CAPÍTULO IV. LA ABUELA

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Les ahorro a mis lectores la historia de mi
alegría al regresar a casa y la felicidad que
experimenté allí -disfrutando de un breve espacio
de descanso y libertad en aquel lugar querido y
familiar, entre los que amaba y me amaban- y de
mi tristeza al tener que decirles de nuevo un largo
adiós.
Volví, sin embargo, con vigor nada disminuido
a mi trabajo: una tarea más ardua de lo que nadie
se pueda imaginar si no ha sentido algo parecido
a la tortura de estar al mando de un grupo de
rebeldes traviesos y turbulentos a los que ni sus
máximos esfuerzos logran hacer cumplir con el
deber, mientras que, al mismo tiempo, es
responsable de su conducta ante un poder mayor,
que le exige algo que no puede conseguirse sin la
ayuda de la más potente autoridad del superior,
quien se niega a prestársela o bien por indolencia
o por miedo de granjearse el desafecto de la
pandilla de revoltosos. Puedo concebir pocas
situaciones más vejatorias que aquella en la que,
por mucho que busques el éxito, por mucho que te
afanes por cumplir con tu deber, tus esfuerzos son
frustrados y ninguneados por tus inferiores e
injustamente censurados y malinterpretados por
tus superiores.
No he nombrado ni la mitad de las
propensiones ultrajantes de mis alumnos ni la
mitad de los problemas que surgían como
resultado de mis onerosas responsabilidades por
temor a abusar de la paciencia del lector, cosa
que quizás ya haya hecho. Pero mi propósito al
escribir las últimas páginas no ha sido entretener
sino beneficiar a las personas a las que pudieran
afectar: quien no tenga ningún interés en tales
asuntos sin duda se las habrá saltado tras apenas
una mirada superficial y, tal vez, una imprecación
por la prolijidad de la autora. Pero si de ellas algún
padre ha recibido alguna indicación útil o si alguna
infortunada institutriz ha sacado el más ligero
beneficio, estaré bien recompensada por mi celo.
Para evitar problemas y confusión, he tomado
a mis alumnos uno por uno para hablar de sus
diferentes cualidades; pero esto no puede dar una
idea adecuada de lo que suponía ser atormentada
por los tres a la vez, cuando, como sucedía a
menudo, todos se empeñaban en «ser malos y
provocar a la señorita Grey y sacarla de sus
casillas».
A veces, en tales ocasiones, se me ocurría
este pensamiento: «¡Si me pudieran ver ellos
ahora!», refiriéndome a mi familia, y la idea de la
pena que sentirían por mí me hacía sentir pena de
mí misma, con tal intensidad que me costaba
muchísimo trabajo reprimir las lágrimas; pero las
reprimía hasta que se hubieran ido mis pequeños
torturadores a tomar el postre o a la cama (mis
únicas perspectivas de salvación) y entonces, en
la dicha de la soledad, me abandonaba al lujo de
una llantina sin restricciones. Pero ésta era una
debilidad que no me permitía con mucha
frecuencia; mis obligaciones eran demasiado
numerosas y mis momentos de ocio demasiado
preciosos para permitirme dedicar mucho tiempo a
infructuosos lamentos.
Recuerdo especialmente una tarde de viento y
de nieve, poco después de mi regreso en enero:
los niños habían subido después de cenar,
declarando en voz alta que pensaban «ser
malos»; y habían cumplido sobradamente su
propósito aunque yo me había quedado afónica y
agotado cada músculo de la garganta con el vano
intento de disuadirles de ello. Tenía a Tom
inmovilizado en un rincón, de donde le dije que no
saldría hasta que no hubiese completado la tarea
asignada.
Mientras tanto, Fanny se había apropiado de la
bolsa de mis labores y estaba registrando el
contenido, y escupiendo dentro, además. Le dije
que la dejara, pero en vano, naturalmente.
-¡Quémala, Fanny! -gritó Tom; y ella se
apresuró a obedecer esta orden. Corrí al fuego
para rescatarla y Tom saltó hacia la puerta.
-¡Mary Ann, tira su escribanía por la ventana! -
gritó, y mi preciosa escribanía, que contenía mis
cartas y documentos, mi exigua cantidad de
dinero y todos mis objetos de valor, estaba a
punto de salir arrojada de una ventana del segundo piso. Fui volando al rescate. Mientras tanto
Tom había salido de la habitación y corría
escaleras abajo, seguido por Fanny. Habiendo
salvado mi escribanía, corrí tras ellos, con Mary
Ann correteando detrás. Los tres me eludieron y
salieron de la casa al jardín, donde se
zambulleron en la nieve, gritando y chillando con
enorme júbilo.
¿Qué debía hacer? Si los seguía,
probablemente no cogería a ninguno, sino que se
alejarían aun más; si no, ¿cómo conseguir que
entrasen en la casa?, ¿y qué pensarían de mí sus
padres si viesen u oyesen a los niños alborotando
sin sombreros, sin guantes y sin botas en la
profunda y mullida nieve?
Mientras me hallaba en la puerta con este
dilema, intentando por medio de severas miradas
y palabras airadas someterlos a mi voluntad, oí
una voz a mis espaldas que exclamaba en tono
áspero y penetrante:
-¡Señorita Grey! ¿Será posible? ¿Qué diablos
está usted pensando?
-No consigo que entren, señor -dije, dándome
la vuelta para ver al señor Bloomfield, con el pelo
de punta y los ojos azul pálido saltándole de las
órbitas.
-¡Pero INSISTO en que los haga entrar! -gritó,
acercándose más con un aspecto de lo más feroz.
-Entonces, señor, debe hacer el favor de
llamarlos usted mismo, pues a mí no me hacen
caso -respondí, dando un paso hacia atrás.
-¡Entrad ahora mismo, mocosos asquerosos, u
os azotaré a todos! -rugió, y los niños obedecieron
al instante-. ¡Ya lo ve usted! Obedecen a la
primera.
-Sí, cuando es usted quien habla.
-Y es muy extraño, ya que usted es la que los
cuida, que no los controle mejor que eso. Ahí
están, subiendo la escalera con los pies sucios de
nieve. ¡Sígalos y adecéntelos, por el amor de
Dios!
La madre del caballero estaba alojada en la
casa por aquellos días. Mientras subía la escalera
y pasaba delante de la puerta del salón, tuve la
satisfacción de oír arengar a la anciana señora en
este sentido (pues sólo pude distinguir las palabras más enfáticas):
-¡Santo Cielo! ... en toda mi vida ... seguro que
cogerán un catarro de muerte... ¿Tú crees,
querida, que ella es la persona adecuada?...
Puedes creer lo que te digo...
No oí más, pero fue suficiente.
La madre del señor Bloomfield había estado
muy atenta y cortés conmigo, y hasta ahora me
había parecido una anciana amable, bondadosa y
charlatana. A menudo se acercaba a mí y
charlaba conmigo en tono confidencial, moviendo
la cabeza de un lado a otro y de arriba abajo, y
gesticulando con las manos y los ojos, como suele
hacer cierta clase de ancianas damas, aunque
nunca había conocido a ninguna que manifestara
hasta tal punto dicha idiosincrasia; incluso me
compadecía por los problemas que me causaban
los niños y a veces expresaba, con medias frases
intercaladas con cabeceos y guiños de
complicidad, su sentido de la conducta poco
sensata de la madre al restringir mi poder y al no
apoyarme con su autoridad. Esta forma de
mostrar su desaprobación no era de mi gusto; en
general me negaba a hacerle caso o a entender
más de lo que decía abiertamente; por lo menos,
nunca pasé del reconocimiento implicado de que,
si las cosas estuvieran de otra forma, mi tarea
sería menos difícil, y me sería más fácil guiar y
educar a mis alumnos; pero ahora debía estar
doblemente precavida. Hasta ahora, aunque había
visto que la anciana tenía sus defectos (uno de los
cuales era una propensión de proclamar sus
propias perfecciones), siempre había querido
perdonárselos y darle crédito por todas las
virtudes que profesaba e incluso adjudicarle otras
que aún no había mencionado. La amabilidad, que
había sido el sustento de mi vida durante tantos
años, me había sido negada tan completamente
en los últimos tiempos que había recibido con
agradecimiento y alegría cualquier cosa parecida.
No es de sorprender, pues, que sintiese simpatía
por la anciana señora y me alegrase cuando se
acercaba y lo lamentase cuando se marchaba.
Pero ahora las pocas palabras, por suerte o
por desgracia oídas al pasar, habían
revolucionado totalmente mi opinión de ella; ahora
la veía como hipócrita y mendaz, aduladora y espía de mis palabras y actos. Sin duda me hubiera
convenido seguir recibiéndola con la misma alegre
sonrisa y el tono de cordialidad respetuosa de
antes; pero era incapaz, aunque hubiera querido;
mis sentimientos alteraron mis modales, y me hice
tan fría y tímida que no podía evitar darse cuenta.
Se dio cuenta, de hecho, y su actitud cambió
también: una reverencia ceremoniosa reemplazó
los amables cabeceos, la sonrisa benevolente dio
paso a una mirada de ferocidad de gorgona, su
locuacidad vivaz se transfirió de mí a los
«queridísimos muchacho y niñas», a quienes
adulaba y consentía de forma más absurda
incluso que la madre.
Reconozco que este cambio me inquietó un
poco: temía las consecuencias de su
desaprobación e incluso hice algunos intentos de
recuperar el terreno perdido, y con más éxito aparente del que me esperaba. En una ocasión y por
simple cortesía, le pregunté por la tos; su largo
rostro inmediatamente se relajó en una sonrisa, y
me favoreció con la historia detallada de aquél y
otros achaques, seguida del relato de su piadosa
resignación, contados con su habitual estilo
declamatorio, imposible de reproducir por escrito.
-Pero hay un remedio para todo, querida, y es
la resignación (irguiendo la cabeza), la resignación
ante la voluntad del Cielo (elevando las manos y
los ojos). Siempre me ha ayudado en todas mis
tribulaciones, y siempre lo hará (asintiendo con
una serie de movimientos de cabeza). Y no todo el
mundo puede presumir de lo mismo (negando con
la cabeza), pero yo soy de las pías, señorita Grey
(asintiendo e irguiendo significativamente la
cabeza). Y gracias al Cielo, siempre lo he sido
(asintiendo de nuevo), y me enorgullezco de ello
(apretándose enfáticamente las manos y
moviendo la cabeza) y con varios textos de las
Sagradas Escrituras, mal citados y mal aplicados,
y unas exclamaciones religiosas tan impregnadas
del absurdo en el estilo de recitarlas y la manera
de introducirlas, ya que no en las expresiones
mismas, que me excuso de repetirlas, se marchó,
sacudiendo la gran cabeza de muy buen humor consigo misma al menos- y me dejó con la esperanza de que, después de todo, fuese más débil
que perversa.
En la siguiente visita que hizo a Wellwood
House, incluso me atreví a decirle que me
alegraba de verla con tan buen aspecto. El efecto
fue mágico: las palabras, que proferí en señal de
cortesía, fueron tomadas como gran cumplido; se
le iluminó el semblante, y a partir de aquel
momento se mostró tan amable y benévola como
se pudiera desear, por lo menos en su apariencia
externa; y por lo que la veía ahora, y lo que me
contaban los niños, sabía que para granjearme su
cordial amistad, sólo tenía que pronunciar una
palabra de halago cuando surgiese la ocasión.
Pero esto iba en contra de mis principios, y por
culpa de ello, la anciana dama me retiró su favor
una vez más y creo que me causó grandes
perjuicios en secreto.
No pudo influir mucho en su nuera en mi
contra, pues entre dicha señora y ella existía una
clara antipatía, mostrada principalmente en su
caso en difamaciones y calumnias secretas, y en
el de la otra, en un exceso de frígida formalidad en
su comportamiento. No había adulaciones
zalameras de la anciana que pudieran derretir el
muro de hielo que la más joven interpuso entre
ambas. Pero con su hijo la señora tenía más éxito:
él escuchaba todo lo que tenía ella que decir, a
condición de que pudiese apaciguar su terrible
genio y no lo irritase con sus propias asperezas; y
tengo motivos para creer que ella contribuyó
considerablemente a aumentar su prejuicio contra
mí. Solía decirle que yo tenía abandonados a los
niños, y que ni siquiera su esposa se ocupaba de
ellos como debía, y que él mismo debía cuidar de
ellos personalmente si no quería que se echaran a
perder.
Exhortado de esta manera, a menudo él se
molestaba en vigilarlos desde la ventana mientras
jugaban; a veces los seguía alrededor del parque,
y con demasiada frecuencia los sorprendía
cuando chapoteaban en el pozo prohibido,
hablaban con el cochero en los establos o se
revolcaban en las inmundicias del corral, mientras
que yo me quedaba mirándolos alelada, después
de haber agotado toda mi energía en vanos
intentos de alejarlos de allí. A menudo también
asomaba la cabeza al aula a las horas de las
comidas infantiles y los encontraba derramando la
leche sobre la mesa y sobre sí mismos, metiendo
los dedos en las tazas propias y ajenas o
peleándose por la comida como unos cachorros
de tigre. Si yo estaba callada en aquel momento,
es que hacía la vista gorda a su comportamiento
alborotador; si (como ocurría a menudo) elevaba
la voz para imponer orden, es que utilizaba
excesiva violencia y daba mal ejemplo a las niñas
con semejante rudeza de tono y lenguaje.
Recuerdo una tarde de primavera, en la que,
debido a la lluvia, no podían salir; pero, por una
asombrosa buena suerte, todos habían acabado
sus lecciones y, a pesar de ello, se habían privado
de bajar corriendo a molestar a sus padres, un
truco que me fastidiaba sobremanera, pero que
rara vez lograba impedir en los días de lluvia,
porque abajo encontraban novedad y diversiones,
especialmente cuando había visita. Su madre,
aunque me ordenaba que los retuviera en el aula,
nunca les reprendía por salir de ella, ni se
molestaba en enviarles de vuelta allí. Pero hoy
parecían estar satisfechos con su paradero actual
y, lo que es incluso más asombroso, parecían
estar dispuestos a jugar ellos solos sin depender
de que yo los entretuviese, y sin reñir. Su
ocupación era algo misteriosa: todos estaban en
cuclillas en el suelo cerca de la ventana con un
montón de juguetes rotos y un número de huevos
de ave, o, mejor dicho, cáscaras, pues
afortunadamente el contenido había sido extraído.
Habían despedazado estas cáscaras y las estaban pulverizando, pero para qué propósito no fui
capaz de imaginarme. Pero ya que estaban
callados y sin hacer ninguna travesura, no me
importaba, y, con una sensación inusitada de
descanso, estaba sentada junto al fuego, dando
las últimas puntadas a un vestido para la muñeca
de Mary Ann, con la intención de comenzar a
escribir una carta a mi madre cuando hubiese
acabado. Pero de repente se abrió la puerta y se
asomó la cabeza poca atractiva del señor
Bloomfield.
-¡Qué callados estáis? ¿Qué estáis haciendo?
«Nada malo hoy, por lo menos», pensé.
Pero él no compartía mi opinión. Acercándose
a la ventana y viendo la ocupación de los niños,
dijo enojado:
-¿Qué demonios estáis haciendo?
-Estamos moliendo cáscaras de huevo, papá -
gritó Tom.
-¿Cómo os atrevéis a hacer tal estropicio,
diablillos? ¿No veis cómo estáis dejando la
alfombra? (La alfombra era corriente, de lana.)
Señorita Grey, ¿sabía usted lo que estaban
haciendo?
-Sí, señor.
-¿Lo sabía?
-Sí.
-¡Lo sabía y se ha quedado ahí sentada y les
ha permitido seguir, sin una palabra de reproche!
-No creía que estuvieran haciendo nada malo.
-¡Nada malo! ¡Mire allí! Mire la alfombra y verá,
¿se ha visto algo parecido alguna vez en un hogar
cristiano? ¡No me extraña que su dormitorio sea
peor que una pocilga! ¡No me extraña que sus
alumnos estén peores que una piara de cerdos!
¡No me extraña...! ¡Desde luego, esto me saca de
quicio! -y se marchó, dando un portazo al salir que
hizo reír a los niños.
«¡A mí también me saca de quicio!» murmuré,
levantándome; y agarrando el atizador, lo dirigí
repetidas veces contra las brasas, removiéndolas
con inusitada energía, desahogando así la
irritación que sentía con el pretexto de atender al
fuego.
Después de esto, el señor Bloomfield se
asomaba continuamente para ver si el aula estaba
ordenada; y, puesto que los niños continuamente
ensuciaban el suelo con trozos de juguete, palos,
guijarros, rastrojos, hojas y otras basuras que yo
no podía impedir que trajeran ni obligarles a que
los recogieran, y los criados se negaban a «ir
limpiando detrás de ellos», yo tenía que pasar una
parte considerable de mis valiosos momentos de
ocio de rodillas en el suelo, restaurando
trabajosamente el orden. Una vez les dije que no
probarían la cena hasta que no hubiesen recogido
todo de la alfombra; Fanny podría cenar cuando
hubiese recogido una cantidad, Mary Ann, cuando
hubiese recogido el doble y Tom había de recoger
el resto.
Por milagroso que parezca, las niñas hicieron
su parte, pero Tom estaba tan furioso que se
lanzó sobre la mesa, tiró el pan y la leche por todo
el suelo, pegó a sus hermanas, sacó el carbón del
cubo de un puntapié, intentó volcar la mesa y las
sillas y parecía dispuesto a hacer un caos con
todo el contenido de la habitación. Pero lo agarré
y envié a Mary Ann a buscar a su mamá,
sujetándolo a pesar de las patadas, puñetazos,
escupitajos, gritos y maldiciones hasta que la
señora Bloomfield hiciera su aparición.
-¿Qué le pasa a mi niño? -preguntó.
Y cuando le expliqué el asunto, lo único que
hizo fue llamar a la doncella para ordenar la
habitación y traerle la cena al señorito Bloomfield.
-¡Ya está! -dijo Tom, exultante, levantando la
vista de las viandas con la boca casi demasiado
llena para hablar-. ¡Ya está, señorita Grey! Ya ve
que me han dado la cena a su pesar, y eso que no
he recogido ni una sola cosa.
La única persona de la casa que me
compadecía era la niñera, pues ella había
padecido aflicciones parecidas, aunque menores,
puesto que no tenía la obligación de enseñar ni
era tan responsable de la conducta de los niños.
-¡Ay, señorita Grey -me decía-, tiene usted
muchos problemas con estos niños!
-Desde luego que sí, Betty, y me imagino que
tú sabes lo que es eso.
-¡Ya lo creo! Pero yo no me angustio tanto
como usted. Y luego, verá usted, yo les doy un
azote a veces; y a las pequeñas, les zurro bien de
vez en cuando, pues no hay más remedio, como
dicen. Sin embargo, eso me ha hecho perder mi
puesto.
-¿De veras, Betty? He oído decir que te
marchabas.
-¡Sí, señorita, válgame Dios! La señora me lo
advirtió hace tres semanas. Me dijo antes de
Navidad lo que pasaría si los volvía a pegar; pero
no pude evitar darles de ninguna manera. No sé
cómo lo consigue usted, pues Mary Ann es muchísimo peor que sus hermanas.

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