CAPÍTULO X. LA IGLESIA

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Bien, señorita Grey, ¿qué opina usted del
nuevo ayudante del párroco? -me preguntó la
señorita Rosalie cuando regresábamos de la
iglesia el domingo siguiente a la reanudación de
mis obligaciones.
-Aún no tengo opinión -fue mi respuesta-,
pues ni siquiera le he oído predicar.
-Bueno, pero lo ha visto, ¿verdad?
-Sí, pero no puedo pretender juzgar el
carácter de un hombre con una sola mirada
superficial a su rostro.
-Pero, ¿no lo encuentra muy feo?
-No me lo ha parecido especialmente; no me
desagrada ese tipo de semblante. Pero lo único
que sí me ha llamado especialmente la atención
ha sido su estilo al leer, que me ha parecido
bueno, infinitamente mejor, por lo menos, que el
del señor Hatfield. Ha leído las lecciones como si
se empeñase en dar a cada pasaje el máximo
efecto: me ha parecido que la persona más
desatenta no hubiera podido menos que atender
ni la más ignorante hubiera podido evitar
comprender. Y ha leído las oraciones como si no
estuviera leyendo sino rezando, intensa y
sinceramente, de corazón.
-Oh, sí, es para lo único que sirve. Sabe
bastante bien conducir el servicio, pero no tiene
ninguna idea que vaya más allá.
-¿Cómo lo sabe?
-Oh, lo sé muy bien; soy muy entendida en
estos asuntos. ;Ha visto cómo ha salido de la
iglesia? Caminando pesadamente, como si no
hubiera nadie allí más que él mismo, sin mirar a
izquierda ni derecha y evidentemente no
pensando en nada más que en salir de la iglesia
y, quizás, en ir a casa para comer. Esa gran
cabeza tonta no puede contener más ideas que
ésas.
-Supongo que a usted le hubiera gustado que
echase un vistazo al banco del terrateniente
Murray-dije, riéndome de la vehemencia de su
hostilidad.
-¡Por supuesto que me hubiese indignado
muchísimo si se hubiera atrevido a hacer tal
cosa! -respondió ella, alzando altivamente la
cabeza. Después, tras un momento de reflexión,
añadió-: Bien, pues. Supongo que será lo
bastante bueno para el puesto que ocupa, pero
me alegro de no depender de él para divertirme,
eso es todo. ¿Ha visto cómo el señor Hatfield se
ha apresurado a salir para que yo le saludase y
para ayudarnos a subir al carruaje?
-Sí -contesté yo, añadiendo para mis adentros
«y me ha parecido algo desdeñoso para con su
dignidad de clérigo el que se precipitase con
tanto entusiasmo desde el púlpito para
estrecharle la mano al terrateniente y ayudar a su
esposa e hijas a subir al coche; además, le
guardo rencor por casi dejarme fuera». De
hecho, aunque yo estaba de pie delante de él,
junto a los peldaños del carruaje, esperando para
subir, insistió en ayudarlas a ellas a subir y en
cerrar la puerta después, hasta que un miembro
de la familia se lo impidió gritándole que aún no
había subido la institutriz. En eso, sin una
palabra de disculpa, se marchó, dándoles los
buenos días y dejando al lacayo que acabase el
trabajo. Nota tiene: El señor Hatfield nunca me
dirigió la palabra, ni tampoco sir Hugh ni lady
Meltham, ni el señor Harry ni la señorita Meltham,
ni el señor Green ni sus hermanas, ni ningún otro
caballero o dama de los que frecuentaban
aquella iglesia, ni, a decir verdad, ninguno de los
que iban de visita a Horton Lodge.
La señorita Rosalie pidió de nuevo el carruaje
por la tarde para ella y su hermana. Dijo que
hacía demasiado frío para que disfrutaran del
jardín y que, además, creía que Harry Meltham
iría a la iglesia.
-Porque -dijo, sonriendo disimuladamente a su
bella imagen en el espejo -ha sido un asistente
ejemplar a la iglesia estos últimos domingos.
Cualquiera creería que es buen cristiano. Y usted
puede venir con nosotros, señorita Grey, pues
quiero que lo vea. Ha mejorado mucho desde que
ha vuelto del extranjero, parece mentira. Y
además, así tendrá la oportunidad de volver a ver
al hermoso señor Weston y oírlo predicar.
Lo oí predicar y me complació mucho la
verdad evangélica de su doctrina así como la
sincera sencillez de sus modales y la claridad y
vigor de su estilo.
Fue de verdad refrescante oír semejante
sermón después de estar acostumbrada a oír
durante tanto tiempo los discursos secos y
prosaicos del ayudante anterior y las arengas aun
menos edificantes del rector, que solía pasar por
la nave central, o más bien avanzar como un
torbellino con su rico hábito de seda ondulando a
su espalda, crujiendo al rozar las puertas de los
bancos, subir al púlpito como un conquistador
ascendiendo al coche triunfal, y luego dejarse
caer sobre el almohadón de terciopelo en una
postura de estudiada elegancia y permanecer en
silenciosa postración durante algún tiempo.
Después solía murmurar una colecta y mascullar
el padrenuestro, levantarse, quitarse un guante
de color lavanda para que la congregación se
deleitase con la visión de sus centelleantes
sortijas, pasarse suavemente los dedos por el
cabello bien ensortijado, sacudir un pañuelo de
holanda, recitar un pasaje muy corto o, quizás,
una sola frase de las Sagradas Escrituras, como
encabezamiento de su discurso y, finalmente,
pronunciar una redacción que, como redacción,
se podría considerar buena, aunque demasiado
afectada y artificial para mi gusto: las
proposiciones estaban bien fundadas, los argumentos desarrollados con lógica y, no obstante, a
veces era dificil escucharla entera con
tranquilidad sin alguna pequeña muestra de
desaprobación o impaciencia.
Sus temas preferidos eran la disciplina
eclesiástica, los ritos y las ceremonias, la
sucesión apostólica, la obligación de reverenciar y
obedecer a los clérigos, el atroz delito de la
disidencia, la absoluta necesidad de observar
todas las formas de piedad, la censurable
presunción de los individuos que intentaban
pensar por sí mismos en temas relacionados con
la religión o seguían sus propias interpretaciones
de las Sagradas Escrituras y, de vez en cuando
(para tener contentos a sus feligreses ricos), la
necesidad de que los pobres hicieran gala de
respetuosa obediencia a los ricos, apoyando sus
máximas y exhortaciones todo el tiempo en citas
de los Padres, a los que parecía conocer mucho
mejor que a los apóstoles y los evangelistas y
cuya importancia parecía considerar por lo menos
a la par que la de éstos.
Pero de cuando en cuando nos daba un
sermón de otra índole, que algunos llamarían muy
bueno, pero árido y severo, representando la
deidad más como un terrible patrón que como un
padre benévolo. Sin embargo, mientras lo
escuchaba, me sentía inclinada a creer que el
hombre era sincero en todo lo que decía, que
había debido de cambiar sus opiniones y hacerse
verdaderamente religioso, lóbrego y austero, pero
piadoso. Mas generalmente se disipaban estas
ilusiones al salir de la iglesia cuando oía su voz
en alegre diálogo con algunos Meltham o Green
o, quizás, los mismos Murray, probablemente
riéndose de su propio sermón y diciendo que esperaba haber dado que pensar al pueblo
malhechor y a lo mejor regocijándose al pensar
que la vieja Betty Holmes dejaría el pecaminoso
capricho de la pipa que había sido su solaz cotidiano desde hacía más de treinta años, que
George Higgins se asustaría y dejaría sus paseos
vespertinos del domingo y que Thomas Jackson
tendría la conciencia muy inquieta, y se
tambalearía su confiada esperanza de una
resurrección jubilosa el día del juicio final.
De esta forma, no podía menos que concluir
que el señor Hatfield era uno de aquellos que
atan pesadas cargas, penosas de llevar, y las
colocan en los hombros de las personas mientras
que ellos mismos no las moverán con un solo
dedo, y que hacen que la palabra de Dios pierda
sentido con sus tradiciones, al enseñar como
doctrinas los mandamientos de los hombres.
Estaba muy contenta de constatar que el nuevo
ayudante, por lo que yo podía ver, no se le
parecía en ninguno de estos aspectos.
-Bien, señorita Grey, ¿qué opina de él ahora?
-me preguntó la señorita Rosalie mientras nos
sentábamos en el coche después del servicio.
-Nada malo todavía -respondí.
-¿Nada malo? -repitió con asombro-. ¿Qué
quiere usted decir?
-Quiero decir que no tengo peor opinión de él
que antes.
-¡Que no la tiene peor! ¡Ya lo creo que no,
todo lo contrario! ¿No ha mejorado mucho?
-Oh, sí, muchísimo -respondí, porque acababa
de darme cuenta de que se refería a Harry
Meltham y no al señor Weston. Aquel caballero
se había adelantado con entusiasmo para hablar
con las jóvenes damas, algo que no se hubiera
atrevido a hacer si su madre se hallase presente.
Asimismo, las ayudó a subir al carruaje, y no
intentó dejarme fuera como el señor Hatfield.
Tampoco me ofreció ayuda, por supuesto (yo no
habría aceptado de todas formas), pero mientras
la puerta siguió abierta se quedó sonriendo
tontamente y charlando con ellas, y después se
quitó el sombrero y se marchó a su propia casa,
pero yo apenas me fijé en él. Mis compañeras,
sin embargo, fueron más observadoras, y,
mientras íbamos traqueteando, hablaron entre
ellas no sólo de su apariencia, sus palabras y
actos, sino de cada facción de su rostro y cada
artículo de su vestido.
-No lo vas a tener sólo para ti, Rosalie -dijo la
señorita Matilda al final de esta conversación-. A
mí me gusta: sé que sería un compañero
agradable y jovial para mí.
-Bien, te lo puedes quedar, Matilda -respondió
su hermana, con un tono de afectada
indiferencia.
-Y estoy segura -dijo la otra- de que me
admira a mí tanto como a ti, ¿.verdad, señorita
Grey?
-No lo sé. No conozco sus sentimientos. -
Bien, pero es verdad.
-Querida Matilda, ¡nadie va a admirarte hasta
que no te deshagas de tus modales rudos y
toscos!
-¡Tonterías! A Harry Meltham le gustan estos
modales, y a los amigos de papá también.
-Bien, puede que atraigas a los viejos y a los
hijos menores, pero nadie más, estoy segura, se
va a encaprichar contigo.
-No me importa: no siempre me desvivo por el
dinero, como tú y mamá. Si mi marido es capaz
de mantener unos cuantos buenos caballos y
perros, me daré por satisfecha, y todo lo demás
puede llevárselo el diablo.
-Bien, si tienes que utilizar unas expresiones
tan ofensivas, estoy segura de que ningún
caballero se atreverá a acercarse a ti.
Realmente, señorita Grey, no debería usted
permitírselo.
-No hay forma de que lo evite, señorita
Murray.
-Y estás muy equivocada, Matilda, al creer
que Harry Meltham te admira. Te aseguro que no
es así en absoluto. Matilda empezaba a
responderle airada cuando, por fortuna, nuestro
viaje llegó a su fin; el lacayo interrumpió la disputa al abrir la puerta del coche y sacar los
peldaños para que nos apeásemos.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora