CAPÍTULO XVI. LA SUSTITUCIÓN

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El domingo siguiente fue uno de los días más
sombríos de abril, un día de nubes densas y
oscuras y de fuertes chaparrones. Ninguno de los
Murray se mostró dispuesto a ir a la iglesia por la
tarde, excepto Rosalie: ella se empeñaba en ir
como de costumbre; así que pidió que le preparasen el carruaje y yo fui con ella, de muy buena
gana, por supuesto, pues en la iglesia podía mirar
sin miedo de desprecio o censura una forma y un
rostro más agradables para mí que la más
hermosa de las creaciones de Dios; podía
escuchar sin estorbos una voz más encantadora
para mis oídos que la música más dulce; podía
establecer comunicación con el alma que me
interesaba tan profundamente, y embeberme en
sus pensamientos más puros y sus aspiraciones
más sagradas sin nada que estropeara tal felicidad
excepto los secretos reproches de mi conciencia,
que me susurraba demasiado a menudo que me
engañaba a mí misma y me burlaba de Dios al dedicar más el corazón a la criatura que al creador.
A veces estos pensamientos me inquietaban
mucho, pero a veces conseguía acallarlos
pensando:
No es al hombre, sino su bondad, lo que amo.
«Cuanto hay de verdadero, de honorable, de
laudable, de virtuoso y de digno de alabanza, a
eso estad atentos».
Hacemos bien adorando a Dios en sus obras; y
no conozco ninguna de ellas donde brillen tantos
de sus atributos o tanto de su propio espíritu como
en este fiel siervo suyo, a quien conocer y no
apreciar sería una insensibilidad obtusa por mi
parte, ya que tengo tan pocas cosas que ocupen
mi corazón.
Casi inmediatamente después de la conclusión
del servicio, la señorita Rosalie abandonó la
iglesia. Tuvimos que quedarnos de pie en el
porche, porque llovía y el carruaje no había
llegado todavía. Me sorprendió que hubiera salido
tan precipitadamente, porque no estaba ni el joven
Meltham ni el caballero Green, pero pronto me di
cuenta de que lo había hecho con el fin de
conseguir una entrevista con el señor Weston
cuando saliera, cosa que hizo enseguida, y,
después de saludarnos a ambas, habría seguido
su camino, pero ella lo detuvo, primero con
comentarios sobre el tiempo desapacible y
después preguntándole si tendría la bondad de
acudir al día siguiente a ver a la nieta de la
anciana que cuidaba de la casita del portero, pues
la niña tenía fiebre y quería verlo. Prometió
hacerlo.
-¿Y a qué hora es probable que vaya usted,
señor Weston? La anciana quisiera saber cuándo
esperarlo... ya sabe usted que esta gente le da
más importancia a tener sus casitas ordenadas
cuando los visitan las personas de bien de lo que
solemos imaginar.
He aquí un maravilloso ejemplo de
consideración de la irreflexiva señorita Rosalie.
El señor Weston dijo una hora de la mañana a
la que intentaría ir allí. Para entonces, ya estaba
listo el carruaje y esperaba el lacayo, con
paraguas abierto, a escoltar a la señorita Rosalie a
través del patio de la iglesia. Yo estaba a punto de
seguirlos, pero el señor Weston también tenía un
paraguas y me ofreció el beneficio de su
protección, pues llovía fuertemente. -No, gracias,
no me molesta la lluvia -dije.
Siempre me abandonaba el sentido común
cuando me tomaban por sorpresa.
-Pero no le gustará, supongo. En cualquier
caso, un paraguas no le hará ningún daño respondió, con una sonrisa que demostraba que
no estaba ofendido, como lo hubiera estado un
hombre de peor carácter o menos perspicacia por
semejante negativa a aceptar su ayuda.
No podía negar la veracidad de su afirmación,
por lo que fui con él hasta el carruaje; incluso me
ofreció la mano al subir, una cortesía innecesaria,
pero también la acepté por temor a ofenderlo. Me
dirigió una mirada, una sonrisita al separarnos...
fue sólo un momento, pero vi en ella, o me pareció
ver, un significado que prendió en mi corazón una
llama más viva de esperanza de la que hubiera
existido antes.
-Habría enviado al lacayo a por usted, señorita
Grey, si hubiera esperado un momento. No hacía
falta que aceptase el paraguas del señor Weston comentó Rosalie, con una nube muy poco amable
en su bonito rostro.
-Habría venido sin paraguas, pero el señor
Weston me ha ofrecido el suyo y no podía
rechazar más su ofrecimiento de lo que he hecho
sin ofenderlo -respondí yo con una plácida sonrisa,
pues mi felicidad interior convertía en divertido
algo que en otra ocasión me habría herido.
El carruaje ya estaba en marcha. La señorita
Rosalie se inclinó hacia delante y miró por la
ventanilla al adelantar al señor Weston. Éste iba
caminando por la carretera en dirección a su casa,
y no volvió la cabeza.
-¡Idiota! -exclamó, apoyándose violentamente
en el asiento-. ¡No sabes lo que te has perdido por
no mirar hacia aquí!
-¿Qué se ha perdido?
-Una reverencia mía, que lo habría elevado al
séptimo cielo.
No contesté. Vi que estaba de mal humor,
hecho que me proporcionó un placer secreto, no
porque estuviera molesta, sino porque creía tener
motivos para estarlo. Me hizo pensar que mis
esperanzas no eran del todo fruto de mis deseos y
mi imaginación.
-Pienso quedarme con el señor Weston en
lugar del señor Hatfield -dijo mi compañera tras
una breve pausa, recuperando un poco su buen
humor habitual-. El baile de Ashby Hall se celebra
el martes, ¿sabe?, y mamá cree que es muy
probable que sir Thomas me proponga matrimonio
entonces... estas cosas se hacen a menudo en la
intimidad del salón de baile, cuando es más fácil
seducir a los caballeros y las damas están más
seductoras. Pero si he de casarme tan pronto,
debo aprovechar al máximo el momento
presente: estoy decidida a que Hatfield no sea el
único hombre que me ponga a los pies el
corazón, rogándome en vano que acepte tan despreciable regalo.
-Si pretende usted que el señor Weston sea
uno de sus víctimas -dije yo, con fingida
indiferencia-, tendrá usted que hacer tales
proposiciones que le será difícil retractarse
cuando él le pida que cumpla con las
expectativas que ha suscitado.
-No creo que llegue a pedirme que me case
con él, ni lo deseo... ¡sería demasiado
presuntuoso por su parte! Pero pretendo que
sienta mi poder -de hecho ya lo ha sentido- y que
lo reconozca. Y las esperanzas visionarias que
pueda albergar, debe guardarlas para sí, y a mí
sólo divertirme con el resultado de las mismas...
durante algún tiempo.
«¡Ojalá algún espíritu amable le susurrase
estas palabras en el oído!», exclamé para mis
adentros. Estaba demasiado indignada para
arriesgarme a responder a su observación en voz
alta; y no se dijo nada más sobre el señor Weston
aquel día, por mí o que yo oyera.
Pero a la mañana siguiente, poco después del
desayuno, la señorita Rosalie entró en el aula,
donde se encontraba conmigo su hermana,
ocupada en sus estudios... o mejor dicho, sus
lecciones, pues no estudiaba... y dijo:
-Matilda, quiero que des un paseo conmigo
alrededor de las once.
-¡Oh, no puedo, Rosalie! Tengo que dar
instrucciones sobre la nueva brida y sudadero, y
hablar con el cazador de ratas sobre sus perros...
Debe acompañarte la señorita Grey.
-No, quiero que vengas tú -dijo Rosalie, y
llevando a su hermana junto a la ventana, le
susurró al oído una explicación, tras lo cual
consintió en ir con ella.
Yo recordaba que las once era la hora a la
que el señor Weston pensaba ir a la casita del
portero; y, al recordarlo, me di cuenta de toda la
maquinación.
En consecuencia, en la cena se me brindó una
larga explicación de cómo les había alcanzado el
señor Weston mientras caminaban por la
carretera; y de cómo habían dado un largo paseo
y mantenido una larga conversación con él, y lo
habían encontrado un compañero agradable; y de
cómo él debía estar, y evidentemente estaba,
encantado con ellas y con su asombrosa
condescendencia, etc.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora