CAPÍTULO IX. EL BAILE

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Bien, señorita Grey -exclamó la señorita
Rosalie, en cuanto entré en el aula tras quitarme
las prendas de abrigo al regreso de mis cuatro
semanas de vacaciones-. Bien, cierre usted la
puerta y siéntese y le hablaré del baile.
-¡No, maldita sea, no! -gritó la señorita Matilda-
. Cierra el pico, ¿quieres?, y deja que le hable yo
de mi nueva yegua... ¡Qué maravilla, señorita
Grey! Una espléndida purasangre...
-¡Chitón, Matilda, deja que yo le cuente mis
noticias primero!
-¡Que no, maldita sea, Rosalie, tardarías
mucho tiempo! Me escuchará a mí primero, ¡que
me cuelguen si no!
-Siento darme cuenta, señorita Matilda, de
que aún no se ha deshecho de ese terrible
hábito.
-Bien, pues no puedo evitarlo: pero no volveré
a decir una palabra malsonante si me escucha a
mí y le dice a Rosalie que cierre el maldito pico.
Rosalie protestó y creí que me iban a partir en
pedazos entre las dos, pero como la señorita
Matilda tenía la voz más fuerte, al final se rindió
su hermana y le permitió contar su historia antes:
así me vi condenada a oír una larga descripción
de su maravillosa yegua, su crianza y su pedigrí,
sus pasos, sus hazañas, su brío, etc., y de su
propia habilidad y valor asombrosos al montarla,
concluyendo con la afirmación de que podía
saltar una valla de cinco barras «tan fácilmente
como guiñan», que su papá había dicho que
podía ir con ellos en la próxima caza del zorro y
que su mamá le había mandado hacer un traje
de amazona de color escarlata vivo.
-¡Oh, Matilda, qué embustes le cuentas!
-Bien -respondió ella-, sé que podría saltar
una valla de cinco barras si me lo propusiera, y
papá me dirá que puedo ir a la caza y mamá
mandará hacer el traje cuando se lo pida.
-Bien, ahora cállate -respondió la señorita
Rosalie- y, querida Matilda, intenta ser un poco
más femenina. Señorita Grey, ojalá le dijera
usted que no utilice unas palabras tan ofensivas:
se empeña en llamar yegua a su caballo, ¡es tan
inconcebiblemente ofensivo! Y luego utiliza unas
expresiones tan terribles para describirlo, que ha
debido de aprender de los mozos de cuadra.
Casi me da un ataque cada vez que empieza.
-¡Las he aprendido de papá, idiota, y de sus
divertidos amigos! -dijo la joven, haciendo
chasquear vigorosamente el látigo que llevaba
habitualmente en la mano-. Soy tan buena
conocedora de los caballos como el que más.
-Bueno, pues cállate ya, muchacha
escandalosa; de verdad que me va a dar un
ataque si sigues así. Y ahora, señorita Grey,
hágame caso, que le voy a hablar del baile. Debe
de estar muerta de ganas de enterarse, lo sé. ¡Y
qué baile! ¡Nunca ha visto ni oído ni leído ni
soñado con nada parecido en toda su vida! Los
adornos, la diversión, la cena, la música fueron
indescriptibles. ¡Y los invitados! ¡Vinieron dos
nobles, tres hidalgos y tres damas linajudas!,
además de innumerables damas y caballeros
más. Las damas, por supuesto, no me interesaban excepto para ponerme de buen humor al
ver lo feas y torpes que eran casi todas; y las
mejores, me dijo mamá, las bellezas más
trascendentales de entre ellas, no eran nada a mi
lado. En cuanto a mí, señorita Grey, siento
muchísimo que no me viese usted. Estaba
encantadora, ¿verdad, Matilda?
-Regular.
-No, de verdad que lo estaba, por lo menos
eso dijo mamá... y Brown y Williamson. Brown
dijo que estaba segura de que ningún caballero
me podría echar la vista encima sin enamorarse
en el acto, así que hay que permitir que me
sienta un poco vanidosa. Ya sé que usted me
considera una joven frívola y engreída, pero sabe
que no lo achaco todo a mi atractivo personal.
Tengo que dar algún crédito a la peluquera, y
también a mi vestido exquisito -mañana lo verá-,
gasa blanca sobre raso rosado, y tan bien hecho,
y un collar y una pulsera de preciosas perlas
grandes.
-No tengo ninguna duda de que estuviera
usted encantadora. ¿.Pero debe darle tanta
importancia?
-Oh, no... no sólo a eso. Pero, verá, me
admiraron tanto e hice tantas conquistas aquella
noche que le asombraría saber...
-¿Pero de qué le servirá?
-¿Que de qué me servirá? ¡Y que una mujer
me pregunte eso!
-Bien, a mí me parece que una conquista
debería ser suficiente, o demasiado, a no ser que
la atracción sea mutua.
-Vaya, pero ya sabe que nunca estoy de
acuerdo con usted en estos temas. Espere un
poco y le contaré quiénes fueron mis principales
admiradores, los que destacaron aquella noche y
después, pues he ido a dos fiestas desde
entonces. Desgraciadamente los dos nobles, lord
G- y lord F-, están casados, o puede ser que yo
me hubiese dignado ser especialmente amables
con ellos. Dado que es así, no lo hice, aunque
era evidente que lord F-, que odia a su esposa,
había quedado prendado de mí. Me sacó a bailar
dos veces; por cierto baila muy bien, y yo
también, no se imagina lo bien que lo hice... me
sorprendí a mí misma. Milord también me felicitó
mucho -demasiado, a decir verdad- y me pareció
que lo correcto sería mostrarme un poco altiva y
distante. Pero tuve el gusto de ver cómo su
desagradable esposa quisquillosa estaba a punto
de morirse de despecho y enojo...
-¡Oh, señorita Murray! ¡No me diga que
disfrutó de una cosa así! Por quisquillosa o...
-Bien ya sé que no está bien, pero no importa.
Pienso ser buena alguna vez, pero no me
sermonee, ande, sea buena... aún no le he
contado ni la mitad... Veamos... Oh, iba a contarle cuántos admiradores tuve: sir Thomas
Ashby fue uno, sir Hugh Meltham y sir Broadley
Wilson son unos viejos excéntricos, dignos
compañeros de mamá y papá. Sir Thomas es
joven, rico y alegre, pero feísimo; no obstante,
mamá dice que eso no me importará después de
conocerlo algunos meses. Luego estaba Harry
Meltham, el hijo menor de sir Hugh, bastante bien
parecido y un tipo agradable para coquetear con
él; pero al ser un hijo menor, no sirve para nada
más que eso. También estaba el joven señor
Green, bastante poco, pero su familia no es
nadie, y él es muy tonto, un cateto bobalicón;
después, nuestro buen rector, el señor Hatfield,
que debía considerarse un humilde admirador,
pero me temo que se le ha olvidado incluir la
humildad entre su colección de virtudes
cristianas.
-¿El señor Hatfield estuvo en el baile?
-Sí, desde luego. ¿Creía usted que era
demasiado bueno para venir?
-Pensé que le podía parecer poco clerical.
-Nada de eso. No profanó su vocación
bailando, pero le costó reprimirse, pobre hombre.
Tenía aspecto de estar muriéndose de ganas de
pedirme por lo menos un baile; y por cierto, tiene
un asistente nuevo... el viejo enclenque del señor
Bligh ha conseguido por fin la parroquia tanto
tiempo deseada y se ha marchado.
-¿Y cómo es el nuevo?
-¡Un bruto! Weston se llama. Se lo puedo
describir con tres palabras: un zoquete
insensible, feo y tonto. Son cuatro, pero es
igual... basta de hablar de ése.
Volvió al baile y me contó más sobre lo que
hizo allí y en las varias fiestas a las que había
asistido después, y más datos sobre sir Thomas
Ashby y los señores Meltham, Green y Hatfield y
la impresión imborrable que había causado en
cada uno de ellos.
-Bien, ¿y cuál de los cuatro le gusta más? -
pregunté, reprimiendo el tercer o cuarto bostezo.
-Los detesto a todos -respondió ella,
sacudiendo sus relucientes tirabuzones con
enérgico desdén.
-Eso quiere decir, supongo, que le gustan
todos, pero, ¿cuál le gusta más?
-No, verdaderamente los detesto a todos.
Pero Harry Meltham es el más guapo y divertido,
el señor Hatfield el más inteligente, sir Thomas el
más malvado y el señor Green el más tonto. Pero
al que voy a elegir, supongo, si estoy condenada
a elegir a alguno de ellos, es a sir Thomas
Ashby.
-No será verdad, si es tan malvado y si no le
gusta.
-Oh, no me importa que sea malvado; eso es
lo mejor que tiene. Y en cuanto a no gustarme,
no me importaría mucho ser lady Ashby de
Ashby Park, si he de casarme; pero si pudiera
ser siempre joven, seguiría siempre soltera. Me
gustaría divertirme mucho y coquetear con todo
el mundo hasta que esté a punto de que me
llamen solterona. Y entonces, para librarme de la
infamia de eso, después de haber hecho diez mil
conquistas, me gustaría romperles el corazón a
todos menos a uno casándome con un marido de
alta alcurnia, rico e indulgente a quien, por otra
parte, cincuenta mujeres se mueran por atrapar.
-Bien, ya que opina usted así, quédese
soltera, por supuesto, y no se case nunca, ni
siquiera para librarse de la infamia de ser
solterona.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora