CAPÍTULO XX. LA DESPEDIDA

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ALQUILAMOS una casa en A-, el balneario de
moda, para nuestra academia, y obtuvimos la
promesa de dos o tres alumnas para empezar.
Regresé a Horton Lodge a mediados de julio,
dejando a mi madre encargada de cerrar el trato
de la casa, encontrar a más alumnas, vender los
muebles de nuestra antigua vivienda y habilitar la
nueva.
A menudo nos compadecemos de los pobres
por no tener tiempo para llorar a sus familiares
fallecidos y por verse obligados a trabajar en
medio de sus penas más dolorosas, pero ¿no es
verdad que la actividad es el mejor remedio para
la tristeza abrumadora y el antídoto más infalible
contra la desesperación? Puede que sea un cruel
consuelo; puede parecer duro sentirse
atormentados por las preocupaciones de la vida
cuando no sentimos gusto por sus placeres, verse
obligados a trabajar cuando tenemos el corazón a
punto de romperse, y el hostigado espíritu suplica
el descanso sólo para llorar en silencio; ¿pero no
es mejor el trabajo que el descanso que ansiamos? ¿Y no son menos dolorosas aquellas
preocupaciones triviales y atormentadoras que
rumiar constantemente sobre la gran aflicción que
nos oprime? Además, no podemos tener
preocupaciones, ansiedades y fatigas sin
esperanza, aunque sea sólo la esperanza de
realizar nuestra triste tarea, cumplir algún
proyecto necesario o eludir alguna otra molestia.
En cualquier caso, me alegraba de que mi
madre tuviera tantas ocupaciones para todas las
facultades de su enérgico cuerpo. Nuestros
amables vecinos lamentaban que ella, antaño tan
elevada de posición y riquezas, se viera reducida
a tales extremidades en su tiempo de pena; pero
yo estoy convencida de que habría sufrido tres
veces más si la hubieran dejado acomodada con
libertad de quedarse en aquella casa, escenario
de su felicidad anterior y aflicción posterior, sin
ninguna necesidad rigurosa que le impidiera
cavilar y apenarse por su reciente pérdida.
No me explayaré sobre los sentimientos que
me embargaban al abandonar la vieja casa, el tan
conocido jardín, la pequeña iglesia de la aldea...
doblemente querida por mí entonces, porque mi
padre, que durante treinta años había predicado y
rezado entre sus muros, yacía ahora bajo sus
losas, y las viejas colinas yermas, deliciosas por
su misma desolación, con los estrechos valles
entre medias, espléndidos con sus verdes bosques y centelleantes aguas, la casa donde había
nacido, escenario de mis primeras asociaciones,
el lugar que había centrado mis querencias
terrenales a lo largo de mi vida; ¡lo abandonaba
para no regresar jamás! Era cierto que volvía a
Horton Lodge, donde, en medio de muchos
males, quedaba aún una fuente de placer; pero
era un placer mezclado con demasiado dolor, y
mi estancia, por desgracia, se iba a limitar a seis
semanas.
E incluso de aquel tiempo precioso fueron
sucediéndose los días sin que lo viera a él; salvo
en la iglesia, no lo vi durante quince días tras mi
regreso. A mí me pareció mucho tiempo; y como
salía a menudo con mi alumna andariega, por supuesto, siempre surgían esperanzas, seguidas de
decepciones, y entonces decía a mi corazón: «He
aquí una prueba fehaciente -si tuvieras el sentido
de verlo o la sinceridad de reconocerlo- de que no
le importas nada. Si pensara en ti la mitad
siquiera de lo que tú piensas en él, se las habría
arreglado para encontrarse contigo muchas veces
ya, debes saber esto si consultas tus propios
sentimientos. Por lo tanto acaba con estas
tonterías; no tienes motivo para tener esperanzas;
desecha inmediatamente estos nocivos
pensamientos e inanes deseos de tu mente y
concéntrate en tus propias obligaciones y la vida
aburrida y vacía que tienes por delante. Ya
debías imaginarte que tal felicidad no sería para
ti.»
Pero lo vi por fin. Me salió de repente al paso
cuando cruzaba un campo a la vuelta de una
visita a Nancy Brown, que había realizado
aprovechando que Matilda Murray estaba
montando a su yegua sin igual.
Había debido de enterarse de la pesada
pérdida que había sufrido; no me presentó sus
condolencias, no me dio el pésame, sino que sus
primeras palabras fueron: «¿Cómo está su
madre?», la cual no era una pregunta rutinaria,
pues nunca le había dicho que tuviera madre;
debió de averiguar tal hecho por terceros, si es
que lo sabía, y además, había sincera buena
voluntad e incluso una profunda, conmovedora y
discreta compasión en el tono y la forma de la
pregunta.
Le di las gracias con la debida cortesía, y le
dije que estaba tan bien como podía esperarse.
-¿Qué hará? -fue la siguiente pregunta. A
muchos les habría parecido impertinente, y
habrían contestado con evasivas; pero tal idea no
se me pasó por la cabeza, y le di una descripción
breve pero sencilla de los planes y perspectivas
de mi madre.
-¿Entonces se marchará usted pronto de
aquí?
-Sí, dentro de un mes.
Vaciló un momento, como si pensara. Yo
esperaba que, cuando volviera a hablar, fuese
para expresar su inquietud por mi partida, pero
sólo dijo:
-Supongo que tiene bastantes ganas de
marcharse.
-Sí, por algunas cosas.
-Por algunas cosas solamente. Me pregunto
por qué debía lamentarlo.
Esto me molestó, hasta cierto punto porque
me incomodaba; sólo tenía un motivo para
lamentarlo, y ése era un profundo secreto en que
él no tenía ningún derecho de indagar.
-¿Por qué -dije- supone usted que me
desagrada este sitio?
-Me lo dijo usted misma-fue su tajante
respuesta-. Me dijo usted, por lo menos, que no
era capaz de vivir feliz sin un amigo, y que no
tenía ningún amigo aquí ni la posibilidad de
hacerlo, y, además, sé que debe de
desagradarle.
-Pero si usted recuerda bien, dije, o quise
decir, que no podía vivir feliz sin un amigo en el
mundo: no era tan poco razonable como para
querer tener a uno siempre a mi lado. Creo que
podría ser feliz en una casa llena de enemigos
si... -pero no, no debía continuar aquella frase.
Hice una pausa y añadí apresuradamente:
-Y además, no podemos abandonar un lugar
en el que hemos vivido dos o tres años sin tener
algún sentimiento de pesadumbre.
-¿Lamentará separarse de la señorita Matilda,
la única alumna y compañera que le queda?
-Supongo que sí, hasta cierto punto; no me
separé de su hermana sin sentirlo.
-Puedo imaginármelo.
-Bien, la señorita Matilda es igualmente
buena... mejor en un aspecto.
-¿En cuál?
-Es sincera.
-¿Y la otra no lo es?
-No la llamaría insincera; pero hay que
reconocer que es un poco artificiosa.
-Conque artificiosa, ¿eh? Me di cuenta de que
era frívola y vanidosa, y ahora -añadió, tras una
pausa- puedo muy bien creer que también era
artificiosa, pero tan excesivamente como para
asumir un aspecto de extremada sencillez e indefensa sinceridad. Sí -continuó, meditativo-, eso
explica algunas cosas que antes me
desconcertaban un poco.
Después de eso, llevó la conversación por
derroteros más generales. No se separó de mí
hasta que estábamos casi en las puertas del
parque: desde luego se había desviado para
acompañarme hasta allí, y ahora volvió sobre sus
pasos para desaparecer por el camino del
musgo, cuya entrada habíamos pasado un rato
antes. Yo decididamente no lamentaba esta circunstancia: si cabía pena en mi corazón, era
porque se había marchado al fin... porque ya no
caminaba a mi lado, y porque el corto intervalo
de deliciosa comunicación había acabado. No
había dicho ni una palabra de amor ni insinuado
ningún sentimiento tierno o cariñoso, y no
obstante me había sentido sumamente feliz.
Estar cerca de él, oírlo hablar... tal como
hablaba, y sentir que me consideraba digna de
hablarme de tal forma... capaz de comprender y
apreciar debidamente su discurso... era
suficiente.
«Sí, Edward Weston, bien podría ser feliz en
una casa llena de enemigos, siempre que tuviera
un amigo que me quisiera de verdad profunda y
lealmente, y si ese amigo fueras tú... aunque
estuviéramos separados y rara vez nos
comunicáramos y menos nos viéramos... aunque
estuviese acosada por fatigas, problemas y
disgustos, ¡aun así sería demasiada felicidad
para soñar! Sin embargo, ¿quién sabe?», dije
para mí, al adentrarme en el parque, «¿quién
sabe qué puede ocurrir en un mes? He vivido
casi veintitrés años, y he sufrido mucho y
gozado poco hasta ahora. ¿Es probable que
toda mi vida sea así de sombría? ¿No es posible
que Dios oiga mis oraciones, disipe estas tristes
sombras y me otorgue algunos rayos del sol del
cielo? ¿Me negará a mí aquellas bendiciones
que tan liberalmente concede a otros, que ni se
las piden ni se las agradecen cuando las
reciben? ¿No puede aún esperar y confiar?».
Esperé y confié... durante algún tiempo, pero,
¡ay de mí!, el tiempo se iba consumiendo; una
semana siguió a otra y, a excepción de un
vistazo lejano y dos encuentros efímeros durante
los que no dijimos casi nada -mientras iba
paseando con la señorita Matilda-, no lo vi en
absoluto, salvo, por supuesto, en la iglesia.
Y ahora, había llegado el último sábado, y el
último servicio. Varias veces estuve a punto de
deshacerme en lágrimas durante el sermón -el
último que le iba a oír a él, el mejor que iba a oír
a nadie, estaba segura-. Ya había acabado... la
congregación salía, y yo debía seguirla...
Entonces lo había visto y oído su voz
probablemente por última vez.
En el patio de la iglesia, Matilda fue abordada
por las dos señoritas Green. Tenían muchas
preguntas que hacerle sobre su hermana y no sé
qué más. Yo deseaba que acabasen cuanto
antes para que pudiésemos regresar a Horton
Lodge. Ansiaba buscar refugio en mi habitación
o en algún rincón apartado del parque para
poder aliviarme de mis sentimientos llorando un
último adiós y lamentando mis falsas esperanzas
y vanas ilusiones... Sólo una vez y luego adiós a
los sueños estériles... En adelante, sólo la
realidad sobria, sólida y triste ocuparía mi mente.
Pero mientras hacía estas resoluciones, una voz
queda a mis espaldas dijo:
-Supongo que se marcha esta semana,
señorita Grey.
-Sí -respondí. Estaba sobresaltada, y de
haber sido algo propensa a la histeria, sin duda
en aquella ocasión me habría comprometido de
alguna forma. Gracias a Dios que no lo era. -
Bien -dijo el señor Weston-, quiero decirle
adiós... no es probable que vuelva a verla antes
de su marcha.
-Adiós, señor Weston -dije... ¡Oh, cómo luché
por decirlo tranquilamente! Le di la mano. La
retuvo unos segundos entre las suyas.
-Es posible que nos volvamos a encontrar dijo él-. ¿Tiene importancia para usted que lo
hagamos o no?
-Sí, me gustaría mucho verlo de nuevo.
No pude decir menos. Me apretó con
amabilidad la mano y se fue. Ahora era feliz otra
vez... aunque más a punto de romper a llorar
que nunca. Si me hubieran obligado a hablar en
aquel momento, inevitablemente habría
sobrevenido una sucesión de sollozos; tal como
estaban las cosas, no pude evitar las lágrimas.
Fui caminando junto a la señorita Murray, con el
rostro apartado y sin enterarme de varios
comentarios seguidos, hasta que me gritó a voz
en cuello que estaba sorda o tonta, y entonces
(habiendo recuperado el dominio de mí misma)
como alguien que despierta de un ataque de
ensimismamiento, de repente alcé la vista y le
pregunté qué me había dicho.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora