CAPÍTULO XVII. CONFESIONES

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Ya que estoy de confesiones, más vale que
reconozca que, en esta época, ponía más
atención en el vestir que nunca antes... esto no
quiere decir gran cosa, pues hasta entonces había
sido un poco abandonada en este sentido... pero
ahora, no era raro que pasara hasta dos minutos
mirándome en el espejo, aunque nunca sacaba
ningún consuelo de semejante escrutinio: no
descubría ninguna belleza en aquellas facciones
marcadas, las pálidas mejillas huecas, el cabello
castaño corriente; puede que hubiera intelecto en
la frente, puede que hubiera expresión en los ojos
gris oscuro, ¿y qué?... Una estrecha frente griega
y unos grandes ojos negros sin sentimiento serían
considerados muy preferibles.
Es tonto desear la belleza. Las personas
sensatas nunca la desean para sí ni le dan
importancia en los demás. Si la mente está bien
cultivada y el corazón bien dispuesto, a nadie le
importa el exterior.
Eso decían los profesores de nuestra infancia,
y eso decimos nosotros a los niños de hoy. Todo
muy juicioso y correcto, sin duda, pero ¿la
experiencia apoya tales afirmaciones?
Por naturaleza nos inclinamos a amar lo que
nos proporciona placer, y ¿qué es más bello que
un rostro hermoso, por lo menos cuando no
sabemos nada malo de su dueño? Una niña ama
a su pajarillo... ¿Por qué? Porque vive y siente,
porque es indefenso e inocente. Un sapo vive y
siente igualmente, y es igualmente indefenso e
inocente; pero aunque ella no le haría daño a un
sapo, no puede amarlo como al pajarillo, con su
forma grácil, sus suaves plumas y sus brillantes
ojos expresivos. Si una mujer es bella y amable, la
elogia por ambas cualidades, pero sobre todo por
aquélla, la mayor parte de los humanos. Si, por el
contrario, es desagradable de apariencia y
carácter, se suele vituperar su fealdad como su
peor crimen, pues es lo que más ofende a los
simples observadores. Por otra parte, si es fea y
buena, siempre que sea una persona de maneras
reservadas y vida solitaria, nadie se entera jamás
de su bondad, con excepción de los más
allegados; los demás, por el contrario, están
predispuestos a formar opiniones desfavorables
de su mente y disposición, aunque sea sólo para
excusarse por su desagrado instintivo hacia una
persona tan poco favorecida por la naturaleza.
Otra cosa ocurre con aquella cuya forma de ángel
oculta un corazón vicioso, o que esconde con un
encanto falso y engañoso unos defectos y flaquezas que no serían tolerados en otra.
Los que poseen belleza, que estén agradecidos
y la utilicen bien, como cualquier otro don; los que
no, que se consuelen y se las arreglen lo mejor
que puedan sin ella; desde luego, aunque se le
suele sobrestimar, es un don de Dios y no debe
despreciarse. Muchos sentirán esto que han
sentido que eran capaces de amar, y cuyos
corazones les dicen que son dignos de ser amados de nuevo, aunque estén excluidos por la falta
de ésta o de alguna otra aparente menudencia de
dar y recibir la felicidad que casi parecen hechos
para sentir e impartir. Sería lo mismo que la
humilde luciérnaga despreciase el poder de
despedir luz, sin el cual el moscardón errabundo
podría pasar junto a ella mil veces sin verla; ésta
podría oír a su amado zumbar a su alrededor,
buscándola en vano, mientras que ella quiere que
la encuentre pero carece del poder de dar a
conocer su presencia, sin voz para llamarlo, sin
alas para seguir su vuelo... el moscardón ha de
buscar otra pareja; la luciérnaga ha de vivir y morir
sola.
Éstas eran algunas de mis reflexiones en este
periodo. Podría escribir mucho más, podría
ahondar aún y revelar otros pensamientos,
proponer preguntas que le costaría al lector
responder y deducir argumentos que podrían
suscitar sus prejuicios o quizás provocar su burla,
porque no las podría comprender; pero me
abstengo.
Volvamos, pues, con la señorita Rosalie.
Acompañó a su mamá al baile el martes,
espléndidamente ataviada, por supuesto, y
satisfecha de sus perspectivas y sus encantos. Ya
que Ashby Park estaba a casi diez millas de
Horton Lodge, tuvieron que emprender el camino
bastante pronto, y yo pensaba pasar la tarde con
Nancy Brown, a quien no veía desde hacía mucho
tiempo; pero mi amable alumna se cuidó de que
no la pasase ni allí m en ningún otro sitio fuera de
los límites del aula dándome una pieza de música
para que se la copiara, lo que me mantuvo muy
ocupada hasta la hora de acostarme.
Alrededor de las once de la mañana siguiente,
en cuanto salió ella de su cuarto, vino a contarme
sus noticias. Sir Thomas sí le había propuesto
matrimonio en el baile, evento que reflejaba el
mucho crédito de la sagacidad de su madre, si no
su habilidad para las maquinaciones. Yo me
inclino a creer que primero hizo sus planes y luego
predijo su éxito.
La oferta había sido aceptada, por supuesto, y
el novio electo venía aquel día a arreglar los
asuntos con el señor Murray. Rosalie estaba
contenta de la idea de convertirse en ama de
Ashby Park; estaba entusiasmada con la
perspectiva de la ceremonia nupcial y el esplendor
y la pompa correspondientes, la luna de miel en el
extranjero y las subsiguientes diversiones que
esperaba disfrutar en Londres y en otros lugares;
parecía estar bastante contenta también, de
momento, con el propio sir Thomas, porque tan
recientemente lo había visto, había bailado con él
y recibido sus halagos; pero, así y todo, parecía
aborrecer la idea de unirse a él tan pronto:
deseaba que la ceremonia se retrasara unos
meses, por lo menos, y yo también lo deseaba.
Parecía una cosa horrible precipitar el casamiento
poco propicio, y no darle a la pobre criatura tiempo
para pensar y razonar sobre el paso irrevocable
que estaba a punto de dar. Yo no pretendía sentir
«el cuidado vigilante y ansioso de una madre»,
pero estaba asombrada ante la crueldad de la se-
ñora Murray o su falta de interés en el verdadero
bien de su hija; y, con mis advertencias y
exhortaciones desoídas, intentaba en vano
remediar el mal. La señorita Rosalie sólo se reía
de lo que decía; y pronto me enteré de que su
renuencia a una unión inmediata se debía
principalmente a un deseo de llevar a cabo todas
las ejecuciones que pudiera entre todos los
jóvenes caballeros que conocía antes de verse
incapacitada de hacer más malicias de este tipo.
Fue por este motivo por lo que, antes de confiarme
el secreto de su compromiso, me había hecho
prometer que no diría ni una palabra a nadie. Y
cuando vi esto, y cuando la contemplé sumergirse
con más temeridad que nunca en las
profundidades de sus despiadados coqueteos, ya
no le tuve pena.
«Pase lo que pase», pensé, «se lo merece. Sir
Thomas no puede ser demasiado malo para ella, y
cuanto antes se le impida a ella engañar y herir a
los demás, mejor».
La boda se fijó para el primero de junio. Entre
esta fecha y el baile crítico mediaban poco más de
seis semanas; pero, con la consumada habilidad y
los resueltos esfuerzos de Rosalle, se pudo hacer
mucho, teniendo en cuenta especialmente que sir
Thomas pasó la mayor parte del ínterin en
Londres, adonde se dirigió, se decía, para arreglar
sus asuntos con su abogado y hacer otros
preparativos para las inminentes nupcias.
Intentó suplir la falta de su presencia con un
constante bombardeo de cartas de amor, pero
éstas no atrajeron la atención de los vecinos ni les
abrieron los ojos tal como lo hubieran hecho las
visitas personales; y el espíritu de reserva altivo y
agrio de lady Ashby le impedía divulgar la noticia,
mientras que su mediocre salud le impedía ir a
visitar a su futura nuera; de modo que, en general,
este asunto se mantuvo mucho más en secreto de
lo que suele ser el caso.
A veces Rosalie me enseñaba las epístolas de
su amado para convencerme de que sería un
marido amable y devoto. Me enseñaba las cartas
de otro individuo también, del desgraciado señor
Green, que no tenía el valor o, como ella lo
expresaba, «los redaños» para defender su causa
en persona, pero que no se contentaba con una
negativa; tenía que escribir una y otra vez.
No lo habría hecho si hubiera podido ver las
muecas que hacía su bella idolatrada ante las
conmovedoras apelaciones a sus sentimientos u
oír sus desdeñosas carcajadas y los ignominiosos
epítetos que le dedicaba por su perseverancia.
-¿Por qué no le dice usted, de una vez, que
está prometida? -le pregunté.
-Oh, no quiero que lo sepa -respondió-. Si lo
supiese él, lo sabrían también sus hermanas y
todo el mundo, y eso supondría el fin de mi...
ejem... Y además, si se lo dijese, creería que mi
compromiso era el único obstáculo y que lo elegi
ría a él si estuviera libre, cosa que no soportaría
que ningún hombre creyese, y él menos que
ninguno. Además, no me gustan sus cartas añadió desdeñosa-; puede escribir todo lo que
quiera y poner toda la cara de cordero degollado
que quiera cuando me encuentre con él; a mí sólo
me sirve de diversión.
Mientras tanto, el joven Meltham visitaba o
pasaba por delante de la casa con bastante
frecuencia; y a juzgar por las execraciones y
reproches de Matilda, su hermana le hacía más
caso de lo que requería la cortesía, en otras
palabras, llevaba a cabo un coqueteo tan vivo
como permitía la presencia de sus padres.
Hizo algunos intentos de atraer al señor
Hatfield a sus pies de nuevo, pero, al no resultar,
le pagaba su orgullosa indiferencia con un
desprecio aun más altanero, y hablaba de él con
tanto desdén y aborrecimiento como antes hablara
de su ayudante.
Pero en medio de todo esto, ni por un momento
perdió de vista al señor Weston. Aprovechaba
cada oportunidad de encontrarse con él, probaba
todas sus artes para fascinarlo y lo perseguía con
tanta perseverancia como si realmente lo quisiese
a él y a ningún otro, y como si la felicidad de su
vida dependiese de conseguir que correspondiera
a su afecto. Esta conducta iba más allá de mi
comprensión. Si la hubiera visto retratada en una
novela, me habría parecido poco natural; si
hubiera oído a los demás contarla, me habría
parecido un error o una exageración; pero cuando
la vi con mis propios ojos, y la padecí además,
sólo pude concluir que un exceso de vanidad,
como la borrachera, endurece el corazón,
esclaviza las facultades y pervierte los
sentimientos, y que los perros no son las únicas
criaturas que, aunque estén hartas de comer, siguen vigilando lo que ya no pueden devorar y
escatiman a un hermano famélico el ínfimo
bocado.
Empezó a ser extremadamente benéfica con
los pobres colonos. Su presencia entre ellos se
hizo más dilatada, sus visitas a sus humildes
viviendas se hicieron más frecuentes que nunca.
De ahí que mereció la reputación de ser una dama
condescendiente y muy caritativa; y era seguro
que sus elogios llegarían a oídos del señor
Weston, con quien de esta forma tenía la
oportunidad de encontrarse a diario en una u otra
de sus casas o en el camino hacia ellas; y de la
misma forma a menudo se enteraba, por sus
charlas, de dónde podría estar a una hora
determinada, o bien para bautizar a un niño o para
visitar a los ancianos, a los enfermos, a los
abatidos o los moribundos; y así hacía sus planes
con gran habilidad.
A veces en estas excursiones iba con su
hermana, a quien, con alguna estratagema, había
convencido o sobornado para que le siguiera las
intrigas, a veces sola, y ya nunca conmigo; de esta
forma se me vedaba el placer de ver al señor
Weston o de oír su voz, incluso en conversación
con otra, que habría sido un gran placer por
angustioso o doloroso que resultara.
Ni siquiera lo veía en la iglesia, pues la señorita
Rosalie, con algún pretexto trivial, decidió ocupar
ese rincón del banco familiar que había sido mío
desde mi llegada; y, a no ser que tuviera la
desfachatez de colocarme entre la señora y el se-
ñor Murray, debía sentarme de espaldas al púlpito,
que es lo que hacía.
Ahora tampoco iba caminando a casa con mis
alumnas: dijeron que su madre decía que no se
veía bien que fuesen andando tres personas de la
familia y sólo dos montados en el carruaje; y como
ellas preferían ir a pie con el buen tiempo, debía
sentirme honrada de ir con los mayores.
-Y además -decían-, no anda usted tan deprisa
como nosotras; sabe que siempre se rezaga.
Sabía que eran excusas falsas, pero no ponía
reparos y nunca contradecía tales afirmaciones,
sabiendo de sobra los motivos que las dictaban.
Y por las tardes, durante aquellas seis
memorables semanas, ni siquiera iba a la iglesia.
Si estaba resfriada o ligeramente indispuesta, ellas
lo aprovechaban para obligarme a quedarme en
casa; y a menudo me decían que no iban más
aquel día y luego fingían cambiar de idea y se
marchaban sin decírmelo, organizando de tal
modo su partida que nunca me enteraba de su
cambio de planes hasta que fuera demasiado
tarde.
Al regresar a casa en una de tales ocasiones,
me divirtieron con un animado relato de una
conversación que habían mantenido con el señor
Weston por el camino.
-Y preguntó si estaba usted enferma, señorita
Grey -dijo Matilda-, y le dijimos que estaba
perfectamente pero que no quería ir a la iglesia,
así que creerá que se ha vuelto malvada.
Cualquier encuentro fortuito entre semana
también se impedía, pues la señorita Rosalie se
cuidaba mucho de darme ocupaciones suficientes
para llenar mis horas de ocio por si se me ocurría
ir a ver a la pobre Nancy Brown o a cualquier
otro. Siempre había algún dibujo que terminar,
alguna música que copiar o algún trabajo que
hacer, lo suficiente para impedir que me diera el
gusto de algo más que un corto paseo por el
parque, hicieran lo que hicieran ella y su
hermana.
Una mañana, tras buscar y abordar al señor
Weston, volvieron jubilosas para contarme la
entrevista.
-Preguntó por usted otra vez -dijo Matilda, a
pesar de la indicación silenciosa pero imperiosa
de su hermana de que se callara-. Se preguntaba
por qué nunca venía usted con nosotras, y
pensaba que debía de estar delicada de salud
por lo poco que salía.
-No ha dicho eso, Matilda... ¡Qué tonterías
dices! -¡Oh, Rosalie, qué embuste! Ya sabes que
sí, y tú dijiste... ¡No hagas eso, Rosalie! ¡Maldita
sea! ¡No permito que me pellizques de esa forma!
Y, señorita Grey, Rosalie le dijo que estaba usted
perfectamente, pero que siempre estaba tan
enfrascada en sus libros que no disfrutaba de
otra cosa.
«¡Qué idea tendrá de mí!», pensé.
-Y -pregunté-, ¿Nancy pregunta por mí alguna
vez?
-Sí, y le decimos que es usted tan aficionada a
leer y dibujar que no hace otra cosa.
-Sin embargo, ése no es el caso. Si le
hubieran dicho que estaba tan ocupada que no
me era posible ir a verla, se habría acercado más
a la verdad.
-Yo creo que no -respondió la señorita
Rosalie, acalorándose de repente-. Estoy segura
de que tiene usted mucho tiempo libre ahora, con
tan pocas clases que dar.
Era inútil empezar a discutir con unas
criaturas tan mimadas y poco racionales, por lo
que me callé. Ya estaba acostumbrada a guardar
silencio cuando se decían cosas que me resultaban desagradables al oído; y ahora también
estaba acostumbrada a poner un semblante
plácidamente sonriente cuando sentía el corazón
amargo. Sólo los que han experimentado algo
parecido podrán imaginar mis sentimientos
mientras estaba allí sentada con apariencia de
sonriente indiferencia escuchando las relaciones
de aquellos encuentros y entrevistas con el señor
Weston que parecían deleitarse tanto en describirme y oyéndolas atribuirle cosas que, por el
carácter del hombre, sabía eran exageraciones y
perversiones de la verdad, si no enteramente
falsas -cosas que lo desacreditaban a él y las
halagaban a ellas, especialmente a la señorita
Rosalie- sobre las que yo ardía en deseos de
contradecir o, por lo menos, mostrar mis dudas,
pero no me atrevía por si, al expresar mi
incredulidad, revelaba también mi interés.
Oí otras cosas que sentía o temía fueran
realmente verdad, pero debía ocultar mi ansiedad
respecto a él y mi indignación contra ellas bajo un
aspecto despreocupado; y otras más -simples
insinuaciones de algo dicho o hecho del que
ansiaba saber más-, pero no me atrevía a
preguntar.
Así pasó el tiempo fatigoso. Ni siquiera podía
consolarme pensando: «Pronto estará casada y
entonces puede que haya esperanzas.»
Poco después de su boda, vendrían las
vacaciones, y lo más probable era que, cuando
yo regresase de las vacaciones, el señor Weston
ya se hubiera marchado, pues me habían dicho
que él y el rector no se entendían (culpa del
rector, por supuesto) y que él estaba a punto de
marcharse a otro lugar.
No, aparte de las esperanzas en Dios, mi
único consuelo era pensar que, aunque él no lo
supiera, yo era más merecedora de su amor que
Rosalie Murray, por encantadora y atractiva que
ésta fuera, porque yo sabía apreciar la excelencia
de él, cosa que ella no era capaz de hacer; yo
dedicaría mi vida a darle felicidad; ella destruiría
su felicidad con tal de gratificar
momentáneamente su propia vanidad.
«¡Ojalá se diera cuenta él!», me decía con
viveza. «Pero no, no quisiera que me viese el
corazón... pero si se diera cuenta de su
insinceridad, de su frivolidad vana y cruel, él
estaría a salvo y yo sería... casi feliz, aunque no
lo volviera a ver.»
Me temo que el lector ya debe de estar casi
hastiado de la insensatez y debilidad que le he
mostrado tan francamente. No las revelé a nadie
entonces, y no lo hubiese hecho aunque mi propia
hermana o mi madre hubieran estado en la casa
conmigo.
Era una disimuladora absoluta y resuelta por lo
menos en este único caso-. Mis oraciones, mis
lágrimas, mis deseos, temores y lamentos eran
presenciados por mí misma y el cielo únicamente.
Cuando estamos atormentados por penas o
angustias, o durante mucho tiempo oprimidos por
cualesquiera sentimientos poderosos que hemos
de guardar en secreto, por los que no podemos
obtener ni buscar compasión de ninguna criatura
viva, y que sin embargo no podemos, o no queremos, extinguir del todo, a menudo de manera
natural buscamos alivio en la poesía y a menudo
lo hallamos también- o bien en las efusiones de
los demás que parecen armonizar con nuestro
caso o en nuestros propios intentos de expresar
aquellos pensamientos y sentimientos en un estilo
menos musical quizás, pero más apropiado, y por
lo tanto más penetrante y compasivo y, de
momento, más consolador o más poderoso para
estimular y desahogar el corazón oprimido y
rebosante.
Antes de este periodo, en Wellwood House y
aquí, cuando padecía la melancolía de la
nostalgia, había buscado alivio dos o tres veces en
esta fuente secreta de consuelo; y ahora acudí a
ella también, con más avidez que nunca, pues
parecía necesitarla más. Aún conservo aquellas
reliquias de sufrimientos y experiencias pasados
como pilares de testimonio construidos, al viajar
por el valle de la vida, para marcar sucesos
particulares.
Las pisadas ya están borradas; puede que
haya cambiado la faz de la campiña, pero el pilar
está allí todavía para recordarme de cómo eran las
cosas cuando se levantó.
Por si el lector tiene curiosidad por ver alguna
de estas efusiones, le dedicaré un espécimen
corto: por fríos y lánguidos que parezcan los
versos, debían su existencia a lo que era casi una
pasión de pesadumbre.
Oh, me han despojado de las esperanzas
que tanto estimaba mi espíritu;
no me permiten oír la voz
que mi alma se deleita en escuchar.
No me permiten ver el semblante
que tanto me alegra ver;
y me han arrebatado todas tus sonrisas
y todo tu cariño también.
Pues que cojan todo lo que puedan;
aún me queda un tesoro a mí:
un corazón que disfruta pensando en ti
y que conoce el valor del tuyo.
Sí, por lo menos no podían privarme de eso:
podía pensar en él día y noche, y podía sentir que
era digno de que pensara en él. Nadie lo conocía
como yo; nadie sabía apreciarlo como yo; nadie
podría amarlo como yo... podría, si se me
permitiese, pero ahí estaba el mal. ¿Qué derecho
tenía yo a pensar en uno que nunca pensaba en
mí? ¿No era insensato?... ¿No era censurable?
Sin embargo, si encontraba tanto placer
pensando en él y si guardaba los pensamientos
para mí y no molestaba a nadie contándoselos,
me preguntaba qué tenía de malo.
Y tales razonamientos me impedían hacer el
esfuerzo suficiente para librarme de las cadenas.
Pero si dichos pensamientos me
proporcionaban gusto, era un placer doloroso y
turbulento, demasiado cerca de la angustia, y que
me hacía más daño del que me diera cuenta. Era
una indulgencia que una persona con más
sabiduría o más experiencia sin duda se habría
ahorrado.
Y no obstante... ¡qué triste privar a los ojos de
la contemplación de aquel objeto luminoso y
obligarlos a posarse en el paisaje monótono, gris
y desolado que me rodeaba, el camino sombrío,
desesperanzado y solitario que se extendía ante
mí!
Era impropio ser tan lúgubre, estar tan
abatida; hubiera debido hacerme amiga de Dios y
convertir en el placer y la misión de mi vida hacer
su voluntad; pero la Fe era débil y la Pasión
demasiado fuerte.
En este tiempo de infortunio tenía otros dos
motivos de aflicción. El primero puede parecer
una nimiedad, pero me costó muchas lágrimas:
Snap, mi compañero mudo y feo pero de ojos
vivos y corazón bondadoso, la única cosa que me
quería, me fue arrebatado y entregado a la tierna
piedad del cazador de ratas de la aldea, un
hombre bien conocido por su brutal trato hacia
sus esclavos caninos.
El otro era bastante grave: las cartas de mi
casa me hacían sospechar que la salud de mi
padre había empeorado. No expresaban temores
ominosos, pero yo me había vuelto apocada y
desanimada y no podía evitar temer que nos
esperaba alguna terrible calamidad. Me parecía
ver concentrarse nubes negras alrededor de mis
colinas nativas y oír el airado murmullo de una
tormenta a punto de estallar y devastar nuestro
hogar.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora