CAPÍTULO XV. EL PASEO

1.1K 97 3
                                    


-¡VAYA! ¡Ojalá Hatfield no se hubiera
precipitado tanto! -dijo Rosalie al día siguiente a
las cuatro de la tarde mientras, con un prodigioso
bostezo, dejaba su labor de estambre y miró
apática hacia la ventana.
-Ya no hay estímulo para salir, ni hay ningún
aliciente. Los días serán muy largos y aburridos
cuando no haya fiestas para alegrarlos; y no hay
ninguna esta semana ni tampoco la semana que
viene, que yo sepa.
-Es una lástima que fueras tan antipática con
él -observó Matilda, a quien iba dirigida esta
lamentación-. No volverá jamás; y sospecho que
te caía bien después de todo. Yo esperaba que lo
adoptaras como pretendiente tuyo, dejándome a
mí el querido Harry.
-¡Bah! Mi pretendiente tendrá que ser un
verdadero Adonis, Matilda, admirado por todos los
que lo vean, si he de conformarme con uno solo.
Siento perder a Hatfield, lo confieso; pero recibiré
con beneplácito al primer hombre, o grupo de
hombres aceptables que venga a ocupar su lugar.
Mañana es domingo... me pregunto qué aspecto
tendrá y si podrá llevar el servicio a su término. Es
probable que finja estar resfriado para que se lo
haga todo el señor Weston.
-¡Qué va! -exclamó Matilda, algo desdeñosa-.
Por tonto que sea, no es tan bobo como para eso.
Su hermana se sintió un poco ofendida, pero
las circunstancias le dieron la razón a Matilda. El
enamorado rechazado cumplió como de
costumbre con sus obligaciones pastorales. De
hecho, Rosalie afirmó que estaba muy pálido y
abatido; puede que estuviera algo más pálido,
pero la diferencia, si es que la había, era apenas
perceptible. En cuanto a su abatimiento, yo no le
oí reír en la sacristía como otras veces, ni oí su
voz tronar con un discurso divertido, aunque sí le
oí levantar la voz para reñir al sacristán de un
modo que sorprendió a la congregación; y en sus
idas y venidas entre el púlpito y la mesa de la
comunión hubo más pompa solemne y menos de
la arrogancia irreverente, llena de confianza en sí
mismo o, mejor dicho, de complacencia con la que
solía moverse, con un aire que parecía decir:
«Todos me adoráis y veneráis, lo sé; pero si hay
alguno que no, ¡le desafío en su cara!»
Pero el cambio más extraordinario fue que no
permitió que sus ojos se dirigieran ni una vez hacia
el banco de la señorita Rosalie, y que no salió de
la iglesia hasta después de que nos
marchásemos.
El señor Hatfield había recibido un golpe muy
duro, sin duda; pero su orgullo le incitó a utilizar
todos los esfuerzos posibles para ocultar sus
efectos. Se le había frustrado su confianza de
obtener una esposa no sólo bella y, para él,
extremadamente atractiva, sino cuyo rango y
fortuna pudieran dar brillo a encantos muy
inferiores. Además, sin duda se sentía
intensamente mortificado por su rechazo, y
profundamente ofendido por el comportamiento de
la señorita Rosalie a lo largo del incidente.
Le habría consolado bastante saber lo
desilusionada que ella se sentía de notarlo tan
poco afectado, y de ver que fue capaz de no
dirigirle ni una sola mirada durante los dos servicios, aunque, declaró ella, demostraba que
pensaba en ella todo el rato, o que, si no, sus ojos
se habrían posado en ella aunque fuera por
casualidad; pero si se hubieran posado sobre ella,
ella habría afirmado que era por no poder resistir
su atractivo. También puede que le alegrase,
hasta cierto punto, ver lo aburrida y descontenta
que ella se sintió aquella semana (la mayor parte
de ella, por lo menos) a causa de la ausencia de
su habitual fuente de emociones, y saber con qué
frecuencia se lamentaba de «haberlo gastado tan
pronto», como un niño que, tras devorar
demasiado deprisa su tarta, se queda chupando
los dedos y lamentándose por su propia gula.
Por fin me llamó una buena mañana para
acompañarla en un paseo a la aldea.
Ostensiblemente, iba a comprar algunos tonos de
lana de Berlín en una tienda bastante respetable
donde compraban principalmente las damas de los
alrededores; en realidad... espero no faltar a la
caridad si supongo que se marchó con la idea de
encontrarse por el camino o bien con el rector
mismo o bien con algún otro admirador, porque
mientras caminábamos, no hacía más que
preguntarse «qué haría o diría Hatfield si nos lo
encontráramos», etc. Cuando pasamos por
delante de las puertas del parque del señor Green
se preguntó «si estaría en casa -el muy zoquete-».
Cuando nos cruzamos con el carruaje de lady
Meltham, se preguntó «qué estaría haciendo el
señor Harry este espléndido día», y luego empezó
a insultar al hermano mayor de éste por «ser tan
tonto como para casarse e ir a vivir a Londres».
-Pero -dije yo- si yo creía que usted misma
quería vivir en Londres.
-Sí, porque es muy aburrido vivir aquí; pero él
lo hace aun más aburrido marchándose, y si no
estuviera casado, podría quedarme yo con él en
lugar del odioso sir Thomas.
Luego, observando las huellas de un caballo en
la carretera algo lodosa, se preguntó «si sería el
caballo de un señor», y finalmente concluyó que
sí, pues las marcas eran demasiado pequeñas
para ser de «un percherón torpe y grandote».
Luego se preguntó «quién sería el jinete», y si nos
lo encontraríamos a la vuelta, pues estaba segura
de que había pasado esa misma mañana; y
finalmente, cuando entramos en la aldea y vimos
sólo a unos cuantos humildes habitantes
paseándose por ahí, se preguntó «por qué los muy
tontos no podían quedarse en casa; ella desde
luego no quería ver sus feas caras ni sus ropas
sucias y ordinarias... ¡no había venido a Horton por
eso!».
En medio de todo esto, confieso, yo también
me preguntaba, para mis adentros, si nos
encontraríamos o vislumbraríamos a alguien más;
y cuando pasamos delante de sus habitaciones,
incluso llegué a preguntarme si no estaría junto a
la ventana.
Al entrar en la tienda, la señorita Rosalie me
pidió que me quedara en la puerta mientras
despachaba sus asuntos, para decirle si pasaba
alguien. Pero por desgracia no se veía a nadie
más que a los aldeanos, con excepción de Jane y
Susan Green que bajaban por la calle,
aparentemente de regreso de un paseo.
-¡So tontas! -murmuró ella, al salir después de
concluir su compra-. ¿Por qué no traen consigo al
idiota de su hermano? ¡Incluso él sería mejor que
nada!
Las saludó, sin embargo, con una alegre
sonrisa y afirmaciones de placer por el feliz
encuentro a la par de las suyas. Se colocaron una
a cada lado de ella, y las tres se marcharon
charlando y riéndose tal como lo hacen las
jóvenes cuando se reúnen, si congenian
mínimamente. Pero yo, sintiendo que sobraba, las
dejé con su alborozo y me quedé atrás, como sosa
hacer en tales ocasiones: no era de mi agrado
caminar junto a la señorita Jane o la señorita
Susan como una sordomuda, sin hablar ni que me
hablasen.
Pero esta vez no estuve mucho tiempo sola. Al
principio me pareció de lo más extraño que justo
cuando pensaba en el señor Weston, él se
acercara y trabara conversación conmigo; pero
después, al reflexionar un poco, pensé que no
tenía nada de extraño, a no ser por el hecho de
que hablase conmigo, pues, en una mañana así y
tan cerca de su casa, era bastante natural que él
se encontrara allí; y en cuanto a que yo pensara
en él, lo llevaba haciendo, con pocas
interrupciones, desde que iniciamos el paseo, por
lo que no tenía nada de extraordinario. -Está usted
sola otra vez, señorita Grey -dijo.
-Sí.
-¿Qué clase de personas son esas jóvenes, las
señoritas Green?
-Realmente no lo sé.
-Qué raro, viviendo usted tan cerca de ellas y
viéndolas tan a menudo.
-Bien, supongo que son unas muchachas
vivaces y de buen corazón; pero me imagino que
usted debe de conocerlas mejor que yo, pues yo
jamás he hablado con ninguna de las dos.
-¿De veras? No me dan la impresión de ser
especialmente reservadas.
-Es probable que no lo sean con personas de
su misma clase; pero consideran que se mueven
en una esfera muy diferente de la mía.
No respondió a esto, pero, tras una breve
pausa, dijo:
-Supongo que son estas cosas, señorita Grey,
las que la hacen pensar que no podría vivir sin su
casa.
-No exactamente. El caso es que soy
demasiado sociable para poder vivir feliz sin
ningún amigo, y puesto que los únicos amigos que
tengo o es probable que vaya a tener están en
casa, si la casa, o mejor dicho, si ellos no
estuvieran, no digo que no podría vivir, pero
preferiría no vivir en un mundo tan desolado.
-¿Pero por qué dice los únicos amigos que
vaya a tener? ¿Es usted tan poco sociable que no
sabe hacer amigos?
-No, pero nunca he hecho ninguno hasta ahora;
y en mi posición actual, no hay posibilidad de que
los haga, ni siquiera de trabar una simple relación.
Puede que la culpa sea mía en parte, pero espero
que no del todo.
-La culpa es en parte de la sociedad y en parte,
creo yo, de sus vecinos inmediatos, y en parte,
también, de usted; pues muchas señoras, en su
posición, se harían notar y tener en cuenta. Pero
sus alumnas deberían ser compañeras suyas hasta cierto punto; no deben de ser muchos años más
jóvenes que usted.
-Oh sí, a veces son buenas compañeras, pero
no puedo llamarlas amigas, ni a ellas se les
ocurriría darme tal nombre... tienen otras
compañeras que se ajustan más a su gusto.
-Quizás sea usted demasiado culta para ellas.
¿Cómo se entretiene cuando está sola? ¿Lee
usted mucho?
-Leer es mi ocupación preferida cuando tengo
tiempo para hacerlo, y libros que leer.
De hablar de los libros en general pasó a
hablar de diferentes libros en particular, y siguió
con rápidas transiciones de un tema a otro, hasta
que pasamos media hora discutiendo largamente
varios asuntos, tanto de gusto como de opinión,
pero sin que él contribuyera con muchos
comentarios, pues era evidente que le interesaba
menos comunicar sus propios pensamientos y
preferencias que descubrir los míos. No tenía ni el
tacto ni el arte para realizar este propósito
sonsacándome hábilmente mis sentimientos o
ideas por medio de la declaración real o aparente
de los suyos, o llevando la conversación por
gradaciones imperceptibles a los temas que quería
tocar. Pero una rudeza tan gentil y una franqueza
tan sin doblez no podían ofenderme.
«¿Y por qué se interesa por mis capacidades
morales e intelectuales?», me pregunté. «¿Qué le
importa a él lo que yo opine o sienta?»
Y el corazón me palpitó en respuesta a esta
pregunta.
Pero Jane y Susan Green llegaron pronto a su
casa. Mientras estuvieron de pie charlando en las
puertas del parque, intentando convencer a la
señorita Rosalie de que pasara, yo deseaba que
se marchase el señor Weston, para que ella no lo
viera conmigo al darse la vuelta; pero, por
desgracia, sus quehaceres, que consistían en
hacer una visita más al pobre Mark Wood, le
hacían seguir el mismo camino que nosotras hasta
casi el foral de nuestro paseo.
Sin embargo, cuando vio que Rosalie se había
despedido de sus amigas y que yo estaba a punto
de alcanzarla, me habría dejado para seguir
adelante a paso más rápido; pero, al quitarse
cortésmente el sombrero para saludarla, para mi
sorpresa, en vez de devolverle el saludo con una
inclinación rígida y poco afable, ella le dedicó una
de sus más dulces sonrisas y, andando a su lado,
comenzó a hablar con él con toda la jovialidad y
amabilidad imaginables, y así proseguimos los
tres.
Tras una breve pausa en la conversación, el
señor Weston hizo un comentario que me dirigió a
mí particularmente, como referencia a algo de que
habíamos hablado antes; pero, antes de que
pudiera responder, la señorita Rosalie contestó a
su observación y se explayó más en el tema; él
respondió; y desde ese momento hasta el final de
la entrevista, ella sola lo monopolizó.
Puede que se debiera en parte a mi propia
estupidez, a mi falta de tacto y aplomo, pero me
sentí ofendida; temblaba de aprensión, y
escuchaba con envidia el fácil y rápido flujo de sus
palabras, y vi con ansiedad la brillante sonrisa con
la que le miraba al rostro de vez en cuando, pues
caminaba un poco delante con el propósito
(supuse) de que la viese además de oírla. Aunque
su conversación era ligera y trivial, también era divertida, y nunca se quedaba sin palabras o sin la
forma adecuada de expresarse. No había nada
fatuo o petulante en sus modales ahora, como
cuando paseaba con el señor Hatfield; sólo había
una especie de vivacidad dulce y juguetona que yo
pensaba debía de agradar especialmente a un
hombre de la disposición y temperamento del
señor Weston.
Cuando éste se hubo marchado, empezó a
reírse y murmuró para sí:
-¡Sabía que lo conseguiría! -¿Conseguir qué? -
le pregunté.
-Hacerme con ese hombre. -¿Pero qué quiere
usted decir?
-Quiero decir que se marchará a casa y soñará
conmigo. ¡Le he disparado al corazón!
-¿Cómo lo sabe usted?
-Por muchas pruebas infalibles: sobre todo la
mirada que me ha echado al marcharse. No ha
sido una mirada impertinente -de eso le exonero-,
ha sido una mirada de adoración tierna y
respetuosa. ¡Ja, ja! No es tan bobalicón como
creía.
No respondí, pues tenía el corazón en la
garganta, o algo parecido, y no me atreví a hablar.
«¡Que Dios no lo permita!», grité para mis
adentros, «por el bien de él, no por el mío».
La señorita Rosalie hizo varias observaciones
triviales mientras nos adentramos en el parque, a
las que (a pesar de mi renuencia a que
vislumbrase ni un ápice de mis sentimientos) sólo
pude responder con monosílabos.
Si pretendía atormentarme o simplemente
divertirse, no pude saberlo... y me importaba poco;
pero pensé en el pobre con su único cordero, y en
el rico con sus mil rebaño, y temía no sabía qué
por el señor Weston, independientemente de mis
propias esperanzas malogradas.
Estuve muy contenta de alcanzar la casa y
encontrarme a solas en mi habitación de nuevo.
Mi primer impulso fue dejarme caer en el sillón
que estaba junto a la cama y, apoyando la
cabeza en la almohada, buscar alivio con una
apasionada explosión de llanto: sentí un
perentorio anhelo de sucumbir a tal debilidad,
pero debía contenerme y reprimir mis
sentimientos de momento: sonó la campana, la
odiosa campana avisando de la cena en el aula, y
debía bajar con el rostro sereno y reírme y decir
tonterías, sí, y comer también, si podía, como si
todo estuviera bien y acabara de regresar de un
paseo agradable.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora