CAPÍTULO III. UNAS CUANTAS LECCIONES MÁS

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Me levanté a la mañana siguiente con una
sensación de esperanzada alegría, a pesar de las
desilusiones que ya había experimentado; pero
descubrí que vestir a Mary Ann no era tarea fácil,
pues había que untarle el abundante cabello con
pomada, luego hacer tres largas trenzas y
rematarlas con lazos de cinta, tarea que causó
grandes dificultades a mis dedos inexpertos. Me
dijo que su niñera lo hacía en la mitad de tiempo
y, por culpa de su inquieta impaciencia, consiguió
que tardase aun más. Cuando ya lo hube hecho
todo, fuimos al aula, donde me reuní con mi otro
alumno y charlé con ambos hasta la hora de bajar
a desayunar. Una vez concluida dicha comida y
tras intercambiar unas palabras de cortesía con la
señora Bloomfield, nos dirigimos de nuevo al aula,
donde comenzamos la tarea del día. Encontré
muy atrasados a mis alumnos; pero Tom, aunque
contrario a cualquier tipo de ejercicio mental, no
carecía de facultades. Mary Ann apenas sabía
leer una palabra y era tan descuidada y distraída
que no avancé mucho con ella. Sin embargo, a
fuerza de grandes arrestos y mucha paciencia,
logré hacer alguna cosa a lo largo de la mañana, y
después acompañé a mis jóvenes discípulos al
jardín y al parque contiguo para disfrutar de un recreo antes de almorzar. Allí nos fue bastante bien,
excepto que me di cuenta de que ellos no
pensaban que iban conmigo: era yo quien debía ir
con ellos adonde quisieran llevarme. Debía correr,
andar o estarme quieta exactamente según su
capricho. A mí me pareció que esto era el sentido
inverso del orden de las cosas; y me resultaba
doblemente desagradable ya que, tanto en esta
ocasión como en otras posteriores, parecían
preferir los lugares más sucios y las ocupaciones
más lúgubres. Pero no había más remedio: o los
seguía o me mantenía alejada de ellos, dando la
impresión de descuidar mis responsabilidades.
Hoy manifestaban una especial preferencia por un
pozo que había al fondo del césped, donde
estuvieron chapoteando con palos y guijarros
durante más de media hora. Yo tenía un miedo
constante de que los viese su madre por la
ventana y me echase a mí la culpa por permitirles
ensuciarse la ropa y mojarse las manos y los pies
en vez de tomar ejercicio; pero ningún
razonamiento, orden o ruego conseguía apartarlos
de allí. Si ella no los vio, sí los vio otra persona: un
señor montado a caballo había entrado por la
verja y se acercaba por el camino; a unos pies de
distancia, se detuvo y, gritando a los niños con un
tono penetrante e irascible, les ordenó
mantenerse «fuera de ese agua».
-Señorita Grey -dijo- (supongo que es usted la
señorita Grey), me sorprende que permita usted
que se ensucien la ropa de esta manera. ¿No ve
usted que la señorita Bloomfield se ha manchado
el vestido? ¿Y que los calcetines del señorito
Bloomfield están calados? ¡Y ninguno de los dos
lleva guantes! ¡Vaya, vaya! Permítame rogarle que
en el futuro los mantenga usted decentes, por lo
menos-. Y con estas palabras se dio la vuelta y
reanudó su cabalgata hasta la casa. Este era el
señor Bloomfield. Me sorprendió que llamara a
sus hijos señorito y señorita Bloomfield, y aún más
que me hablara con tan poca cortesía a mí, su
institutriz y una persona totalmente desconocida
para él. Poco después sonó la campana llamándonos. Yo comí con los niños a la una,
mientras que él y su esposa almorzaron en la
misma mesa. Su comportamiento allí no lo hizo
mejorar mucho en mi estima. Era un hombre de
estatura normal, más por debajo que por encima,
y más flaco que gordo, aparentemente de entre
treinta y cuarenta años; tenía la boca grande, un
cutis pálido y deslucido, los ojos de un azul
lechoso y el cabello del color del cáñamo. Tenía
una pierna de carnero delante; nos sirvió a la
señora Bloomfield, a los niños y a mí, pidiéndome
que les cortara la carne a los niños y luego, tras
dar varias vueltas al carnero y examinarlo desde
diferentes puntos, lo pronunció no apto para el
consumo, y pidió que le trajeran buey frío.
-¿Qué le pasa al carnero, querido? -preguntó
su compañera.
-Está demasiado hecho. ¿No se da usted
cuenta, señora Bloomfield, de que ha perdido todo
su gracia? ¿Y no ve usted que el jugo rojo se ha
secado del todo?
-Bien, creo que el buey estará a su gusto.
Le pusieron el buey delante y él comenzó a
trincharlo, pero con una expresión de disgusto de
lo más lastimoso.
-¿Qué le ocurre al buey, señor Bloomfield? Yo
creía que estaba muy bueno.
-Y estaba muy bueno. No podría haber un
trozo mejor, pero está totalmente echado a perder
-respondió él con tristeza.
-¿Cómo es eso?
-¡Que cómo! ¿Pero no ve usted cómo lo han
cortado? ¡Válgame Dios, es una vergüenza!
-Han debido de cortarlo mal en la cocina
entonces, pues estoy segura de que yo lo trinché
perfectamente ayer aquí.
-Sin duda que lo han cortado mal en la cocina,
los muy bestias. ¡Vaya, vaya! ¿Alguien ha visto un
trozo de buey tan bueno tan completamente
destrozado? Pero recuerde que, en el futuro,
cuando un plato decente se retire de esta mesa,
en la cocina no deben ni tocarlo. Recuerde eso,
señora Bloomfield.
A pesar del estado lastimoso del buey, el
caballero consiguió cortarse algunas tajadas
apetitosas, parte de las cuales se comió en
silencio. Cuando volvió a hablar, fue en un tono
menos quejumbroso, para preguntar qué había
para cenar.
-Pavo y urogallo -fue la concisa respuesta. -¿Y
qué más?
-Pescado.
-¿Qué clase de pescado?
-No lo sé.
-Que no lo sabe? -gritó él, levantando solemne
la vista del plato y dejando suspensos por el
asombro el tenedor y el cuchillo.
-No. Le he dicho a la cocinera que comprase
algo de pescado, pero no le he dicho de cuál.
-¡Es el colmo! ¡Una señora aparenta llevar una
casa y ni siquiera sabe qué pescado hay para la
cena! ¡Admite pedir pescado, pero no especifica
cuál!
-Quizás, señor Bloomfield, querrá usted pedir
la cena personalmente de ahora en adelante.
No se dijo nada más, y yo me alegré mucho de
salir del comedor con mis alumnos, porque nunca
en la vida me había sentido tan avergonzada e
incómoda por una cosa que no fuera culpa mía.
Por la tarde nos aplicamos a las lecciones de
nuevo; después volvimos a salir; luego tomamos
el té en el aula; después vestí a Mary Ann para el
postre, y cuando ella y su hermano estaban abajo
en el comedor, aproveché la oportunidad para
empezar a escribir una carta a mis seres queridos,
pero los niños subieron antes de que hubiese
escrito la mitad.
A las siete había acostado a Mary Ann; luego
jugué con Tom hasta las ocho; cuando él también
se marchó, terminé la carta y deshice las maletas,
que antes no había tenido ocasión de hacer y,
finalmente, yo también me acosté.
Pero éste es un ejemplo muy favorable del
transcurso de un día.
Mis tareas de educación y vigilancia, en lugar
de hacerse más fáciles al irnos acostumbrando yo
y mis alumnos unos a otros, se me hicieron más
trabajosas según iba descubriendo sus
caracteres. El nombre de institutriz, descubrí
enseguida, era una mera burla tal como me lo
aplicaban; mis alumnos tenían menos nociones de
lo que es la obediencia que un caballo salvaje e
indómito. El miedo habitual al genio quisquilloso
de su padre y el temor a los castigos que solía
infligirles cuando se irritaba, generalmente los
mantenía a raya cuando él estaba presente. Las
niñas también temían algo la ira de su madre, y al
muchacho de vez en cuando lo sobornaba ésta
para que hiciera lo que le mandaba con la
esperanza de una recompensa. Pero yo no tenía
recompensas que ofrecer y, en cuanto a castigos,
se me dio a entender que los padres se reservaban ese privilegio; sin embargo, esperaban
que mantuviese controlados a mis alumnos. El
miedo a la ira y el deseo de la aprobación podían
encaminar a otros niños, pero ninguna de las dos
cosas tenía ningún efecto en éstos.
El señorito Tom no se contentaba con no
permitir que se le dominase, sino que quería
erigirse él mismo en dominador y manifestaba con
gestos de las manos y los pies su voluntad de
meter en cintura no sólo a sus hermanas, sino
también a su institutriz y, como era un muchacho
alto y fuerte para su edad, esto ocasionaba
bastantes penalidades. Unas cuantas manotadas
en estas ocasiones habrían podido resolver la situación sin mayores problemas; pero como en tal
caso era capaz de inventarse alguna historia para
contársela a su madre, que ella sin duda se
creería, ya que tenía una fe tan firme en su
veracidad -aunque yo ya había comprobado que
no era en absoluto irreprochable-, decidí
abstenerme de pegarle incluso en defensa propia.
Así, en sus momentos más violentos, mi único
recurso era tumbarlo de espaldas y sujetarle de
pies y manos hasta que se le pasara un poco la
locura.
A la dificultad de evitar que hiciera lo que no
debía se sumaba la de obligarle a hacer lo que sí
debía. A menudo simplemente se negaba a
aprender, o a repetir las lecciones, o incluso a
mirar el libro. Aquí también quizás hubiese sido
útil una buena vara de abedul; pero como mis
poderes estaban muy limitados, debía aprovechar
al máximo los medios de los que disponía. Como
no había horas fijas asignadas al estudio y al
recreo, decidí imponer a mis alumnos una tarea
determinada, que, con moderada atención,
podrían completar en poco tiempo, y hasta que la
hubieran hecho, por cansada que yo estuviera o
por perversos que se mostrasen, nada menos que
la intervención paternal me induciría a permitirles
salir del aula, incluso si era necesario sentarme
con la silla pegada a la puerta para mantenerlos
allí. La Paciencia, la Firmeza y la Perseverancia
eran mis únicas armas, y resolví utilizarlas lo más
posible.
Decidí siempre cumplir al pie de la letra las
amenazas y promesas que hacía, y con tal
propósito, debía tener cuidado de no amenazar o
prometer nada que no pudiera hacer realidad. De
esta forma, podía contener cuidadosamente toda
infructuosa irritabilidad e indulgencia con mi propio
mal genio. Cuando se comportasen bien, sería
todo lo amable y
complaciente que pudiera, con el fin de hacer
la distinción más amplia posible entre el buen y el
mal comportamiento; también razonaría con ellos
de la manera más sencilla y efectiva. Cuando les
riñera, o me negara a conceder sus deseos
después de un yerro notorio, lo haría con más
pena que ira. Haría comprensibles para ellos sus
himnos y oraciones; cuando orasen por la noche y
pidieran perdón por sus ofensas, les recordaría los
pecados del día pasado con solemnidad pero con
perfecta amabilidad, para evitar provocar el
espíritu de la oposición; si habían sido traviesos
cantarían himnos de penitencia y si habían sido
relativamente buenos, cantarían himnos alegres; y
yo les impartiría todo tipo de instrucción en lo
posible por medio de un discurso entretenido, con
ningún objetivo aparente que no fuese divertirles.
Con estos medios esperaba, con el tiempo,
tanto beneficiar a los niños como ganarme la
aprobación de sus padres, y también convencer a
los míos de que no me faltaban habilidad y
prudencia, como suponían. Sabía que me las
tenía que ver con grandes dificultades; pero sabía
(por lo menos creía) que una incansable paciencia
y perseverancia conseguirían vencerlas, y
mañana y noche pedía la asistencia divina para
este fin. Pero o los niños eran tan incorregibles,
los padres tan poco razonables o yo misma
estaba tan equivocada en mis ideas o era tan
incapaz de ponerlas en práctica, que mis mejores
intenciones y mis esfuerzos más enérgicos no
parecían producir mejor efecto que la diversión de
los niños, la insatisfacción de sus padres y un
tormento para mí.
La tarea de la instrucción era tan ardua para el
cuerpo como para la mente. Tenía que correr
detrás de mis alumnos, cogerlos, llevar o
arrastrarlos a la mesa y a veces mantenerlos allí a
la fuerza hasta el final de la clase. A menudo
colocaba a Tom en un rincón, sentándome delante
de él en una silla sujetando en la mano el libro que
contenía la pequeña tarea que debía leer antes de
soltarlo. Él no tenía la suficiente fuerza para
apartarme a mí y la silla, por lo que se quedaba
moviendo el cuerpo y la cara con las contorsiones
más grotescas y singulares imaginables -risibles,
sin duda, para un espectador indiferente, pero no
para mí-, gritando y chillando con fuertes sonidos
tristes que pretendían representar el llanto,
pero sin derramar ni una sola lágrima. Yo sabía
que lo hacía con el único fin de molestarme; por lo
tanto, por mucho que temblara interiormente de
impaciencia y exasperación, valientemente
intentaba suprimir cualquier señal visible de irritación y me quedaba sentada con tranquila
indiferencia esperando que se dignara suspender
este pasatiempo y prepararse para corretear en el
jardín, echando un vistazo al libro y leyendo o
repitiendo unas cuantas palabras tal como se le
pedía.
A veces decidía hacer mal la caligrafía, y yo
tenía que sujetarle la mano para evitar que
manchase o desfigurase el papel. Con frecuencia
le amenazaba con que, si no lo hacía mejor,
tendría que escribir otro renglón; en tal caso, se
negaba obstinadamente a escribir el renglón
actual, y yo, para salvar las apariencias,
finalmente tenía que utilizar el recurso de sujetarle
los dedos alrededor de la pluma y moverle la
mano arriba y abajo hasta que, a pesar de su
resistencia, el renglón se completase de alguna
forma.
No obstante, Tom no era ni mucho menos el
menos tratable de mis alumnos: a veces, para
gran regocijo mío, tenía el sentido común para ver
que la política más sensata era completar las
tareas y salir a divertirse hasta que sus hermanas
y yo saliésemos a reunirnos con él, lo que muchas
veces no ocurría, pues Mary Ann rara vez le
seguía el ejemplo en este sentido. Aparentemente
le complacía más revolcarse por el suelo que
cualquier otra diversión. Se dejaba caer como un
plomo, y cuando yo, con gran esfuerzo, lograba
inmovilizarla, tenía que sostenerla incorporada
con un brazo mientras con la otra mano sujetaba
el libro en el que debía leer o estudiar la lección.
Cuando el peso muerto de la niña grande de seis
años se hacía excesivo para que lo soportase un
brazo, lo trasladaba al otro, o si los dos se
cansaban de su carga, la llevaba a un rincón y le
decía que podría salir cuando recuperase el uso
de los pies y se levantase; pero generalmente
prefería yacer allí como un leño hasta la hora de la
cena o el té cuando, ya que yo no podía privarle
de la comida, debía liberarla, y salía a cuatro
patas con una mueca de triunfo en la cara
redonda y colorada.
A menudo se negaba tozuda a pronunciar una
palabra concreta de la lección, y ahora lamento
los esfuerzos perdidos en tratar de conquistar su
obstinación. Si lo hubiera dejado pasar como una
cosa sin importancia, nos habría ido mejor a las
dos partes que intentar en vano superarlo como
hacía; pero consideraba que era un deber
absoluto sofocar en su origen esta tendencia
viciosa, y así era, si hubiese podido lograrlo. Y, si
mis poderes hubiesen estado menos limitados,
quizás hubiera impuesto la obediencia, pero tal
como estaban las cosas, no era más que una
prueba de fuerza entre ella y yo, de la que ella
solía salir victoriosa; y cada victoria servía para
animarla y reforzarla para la contienda siguiente.
En vano yo razonaba, instaba, suplicaba,
amenazaba, reprendía. En vano la dejaba sin
recreo, o, si me veía obligada a dejarla salir, me
negaba a jugar con ella o a hablarle con amabilidad o a tener nada que ver con ella. En vano
trataba de hacerle ver las ventajas de cumplir lo
que se le ordenaba, y de ser amada y tratada con
amabilidad como resultado, y las desventajas de
persistir en su perversidad absurda. A veces,
cuando me pedía que hiciera algo por ella, le
respondía:
-Sí, lo haré, Mary Ann, si tú dices aquella
palabra. Vamos, más te vale decirla enseguida y
no preocuparte más de ello.
-No.
-Entonces, por supuesto que no puedo hacer
nada por ti. En mi caso, a su edad o menos, el
abandono y el disfavor eran el más terrible
castigo, pero en ella no surtían ningún efecto.
A veces, exasperada hasta el limite, la cogía
de los hombros y la sacudía con violencia o le
tiraba del largo pelo o la ponía en un rincón, y ella
me castigaba por ello con unos fuertes chillidos
penetrantes que me perforaban la cabeza como
un cuchillo. Sabía que yo odiaba esto, y cuando
se había hartado de chillar, me miraba a la cara
con un aire de satisfacción vengativa,
exclamando:
-¡Ahí tiene, va por usted!
Y luego chillaba una y otra vez hasta obligarme
a taparme los oídos. A menudo estos terribles
gritos atraían a la señora Bloomfield, que acudía a
ver qué ocurría.
-Mary Ann ha sido mala, señora.
-¿Pero qué son estos horrendos gritos?
-Grita de mal genio.
-¡Nunca he oído un estruendo semejante! Es
como si la estuviera usted matando. ¿Por qué no
está fuera con su hermano?
-No logro que acabe sus lecciones.
-Pero Mary Ann debe ser una buena niña y
acabar sus lecciones.
Esto lo decía dulcemente a la niña.
-Y espero no volver a oír semejantes gritos
nunca más. Y fijando los fríos, pétreos ojos en mí
con una mirada inequívoca, cerraba la puerta y se
marchaba.
A veces yo intentaba coger por sorpresa a la
pequeña obstinada y preguntarle la palabra
mientras pensaba en otra cosa; con frecuencia
empezaba a decirla y se detenía de repente, con
una mirada provocativa que parecía decir: «Ah,
soy demasiado lista para ti; no vas a conseguir
sacármela con engaños.»
En otra ocasión fingí olvidarme de todo el
asunto, y hablé y jugué con ella como de
costumbre hasta la noche, cuando fui a acostarla;
entonces, justo antes de marcharme, inclinándome sobre ella, que yacía toda sonrisas y buen
humor, le dije, tan alegre y amable como antes:
-Bien, Mary Ann, dime esa palabra antes de
que te dé un beso de despedida; ahora eres
buena, y por supuesto la dirás.
-No, no la diré.
-Entonces no puedo besarte.
-Bien, no me importa.
En vano le expresaba mi pena; en vano me
rezagaba esperando algún síntoma de contrición.
Pero realmente «no le importaba» y la dejaba sola
en la oscuridad, sorprendida sobre todo por esta
última muestra de obstinación insensata. En mi
propia niñez no podía imaginar un castigo más
penoso que el que mi madre se negase a darme
un beso por la noche: la sola idea era espantosa.
Nunca llegué a sufrir más que la idea, pues
afortunadamente nunca cometí un crimen que se
considerase digno de tal pena. Pero una vez,
recuerdo, por alguna transgresión de mi hermana,
a mi madre le pareció conveniente infligírsela. No
sé lo que sentiría ella, pero tardaré mucho en
olvidar mis lágrimas y el sufrimiento que
experimenté por compasión hacia ella.
Otro rasgo molesto de Mary Ann era su
incorregible predisposición a correr una y otra vez
al cuarto de los niños para jugar con sus
hermanas pequeñas y con la niñera. Esto era
bastante natural pero, como iba contra el deseo
expreso de su madre, por supuesto yo le prohibí
que lo hiciera y hacía todo lo que podía por
mantenerla conmigo, pero eso sólo consiguió
aumentar sus deseos de estar en el cuarto de los
niños; y cuanto más me esforzaba por mantenerla
alejada, más a menudo iba allí y más tiempo se
quedaba, para gran disgusto de la señora
Bloomfield, quien, como bien sabía yo, me echaría
toda la culpa a mí.
También me suponía una vejación vestirla por
las mañanas; unas veces se negaba a que la
lavase; otras, no se dejaba vestir como no le
permitiese ponerse algún vestido determinado
que, yo sabía, a su madre no le gustaría; otras
gritaba y salía corriendo cuando me disponía a
tocarle el pelo. De modo que muchas veces
cuando, tras grandes dificultades e infortunios, por
fin había logrado que bajase, el desayuno ya casi
se había acabado, y era seguro que unas miradas
coléricas de «mamá» y unos comentarios
malhumorados de «papá» dedicados, si no
dirigidos a mí, serían mi recompensa, pues había
pocas cosas que irritasen más al padre que la
falta de puntualidad en las comidas.
Después, entre las molestias menores, estaba
mi incapacidad de satisfacer a la señora
Bloomfield con la vestimenta de su hija, y el pelo
de la niña nunca estaba «presentable». A veces,
como gran reproche para mí, realizaba ella misma
el oficio de doncella, quejándose amargamente
después por el fastidio que le ocasionaba.
Cuando la pequeña Fanny vino al aula, yo
esperaba que ella por lo menos sería dócil y
obediente. Pero unos cuantos días, si no unas
cuantas horas, fueron suficientes para destruir la
ilusión: resultó ser una criatura traviesa y huraña,
dada a los embustes y los engaños a pesar de su
tierna edad, y alarmantemente aficionada a
ejercitar sus dos armas ofensivas y defensivas: el
escupirles a la cara a los que provocaran su
desagrado y el rugir como un toro cuando no se
cumplieran sus irrazonables deseos. Como solía
estar callada en presencia de sus padres y éstos
tenían la impresión de que era una niña excepcionalmente apacible, solían creer sus mentiras y
sus fuertes alborotos les llevaban a sospechar un
tratamiento duro e insensato por mi parte; y
cuando finalmente su mala disposición se hizo
manifiesta incluso a los ojos parciales de ellos, yo
sentía que me echaban la culpa de todo a mí.
-Qué traviesa se está volviendo Fanny -decía
la señora Bloomfield a su marido-. ¿No te has
dado cuenta, querido, de lo que ha cambiado
desde que asiste a clase? Pronto será tan mala
como los otros dos y, siento decirlo, ellos han empeorado mucho últimamente.
-Tienes razón -era la respuesta-. Yo pensaba
lo mismo. Pensaba que cuando tuviéramos
institutriz, mejorarían, pero, al contrario, están
cada vez peor. No sé qué ocurrirá con sus
conocimientos, pero sus hábitos, desde luego, no
mejoran nada. Están más alborotados, más sucios
y más indecorosos con cada día que pasa.
Yo sabía que todo esto iba dirigido a mí; éstas
y todas las indirectas parecidas me afectaban
mucho más profundamente que una acusación
abierta, porque contra ésta me hubiese atrevido a
hablar para defenderme. Tal como estaban las cosas, me pareció que el sistema más sensato era
reprimir todos los impulsos de ira, sofocar la
cohibición sensible y seguir perseverando lo mejor
que podía, porque a pesar de lo molesta que era
mi situación, quería encarecidamente conservarla.
Pensaba que si lograba seguir luchando con
firmeza e integridad incansables, con el tiempo los
niños se tornarían más humanos: cada mes
contribuiría a hacerles un poco más sensatos y,
en consecuencia, más manejables, pues un niño
de nueve o diez años tan desequilibrado e
ingobernable como éstos con seis y siete sería un
maníaco.
Me hacía ilusiones de que ayudaba a mis
padres y a mi hermana quedándome aquí, porque
por pequeño que fuera el sueldo, aun ganaba
algo, y con estrictas economías, podría
arreglármelas para que me sobrase algo para
ellos, si me hacían el favor de aceptarlo. Además,
fue por mi propia voluntad como había conseguido
el puesto, yo misma me había buscado toda esta
congoja, y estaba empeñada en soportarlo. No,
más aún, ni siquiera lamentaba el paso que había
dado y tenía muchas ganas de demostrarles a mi
familia que, incluso ahora, era capaz de
sobrellevar la responsabilidad y de desempeñar
mi cometido honorablemente hasta el final. Y si
alguna vez me parecía degradante rendirse tan
fácilmente, o intolerable luchar tan
constantemente, me volvía hacia mi casa y decía
para mí:
Pueden aplastarme, pero no me someterán;
es en ti en quien pienso, no en ellos.
En Navidades me permitieron hacer una visita
a casa, pero sólo durante quince días.
-Porque -dijo la señora Bloomfield- he pensado
que, como hace poco que ha visto usted a sus
seres queridos, no querrá quedarse más tiempo.
Dejé que pensara así; pero no imaginaba ella
lo largas y cansadas que me habían parecido las
catorce semanas de ausencia, con qué intensidad
deseaba las vacaciones, con qué gran desilusión
acogía su reducción. Sin embargo, no podía
culparla por esto; nunca le había hablado de mis
sentimientos y no podía esperar que los adivinase.
No llevaba con ella ni un trimestre completo, y ella
estaba justificada en no concederme unas
vacaciones completas.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora