CAPÍTULO VI. DE VUELTA A LA RECTORÍA

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Durante unos cuantos meses permanecí
tranquilamente en casa, disfrutando
apaciblemente de la libertad y el descanso y el
verdadero afecto, de los que me había visto tanto
tiempo privada, y siguiendo seriamente con mis
estudios con el fin de recuperar lo perdido durante
mi estancia en Wellwood House y acumular
nuevas reservas para futuro uso.
La salud de mi padre aún no estaba muy bien,
aunque no materialmente peor que la última vez
que lo había visto, y me alegraba de tener la
capacidad de animarlo con mi regreso y divertirlo
cantando sus melodías preferidas.
Nadie se alegró de mi fracaso ni me dijo que
debía haber escuchado sus consejos y haberme
quedado en casa. Todos estaban contentos de
tenerme de vuelta y me colmaban de más
amabilidad que antes, para compensarme por
todo lo que había sufrido. Pero nadie consintió en
tocar ni un chelín de lo que tan a gusto había
ganado y tan cuidadosamente ahorrado, con la
esperanza de gastarlo con ellos. A fuerza de
hacer economías y escatimar gastos, nuestras
deudas ya estaban casi todas pagadas. Mary
había tenido mucho éxito con sus dibujos, pero
nuestro padre había insistido en que ella también
se quedase con todos los beneficios de su
industria. Todo lo que podíamos evitar invertir en
abastecer nuestro humilde guardarropa y en
nuestros pequeños gastos personales nos ordenó
guardarlo en la caja de ahorros, diciendo que no
sabíamos lo pronto que podríamos tener que
depender sólo de esta cantidad para sobrevivir,
pues él creía que le quedaba poco tiempo de estar
con nosotros, y que sólo Dios sabía qué sería de
nuestra madre y de nosotras cuando él ya no
estuviera.
¡Querido papá!, si se hubiera preocupado
menos de las aflicciones que nos amenazaban en
caso de su muerte, estoy convencida de que ese
funesto acontecimiento no hubiese tenido lugar
tan pronto. Mi madre nunca le permitía reflexionar
sobre ello si podía evitarlo.
-¡Oh, Richard! -exclamó en una ocasión-, si te
olvidaras de esas cuestiones tan tétricas, vivirías
tanto como cualquiera de nosotras; por lo menos
vivirías bastante para ver casadas a las chicas y
para ser un feliz abuelo con una jovial vieja por
compañera.
Mi madre se rió y mi padre también, pero la
risa de él se convirtió en un melancólico suspiro.
-¡Casadas ellas, pobres indigentes! -dijo-.
¿Quién querrá casarse con ellas?
-Pues nadie que no esté encantado de
conseguirlas. ¿No era yo una indigente cuando te
casaste tú conmigo? Y por lo menos fingiste estar
muy contento con tu adquisición. Pero no importa
que se casen o no; podemos inventar mil maneras
de ganarnos el pan; y me extraña, Richard, que
puedas calentarte la cabeza preocupándote por
nuestra pobreza en caso de tu muerte, como si
nos importase eso comparado con la calamidad
de perderte a ti, una aflicción que, lo sabes bien,
eclipsaría a todas las demás y que tú debes hacer
todo lo posible por evitarnos; no hay nada como
una mente optimista para mantener sano el
cuerpo.
-Ya sé, Alice, que no está bien estar siempre
lamentándose como yo, pero no puedo evitarlo;
debes tener paciencia conmigo.
-¡No tendré paciencia contigo si logro hacerte
cambiar! -respondió mi madre, pero el sincero
afecto de su tono y su bonita sonrisa superaban la
aspereza de sus palabras y mi padre volvió a
sonreír con menos tristeza y por más tiempo de lo
habitual.
-Mamá -dije yo en cuanto encontré la
oportunidad de hablar con ella a solas-, tengo
poco dinero y durará poco; si pudiera aumentarlo,
reduciría la ansiedad de papá por un tema por lo
menos. No sé dibujar como Mary, y lo mejor que
podría hacer sería buscar otro empleo.
-¡Conque lo volverías a intentar, Agnes!
-Desde luego que sí.
-Pues, querida mía, yo creía que ya habías
tenido suficiente.
-Pero yo sé -dije- que no todo el mundo es
como los señores Bloomfield...
-Los hay peores -interrumpió mi madre.
-Pero no muchos, creo -repliqué-, y estoy
segura de que no todos los niños son como los
suyos; pues Mary y yo no éramos así; siempre os
obedecíamos, ¿verdad?
-Generalmente. Pero yo no os mimaba, y no
erais ángeles después de todo: Mary era bastante
terca y tú tenías algo de mal genio; pero en
general erais muy buenas.
-Sé que a veces me enfurruñaba, y me hubiera
gustado ver disgustados a estos niños también a
veces, porque lo hubiera podido comprender. Pero
ellos no se enfurruñaban, porque no había forma
de ofenderlos ni herirlos ni avergonzarlos; no se
les podía hacer desgraciados de ninguna manera,
excepto cuando estaban furiosos.
-Bien, si no se podía, no era culpa suya; no
puedes esperar que la piedra sea tan dúctil como
la arcilla.
-No, pero aun así, es muy desagradable
convivir con unas criaturas tan poco
impresionables y tan incomprensibles. No puedes
quererlos, y aunque pudieras, sería un desperdicio
total de cariño, pues ellos ni lo comprenderían ni
lo apreciarían ni corresponderían a él. Sin
embargo, aunque me topara de nuevo con una
familia semejante, lo cual es poco probable, tengo
toda esta experiencia desde el principio y me iría
mucho mejor que antes; el propósito final de todo
este preámbulo es: deja que lo intente de nuevo.
-Desde luego, hija mía, ya veo que no es fácil
desalentarte; y me alegro de ello. Pero deja que te
diga: estás mucho más pálida y delgada que
cuando te marchaste de casa al principio y no
podemos consentir que te arruines la salud para
acumular dinero ni para ti ni para los demás.
-Mary también dice que he cambiado, y no me
extraña mucho, pues estaba en un constante
estado de agitación y ansiedad todo el santo día;
pero la próxima vez estoy decidida a tomarme las
cosas con calma.
Después de algunas discusiones más, mi
madre prometió una vez más ayudarme, siempre
que me esperase y tuviese paciencia; y yo dejé
que fuera ella quien sacara el tema con mi padre
cuando y como le pareciese más aconsejable, no
dudando ni por un momento de su capacidad de
lograr su consentimiento.
Mientras tanto, buscaba con gran interés en las
columnas de anuncios de los periódicos, y escribí
respuesta a todos los «Se busca institutriz» que
parecieran mínimamente aceptables. Pero
enseñaba concienzudamente a mi madre todas
mis cartas y las respuestas a ellas, cuando las
había, y ella, para gran desazón mía, me hizo
rechazarlos puestos uno tras otro: unos porque
eran personas rastreras, otros demasiado exigentes en sus requerimientos y aquéllos demasiado
tacaños a la hora de la remuneración.
-Tus talentos no son los de cualquier hija de
clérigo, Agnes -me decía-, y no debes
desperdiciarlos. Recuerda que has prometido
tener paciencia, no hay ninguna prisa, tienes
mucho tiempo por delante, y habrá muchas más
ocasiones.
Finalmente me aconsejó que pusiera un
anuncio en el periódico, diciendo mis
cualificaciones, etc.
-Música, canto, dibujo, francés, latín y alemán
–dijo- no son poca cosa; muchos se alegrarán de
reunir tanto en un mismo profesor y esta vez
probarás fortuna con una familia algo más
encumbrada, con la de un verdadero caballero de
pura cepa, pues es más probable que éstas te
traten con el debido respeto y consideración que
los peseteros comerciantes y arrogantes
advenedizos. He conocido a varias familias de las
más elevadas que trataban a las institutrices como
a una de la familia, aunque sé que algunos son
tan insolentes y exigentes como cualquiera, pues
hay bueno y malo entre todas las clases sociales.
Redacté y envié el anuncio rápidamente. De
las dos personas que respondieron, sólo una
consentía en pagarme cincuenta libras, la suma
que me aconsejó mi madre que nombrara como el
sueldo que pretendía ganar; y yo dudaba sobre
aceptar o no, pues temía que los niños fuesen
demasiado mayores y que sus padres quisieran a
alguien más ostentoso, o con más experiencia, o
más talento que yo; pero mi madre me persuadió
que no lo rechazara por estos motivos: me iría
estupendamente, dijo, si conseguía vencer mi
apocamiento y adquirir un poco más de confianza
en mí misma. Sólo debía decir llana y
sinceramente mis habilidades y cualificaciones,
exponer las estipulaciones que decidiese hacer y
esperar el resultado.
La única estipulación que me atreví a proponer
fue pedir dos meses de vacaciones al año para
visitar a los míos, en verano y en Navidades. La
dama desconocida, en su respuesta, no puso
reparos a esto, y declaró que en lo referente a mis
habilidades estaba segura que resultaría
satisfactoria; pero en la contratación de
institutrices consideraba estas cosas meros
puntos subordinados, pues al hallarse ubicados en
las proximidades de O-, podría encontrar a
maestros para suplir cualquier deficiencia en ese
respecto, pero que, en su opinión, aparte de una
moralidad irreprochable, un temperamento dulce y
jovial y una disposición servicial, eran los requisitos más esenciales.
A mi madre esto no le hizo ninguna gracia y
puso muchos reparos a que aceptase el puesto,
con el caluroso apoyo de mi hermana; pero no
queriendo sufrir otro desengaño, les vencí a
ambas; y, habiendo obtenido primeramente el
consentimiento de mi padre, a quien había dado
parte poco tiempo antes de estas transacciones,
escribí una epístola de lo más servicial a mi
desconocida correspondiente y, finalmente, se
concluyó el negocio.
Se decretó que el último día de enero debía
ocupar mi nuevo puesto como institutriz con la
familia del señor Murray, de Horton Lodge, cerca
de O-, a unas setenta millas de nuestra aldea, una
distancia formidable para mí, que nunca me había
alejado más de veinte millas de casa en el
transcurso de mis veinte años de estancia sobre la
tierra y como, además, cada miembro de aquella
familia y cada persona de los alrededores era
desconocida para mí y para todos mis amigos.
Pero esto lo hacía incluso más emocionante:
hasta cierto punto me había librado de la
mauvaise honte que me había oprimido tanto;
había un agradable aliciente en la idea de
aventurarme por regiones desconocidas y abrirme
paso sola entre los extraños habitantes. Me
complacía que iba a ver algo del mundo; la residencia del señor Murray estaba cerca de una
gran ciudad, y no en un distrito industrial, donde la
gente no tenía otra cosa que hacer que ganar
dinero; su rango, por lo que pude deducir, parecía
ser mayor que el del señor Bloomfield y, sin duda,
sería uno de aquellos hidalgos de pura cepa de
los que hablaba mi madre, que trataría a su
institutriz con la debida consideración como una
señorita respetable y bien educada, instructora y
guía de sus hijos, y no meramente una criada
superior; además, mis alumnos, al ser mayores,
serían más racionales, más instruibles y menos
fastidiosos que los anteriores, estarían menos
confinados en el aula y no necesitarían una labor
constante y una vigilancia incesante. Y finalmente... se entremezclaban brillantes visiones con mis
esperanzas, con las que poco o nada tenían que
ver el cuidado de los niños y las simples
obligaciones de una institutriz. Así verá el lector
que no pretendía ser considerada un mártir a la
devoción filial, que salía dispuesta a sacrificar la
paz y la libertad con el solo propósito de acumular
reservas para el bienestar y sustento de mis
padres; aunque, desde luego, el bienestar de mi
padre y el futuro sustento de mi madre ocupaban
un importante lugar en mis cálculos, y cincuenta
libras no me parecía una cantidad corriente. Debía
tener ropa decente de acuerdo con mi posición;
debía, parecía ser, mandar hacer la colada fuera
de la casa, y también pagar los cuatro viajes
anuales entre Horton Lodge y mi casa; pero,
poniendo estricta atención en la economía, estaba
segura de que veinte libras, o poco más, cubrirían
estos gastos y quedarían treinta para el banco, o
poco menos. ¡Qué valioso aumento de nuestro
capital! ¡Oh, debía esforzarme por mantenerme en
este puesto, fuera como fuese! Tanto por mi
propio honor ante los míos como por el gran
servicio que les prestaría quedándome allí.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora