CAPÍTULO XXIV. LAS ARENAS

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NUESTRA escuela no estaba ubicada en el
centro de la ciudad; al entrar a A- desde el
noroeste, hay una fila de casas de aspecto
respetable a cada lado de la carretera ancha y
blanca con pequeños jardines delante de ellas,
persianas venecianas en las ventanas y unos
peldaños que conducen a cada puerta pulcra con
su pomo de latón. En una de las más grandes de
estas viviendas residíamos mi madre y yo con
todas las jóvenes damas que nuestros amigos y el
público tenían a bien encomendar a nuestro
cargo. Por consiguiente, estábamos a una
distancia considerable del mar, separadas de él
por un laberinto de calles y casas. Pero el mar me
encantaba, y con frecuencia cruzaba de buena
gana la ciudad para experimentar el placer de
pasearme por la orilla, o bien con las alumnas, o
sola, o con mi madre durante las vacaciones. Lo
encontraba delicioso en todo momento y en todas
las estaciones, pero especialmente bajo la brava
agitación de una turbulenta brisa marina y con el
frescor resplandeciente de una mañana estival.
Me desperté temprano la tercera mañana tras
mi regreso de Ashby Park... el sol atravesaba la
persiana y pensé en lo agradable que sería pasar
por la ciudad dormida para dar un paseo solitario
sobre las arenas mientras que medio mundo
estaba acostado. Naturalmente no quise
despertar a mi madre, por lo que me deslicé
silenciosamente por la escalera y abrí la puerta
sin hacer ruido. Estaba vestida y en la calle
cuando el reloj de la iglesia dio las seis menos
cuarto.
Había una sensación de frescura y vigor
incluso en las calles; y cuando hube traspasado la
ciudad, cuando puse el pie sobre las arenas y
enfilé el rostro hacia la amplia bahía luminosa... no
hay lenguaje que pueda describir el efecto del profundo y claro azul del cielo y el océano, el brillante
sol matutino en la barrera semicircular de rugosos
acantilados coronados de turgentes colinas verdes
y en las lisas y extensas arenas y las rocas bajas
del mar, que tenían aspecto, con su vestimenta de
maleza y musgo, de pequeños islotes de hierba, y,
sobre todo, en las brillantes olas. Y además, ¡la
indescriptible pureza y frescura del aire! Hacía el
calor preciso para intensificar el valor de la brisa y
soplaba el viento preciso para mantener en
movimiento todo el mar, para hacer que las olas
fueran brincando hacia la orilla, espumosas y
centelleantes, como locas de alegría. No se movía
nada más, no se veía ninguna criatura humana
más que yo. Mis pies eran los primeros en hollar
las arenas firmes e intactas; nadie más las había
pisado desde que el flujo de la marea de la noche
anterior había borrado las marcas más profundas
de ayer, dejándolas bellas y lisas excepto donde la
retirada del agua había dejado las huellas de rizados charcos e inquietos arroyos.
Reavivada, contenta, fortalecida, fui
caminando, olvidándome de todos mis problemas,
sintiendo que tenía alas en los pies y que podía
andar por lo menos cuarenta millas sin fatigarme y
experimentando una sensación de alborozo que
no había vuelto a sentir desde que era muy joven.
A alrededor de las seis y media, sin embargo,
empezaron a acudir los caballerizos para ejercitar
los caballos de sus amos, primero uno y luego
otro, hasta una docena de caballos y cinco o seis
jinetes, pero no tenía que preocuparme porque no
llegarían hasta las rocas a las que yo me acercaba
en aquel momento. Cuando las hube alcanzado y
pasado por encima de las húmedas algas
resbaladizas (a riesgo de caer en alguno de los
muchos charcos de clara agua salada que había
entre las rocas) hasta un pequeño promontorio
musgoso salpicado por el mar, miré atrás de
nuevo para ver quién más estaba. Todavía se veía
sólo a los madrugadores mozos con sus caballos y
a un caballero con la oscura mota de un perro
corriendo delante y un carro que venía de la
ciudad para cargar agua para los caños. Dentro de
un minuto o dos, las lejanas máquinas de agua se
pondrían en funcionamiento: y entonces los
caballeros mayores de regulares costumbres y las
sobrias damas cuáqueras acudirían para dar sus
paseos matutinos curativos. Pero por muy
interesante que fuese tal panorama, no podía
esperar para presenciarlo, pues el sol y el mar me
deslumbraban tanto que sólo pude echar un
vistazo en aquella dirección. Por lo tanto, me giré
de nuevo para deleitarme con la vista y el sonido
del mar lanzándose contra mi promontorio, sin una
fuerza desmedida, porque las enmarañadas algas
y las invisibles rocas de debajo rompían la oleada;
si no, pronto me hubiera visto anegada por el
rocío.
Pero crecía la marea; el agua subía; se
llenaban los golfos y los lagos; los estrechos se
hacían más anchos: era el momento de buscar un
suelo más seguro. Así que caminé, patiné y
resbalé de vuelta a las suaves y amplias arenas, y
decidí continuar hasta cierto abrupto saliente de
los acantilados antes de regresar.
Al poco rato oí ruido de resuellos detrás de mí y
un perro se acercó meneándose retozón a mis
pies. ¡Era Snap, mi pequeño terrier escocés!
Cuando pronuncié su nombre, me saltó hacia el
rostro aullando de gozo.
Casi tan encantada como él, cogí al animalillo
en mis brazos y lo besé repetidas veces. ¿Pero
cómo había llegado aquí? No había podido caer
del cielo ni hacer semejante viaje solo: lo había
debido de traer o su amo, el cazador de ratas, u
otra persona; así, reprimiendo mis desmedidas
caricias e intentando reprimir las suyas al mismo
tiempo, miré detrás de mí y vi... ¡al señor Weston!
-Su perro la recuerda bien, señorita Grey -dijo,
cogiéndome cálidamente la mano que yo le tendía
sin saber muy bien lo que hacía-. Se levanta usted
temprano.
-No a menudo tan temprano como hoy respondí con asombrosa compostura, teniendo en
cuenta todas las circunstancias.
-¿Hasta dónde piensa usted prolongar su
paseo?
-Ya pensaba regresar... debe de ser casi la
hora, me parece. Consultó su reloj -éste de oro- y
me dijo que eran las siete y cinco.
-Pero sin duda ya ha paseado bastante -dijo,
volviéndose en dirección a la ciudad, y yo
comencé a volver pausadamente sobre mis
pasos, con él caminando a mi lado.
-¿En qué parte de la ciudad vive usted? -
preguntó-. No lo he podido averiguar.
¿No lo había podido averiguar? ¿Entonces lo
había intentado? Le dije dónde vivíamos.
Me preguntó cómo iban nuestros asuntos; le
contesté que nos iban muy bien, que habíamos
aumentado considerablemente el número de
alumnas después de las vacaciones de Navidad,
y que esperábamos aún más al final de éstas.
-Usted debe de ser una profesora consumada comentó.
-No; es mi madre -respondí-; ella dirige muy
bien las cosas, y es muy activa, inteligente y
bondadosa.
-Me gustaría conocer a su madre. ¿Me la
presentará usted algún día si voy a verla?
-Sí, encantada.
-¿Y me concede el privilegio de un viejo amigo,
de ir a visitarla de vez en cuando?
-Sí, sí... supongo que sí.
Ésta era una respuesta muy tonta, pero la
verdad era que consideraba que no tenía yo el
derecho de invitar a nadie a casa de mi madre sin
el conocimiento de ésta; si hubiera dicho que «sí,
si a mi madre no le importa», parecería que yo interpretaba su pregunta como más de lo que él
expresara, así que, suponiendo que no le
importaría, añadí «supongo que sí»; pero por
supuesto habría dicho algo más sensato y más
educado si hubiera estado en posesión de mis
facultades. Proseguimos nuestro paseo durante
un minuto en silencio, un silencio roto al poco
tiempo (para gran alivio mío) por un comentario
del señor Weston sobre la brillantez de la mañana
y la belleza de la bahía y, después, sobre las
ventajas de A- respecto a otros muchos lugares
de veraneo.
-No me pregunta usted qué me ha traído a A- -
dijo-. No puede usted creer que soy lo bastante
rico como para haber venido por placer.
-Me dijeron que se había marchado de Horton.
-¿Entonces no le dijeron que había conseguido el
beneficio de F-?
F- era una aldea a unas dos millas de A-.
-No -dije-; vivimos tan completamente retiradas
del mundo, incluso aquí, que rara vez me llegan
noticias de ninguna fuente, con excepción de La
Gaceta de-. Pero espero que le guste su nueva
parroquia, y que pueda felicitarle por conseguirla.
-Supongo que me gustará más la parroquia
dentro de un año o dos, cuando haya llevado a
cabo algunas reformas que anhelo o, por lo
menos, haya dado algunos pasos para lograrlo;
pero puede usted felicitarme ahora, pues me
resulta muy agradable tener siquiera parroquia
propia sin nadie que interfiera conmigo, desbarate
mis planes o inutilice mis esfuerzos. Además,
tengo una casa respetable en un vecindario
bastante agradable, y trescientas libras al año. De
hecho, no tengo más queja que de la soledad ni
más deseo que de una compañera.
Me miró al concluir y era como si el destello de
sus ojos oscuros me incendiara la cara, lo que me
produjo un gran desconcierto, pues era intolerable
mostrar confusión en tal coyuntura.
Por lo tanto hice un esfuerzo por remediar el
mal y desentenderme de cualquier aplicación
personal de su comentario con una respuesta
atropellada y mal expresada en el sentido que, si
esperaba hasta ser bien conocido en el
vecindario, podría tener muchas oportunidades de
suplir su falta entre las residentes de F- y los
alrededores, o las visitantes de A-, si necesitaba
una elección más amplia, sin darme cuenta del
cumplido implicado en tal aseveración, hasta que
su respuesta me lo hizo ver.
-No soy tan presuntuoso como para creer eso
-dijo-, aunque usted me lo diga. Pero si así fuera,
bien, soy algo exigente en cuanto a mi idea de lo
que debe ser una compañera vitalicia, y quizás
no encuentre a ninguna que me convenga entre
las damas que usted menciona.
-Si exige usted la perfección, nunca la
encontrará.
-No es así; no tengo derecho a ella, pues yo
mismo disto mucho de ser perfecto.
Aquí interrumpió nuestra conversación un
carro de agua que avanzaba pesadamente, pues
ya habíamos llegado a la parte bulliciosa de las
arenas. Y durante los siguientes ocho o diez
minutos, entre carros y caballos, burros y
hombres, hubo poco sitio para el intercambio
social hasta que le dimos la espalda al mar y
comenzamos a subir la carretera empinada que
conducía a la ciudad. Aquí mi compañero me
ofreció el brazo, aunque no con la intención de
que lo utilizara como apoyo.
-No viene usted a las arenas muy a menudo,
me parece -dijo-, porque yo he caminado por
aquí muchas veces por la mañana y por la tarde
desde que vine, y no la he visto hasta ahora; y
varias veces, al pasar por la ciudad, he buscado
su escuela, pero no se me ocurrió buscar en la
carretera de -; y una o dos veces he hecho
indagaciones, pero sin obtener la información
que quería.
Cuando hubimos ascendido la cuesta, hice
ademán de apartar el brazo del suyo, pero apretó
levemente el codo como señal tácita de que él no
lo deseaba, por lo que desistí.
Disertando sobre diferentes temas, entramos
en la ciudad y caminamos a 1o largo de varias
calles. Me di cuenta de que se desviaba de su
camino para acompañarme, a pesar de la larga
caminata que aún le esperaba, y, temiendo que
se estuviera molestando por motivos de
educación, le dije:
-Me temo que le estoy apartando de su
camino, señor Weston. Creo que la carretera de
F- está en dirección contraria.
-La dejaré al final de la próxima calle -dijo él. -
¿Y cuándo vendrá a ver a mamá?
-Mañana, si Dios quiere.
El final de la calle siguiente era casi el foral
de mi viaje. Se detuvo allí, no obstante, y me
deseó buenos días, y llamó a Snap, que parecía
dudar entre seguir a su antigua ama o a su
nuevo amo, pero cuando lo llamó éste, se
marchó con él.
-No voy a ofrecerme a devolvérselo, señorita
Grey -dijo el señor Weston con una sonrisa-,
porque me gusta.
-Oh, si no lo quiero -contesté-; ahora que
tiene un buen amo, estoy satisfecha.
-Entonces da usted por hecho que soy un
buen amo, ¿eh? El hombre y el perro se
marcharon, y yo regresé a casa, llena de gratitud
al cielo por tanta felicidad y rezando por que mis
esperanzas no se vieran de nuevo frustradas.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora