarde -exclamó la
anciana provocativa, y el señor Weston cogió el
sombrero.
-No, señor -dijo ella-, por favor no se vaya
ahora que llueve tanto.
-Pero tengo la impresión de que impido a su
visita acercarse al fuego.
-En absoluto, señor Weston -respondí,
esperando que no habría ninguna maldad en un
embuste de tal naturaleza.
-¡No, ya lo creo! -exclamó Nancy-. Si hay sitio
de sobra. -Señorita Grey-dijo él, medio en broma,
como si sintiera la necesidad de cambiar de tema
aunque no tuviese nada especial que decir-,
quisiera que me disculpara usted ante el señor de
la mansión cuando lo vea. Estaba presente
cuando he rescatado a la gata de Nancy, y no ha
aprobado exactamente mi hazaña. Le he dicho
que la gata significaba más para ella que todos
los conejos para él, y tan audaz afirmación ha
merecido que me dedicase unas palabras muy
poco caballerosas y me temo que le he replicado
con demasiado entusiasmo.
-¡Vaya por Dios, señor! Espero que no se haya
peleado con el amo por culpa de mi gata. No
soporta el señor que se le replique.
-Oh, no importa, Nancy. No me preocupa
realmente: no he dicho nada muy descortés, y
supongo que el señor Murray está acostumbrado
a utilizar un lenguaje algo fuerte cuando se
enfada.
-Sí, señor; es una lástima.
-Y ahora realmente debo marcharme. Tengo
que ir a visitar un sitio una milla más allá, y no
querrá usted que vuelva a oscuras; además, casi
ha dejado de llover ahora, así que buenas tardes,
Nancy. Buenas tardes, señorita Grey.
-Buenas tardes, señor Weston... pero no
cuente usted conmigo para que le haga las paces
con el señor Murray, pues nunca lo veo, o no para
hablar con él.
-¿De veras? Entonces no tiene remedio contestó con afligida resignación; luego, con una
extraña medio sonrisa, añadió-: pero no importa;
creo que el señor tiene más motivos para
disculparse que yo -y salió de la casita.
Continué cosiendo mientras tuve luz para ver;
luego le deseé buenas noches a Nancy, cortando
su excesiva gratitud con la innegable afirmación
que sólo había hecho por ella lo que ella hubiera
hecho por mí, si hubiera estado en mi lugar y yo
en el de ella, y regresé apresurada a Horton
Lodge, donde, al entrar en el aula, encontré la
mesa del té envuelta en confusión, con la bandeja
inundada de té y la señorita Matilda de un humor
feroz.
-Señorita Grey, ¿qué demonios hacía? Tomé
el té hace media hora, y tuve que preparármelo yo
y beberlo sola. ¡Debería usted volver más pronto!
-He ido a ver a Nancy Brown. No creía que
hubiera regresado usted de cabalgar.
-¡Me gustaría saber cómo iba a cabalgar bajo la
lluvia! El condenado chaparrón ya fue bastante
molesto, llegando cuando estaba en plena
marcha; y luego venir para encontrar que no había
nadie para tomar el té conmigo... iy sabe usted
que no sé hacer el té a mi gusto!
Aguanté sus vulgares reproches con
sorprendente ecuanimidad, incluso con buen
humor, pues era consciente de que había hecho
más bien a Nancy Brown que mal a ella; y quizás
algún otro pensamiento ayudara a no perder el
ánimo e impartir gusto a la taza de té frío y pasado
y encanto a la mesa por lo demás desagradable y
-he estado a punto de decir a la cara poco amable
de la señorita Matilda. Pero al poco rato se fue a
los establos y me dejó para que disfrutase
tranquilamente de la comida solitaria.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora