CAPÍTULO V. EL TÍO

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Además de la anciana dama, había otro
pariente cuyas visitas me fastidiaban
enormemente: era «el tío Robson», hermano de la
señora Bloomfield un tipo alto y arrogante con el
cabello negro y el cutis cetrino como su hermana,
una nariz que parecía desdeñar la tierra entera y
unos ojillos grises, a menudo medio cerrados con
una mezcla de auténtica estulticia y fingido
desprecio por todos los objetos que lo rodeaban.
Era un hombre fornido y de fuerte constitución,
pero encontraba alguna manera de comprimirse la
cintura en un espacio notablemente reducido, y
esto, junto con la rigidez poco natural de su porte,
demostraba que el altivo, varonil señor Robson,
tan desdeñoso del sexo femenino, no estaba por
encima de la afectación de ceñirse un corsé.
Rara vez se dignaba fijarse en mí; y cuando lo
hacía, era con cierta altanera insolencia de tono y
modales que me convencía de que no era un
caballero, aunque él pretendiese producir el efecto
contrario. Pero no era tanto por eso que no me
agradaban sus visitas cuanto por el daño que
causaba a los niños: alentando toda su
propensión hacia el mal y deshaciendo en unos
cuantos minutos el poco bien que a mí me había
costado meses de esfuerzos conseguir.
Pocas veces condescendía en hacerles caso a
Fanny y la pequeña Harriet, pero Mary Ann era su
favorita. Constantemente estimulaba su tendencia
a la afectación (que yo había hecho todo lo
posible por erradicar), hablaba de su cara bonita y
le llenaba la cabeza de toda clase de ideas
vanidosas referentes a su apariencia personal
(que yo le había instruido que considerase como
polvo en comparación con el cultivo de la mente y
el espíritu), y yo nunca había conocido a una niña
más susceptible a las lisonjas que ella. Todo lo
que había de malo en su hermano y en ella lo
espoleaba con sus risas cuando no con
alabanzas; y las personas no se dan cuenta del
daño que hacen a los niños riéndose de sus
defectos y bromeando sobre lo que sus
verdaderos amigos se han esforzado por
enseñarles que aborrezcan.
Aunque no era un borracho declarado, el señor
Robson solía ingerir grandes cantidades de vino, y
se deleitaba en tomar de vez en cuando un vaso
de coñac con agua. Enseñaba a su sobrino a
imitarlo en lo posible en este respecto y a creer
que cuanto más vino y licores pudiera tomar, y
cuanto más disfrutara de ellos, más manifestaba
un espíritu gallardo y varonil y más se elevaba por
encima de sus hermanas. El señor Bloomfield no
tenía gran cosa que decir en contra, pues a él lo
que más le gustaba era la ginebra con agua, de la
que consumía una cantidad considerable cada día
a fuerza de repetidos sorbos, y a esto
principalmente yo atribuía su color malsano y su
temperamento irascible.
El señor Robson también alentaba la
predisposición de Tom de perseguir a los seres
inferiores, tanto de palabra como de obra. Como
frecuentemente venía a cazar en las tierras de su
cuñado, solía traer consigo sus perros predilectos,
y los trataba con tanta brutalidad que yo, pobre
como era, hubiese dado gustosamente un
soberano por ver a alguno de ellos morderlo,
siempre que el animal pudiese hacerlo con
impunidad. A veces, cuando estaba de muy buen
humor, iba en busca de nidos de aves con sus
sobrinos, cosa que a mí me irritaba y fastidiaba
enormemente, ya que, gracias a repetidos y
perseverantes intentos, me complacía en creer
que les había hecho ver la maldad de dicho
pasatiempo y esperaba, con el tiempo, inculcarles
algún sentido general de la justicia y la humanidad; pero diez minutos de buscar nidos con
el tío Robson, o incluso una carcajada suya al
oírles contar alguna de sus barbaridades
anteriores, era suficiente para destruir en el acto el
efecto de toda mi elaborada campaña de
razonamientos y persuasión. Sin embargo, por
fortuna, aquella primavera únicamente una vez
encontraron un nido que no estuviese vacío o
contuviera sólo huevos, ya que eran demasiado
impacientes para esperar a que se incubaran los
pajarillos; en aquella ocasión, Tom, que había
estado con su tío en la huerta contigua, vino
corriendo con gran júbilo al jardín con una nidada
de implumes polluelos en las manos.
Mary Ann y Fanny, a las que yo estaba
sacando en aquel momento, se acercaron
apresuradamente para admirar su botín y rogarle
que les diese un pajarillo a cada una.
-¡No, ni uno! -gritó Tom-. Son todos míos; el tío
Robson me los ha dado -uno, dos, tres, cuatro,
cinco-, ¡no tocaréis ninguno de ellos! ¡No, por
nada del mundo! -continuó exultante, dejando el
nido en el suelo, y poniéndose de pie sobre él con
las piernas bien separadas, las manos hundidas
en los bolsillos del pantalón, el cuerpo inclinado
hacia delante y el rostro dibujando toda suerte de
contorsiones debido al éxtasis de su júbilo.
-Pero ya veréis cómo los pongo. ¡Dios mío,
cómo voy a zurrarles! ¡Ya veréis cómo sí!
¡Válgame Dios, tengo diversión de sobra con este
nido!
-Pero, Tom -le dije yo-, no voy a permitirte
torturar a esos pájaros. O debes matarlos de una
vez o devolverlos al lugar de donde los has
cogido, para que los pájaros adultos puedan
continuar alimentándolos.
-Pero usted no sabe dónde es, señorita. Sólo
yo y el tío Robson lo sabemos.
-Pero si no me lo dices, los mataré yo misma,
por mucho que me duela.
-No se atreverá. ¡Por nada del mundo se
atreverá! Porque sabe que papá y mamá y el tío
Robson se enfadarían. ¡Ja, ja! Ahí la he cogido,
señorita.
-Haré lo que me parezca adecuado en un caso
de este tipo, sin consultar a nadie. Si da la
casualidad de que tu papá o tu mamá no lo
aprueban, sentiré ofenderles, pero las opiniones
de tu tío Robson a mí no me incumben.
Diciendo esto, impelida por el sentido del
deber, con el riesgo tanto de ponerme enferma
como de incurrir en la ira de mis patronos, cogí
una gran piedra plana que el jardinero había
preparado como trampa para ratones y, tras
intentar una vez más convencer al pequeño tirano
de que me dejara devolver los pajarillos a su sitio,
le pregunté qué pensaba hacer con ellos. Con
diabólico regocijo comenzó a enumerar una lista
de tormentos y mientras estaba ocupado
recitándola, dejé caer la piedra sobre sus
pretendidas víctimas, aplastándolas del todo.
Como consecuencia de este atrevido ultraje,
hubo grandes protestas y terribles execraciones:
el tío Robson venía por la avenida con su
escopeta y en ese momento se había detenido
para darle un puntapié al perro. Tom se lanzó hacia él, jurando que lograría que me pegase el
puntapié a mí y no a Juno. El señor Robson se
apoyó en la escopeta y se rió excesivamente de la
violencia de la pasión de su sobrino y de las
amargas maldiciones e infamantes epítetos con
los que me colmaba.
-¡Eres todo un tipo, desde luego! -exclamó por
fin, levantando su arma y siguiendo camino hacia
la casa-. ¡Que me condenen si este niño no tiene
coraje! ¡Maldita sea mi alma, nunca he visto a un
pillo más noble que él! Ya está más allá del
dominio de las faldas: por Dios, ¡desafía a su
madre, a su institutriz, a su abuela y a todas! ¡Ja,
ja, ja! No te preocupes, Tom, te conseguiré otra
nidada mañana.
-Si lo hace usted, señor Robson, también los
mataré -dije yo.
-¡Mm! -respondió él, y tras honrarme con una
larga mirada, que, contra lo que él esperaba,
sostuve sin acobardarme, se dio la vuelta con un
aire de absoluto desdén, y entró majestuosamente
en la casa.
Luego Tom fue a contárselo a su mamá. Ella
no era dada a explayarse mucho sobre ningún
tema; pero la siguiente vez que me vio, tenía el
aspecto y el porte doblemente oscuros y gélidos.
Después de algún comentario improvisado
sobre el tiempo, apostilló:
-Lamento el hecho, señorita Grey, de que
usted considere necesario interferir en las
diversiones del señorito Bloomfield; está muy
disgustado porque le haya matado los pájaros.
-Cuando las diversiones del señorito Bloomfield
consisten en lastimar a criaturas sensibles contesté-, creo que es mi deber interferir.
-Parece usted haber olvidado -dijo tranquilaque todas las criaturas han sido creadas para
nuestro provecho.
Me parecía que aquella doctrina admitía
algunas dudas, pero repliqué solamente:
-Si es así, no tenemos derecho a atormentarlas
para nuestra propia diversión.
-Yo creo -dijo ella- que la diversión de un niño
pesa bastante más que el bienestar de una bestia
sin alma.
-Pero para el bien del niño, no hay que
alentarle a que se entretenga con tales
diversiones -respondí, tan mansamente como me
fue posible, para compensar mi inusitada perseverancia. «Bienaventurados los misericordiosos,
pues ellos alcanzarán misericordia».
-Oh, por supuesto. Pero eso se refiere a
nuestra conducta unos con otros.
-«El hombre misericordioso tiene misericordia
para con su bestia» -me atreví a añadir.
-¡Me parece que usted no ha dado muestras de
tener mucha misericordia -respondió ella, con una
risa corta y amarga-, al matar a todos los pajarillos
de aquella manera tan espantosa y hacérselo
pasar tan mal al querido muchacho, todo por un
capricho!
Creí prudente no decir nada más.
Esto fue lo más cerca que llegué nunca a
discutir con la señora Bloomfield, además de ser
el mayor número de palabras que intercambié con
ella en una sola ocasión desde el día de mi
llegada.
Pero el señor Robson y la señora Bloomfield
no eran las únicas personas cuyas visitas a
Wellwood House me incomodaban; todos los
huéspedes me molestaban más o menos, no tanto
porque me ignoraran (aunque su conducta en este
sentido me parecía extraña y desagradable)
cuanto porque me resultaba imposible mantener
alejados de ellos a mis alumnos, tal y como se me
pedía repetidas veces. Tom se empeñaba en
hablar con ellos y Mary Ann exigía que le hicieran
caso. Ni uno ni otra sabía lo que significaba
experimentar el más mínimo grado de timidez, ni
siquiera de modestia común. Interrumpían
insolente y clamorosamente la conversación de
sus mayores, les importunaban con las preguntas
más impertinentes, a los caballeros los abordaban
rudamente, se subían a su regazo sin permiso, se
colgaban de sus hombros o les registraban los
bolsillos; a las señoras les tiraban de los vestidos,
les desordenaban el cabello, les desencajaban los
cuellos y les pedían insistentemente sus alhajas.
La señora Bloomfield tenía suficiente sentido
para escandalizarse y molestarse por todo esto,
pero no para evitarlo. Esperaba que lo impidiese
yo. ¿Y cómo iba a hacerlo?; si los invitados, con
sus espléndidos vestidos y sus caras nuevas,
continuamente los halagaba y les consentía para
congraciarse con sus padres, ¿cómo iba yo, con
mis prendas sencillas, mi cara corriente y mis
palabras sinceras, a alejarlos? Me esforcé al
máximo para lograrlo; intentando distraerlos,
procuraba atraerlos a mi lado; empleando la poca
autoridad que poseía y toda la severidad que me
atrevía a utilizar, hacía lo posible por evitar que
atormentasen a los huéspedes; y reprochándolos
por sus malos modales, pretendía avergonzarlos
para que no lo volviesen a hacer. Pero no tenían
vergüenza: desdeñaban toda autoridad que no
estuviera apoyada en el terror, y en cuanto a la
amabilidad y el afecto, o no tenían corazón o lo
tenían tan fuertemente guardado y tan bien oculto
que yo, pese a todos mis desvelos, aún no había
averiguado cómo alcanzarlo.
Pero pronto mis tribulaciones en este sentido
tocaron a su fin, antes de lo que esperaba o
deseaba; pues una apacible tarde hacia finales de
mayo, mientras me regocijaba por la proximidad
de las vacaciones y me felicitaba por haber hecho
algunos progresos con mis alumnos -por lo menos
en lo tocante a los estudios, pues sí había logrado
meter algo en sus cabezas, y finalmente había
conseguido hacerles un poco, un poquito, más
racionales sobre acabar sus tareas a tiempo para
dejar espacio para el recreo, en lugar de
atormentarse inútilmente a sí mismos y a mí todo
el día-, me mandó llamar la señora Bloomfield y
me informó tranquilamente que después del
solsticio de verano ya no iban a requerir mis
servicios. Me aseguró que mi carácter y mi conducta en general eran intachables, pero que los
niños habían hecho tan pocos progresos desde mi
llegada que el señor Bloomfield y ella se sentían
obligados a buscar otro modo de instrucción para
ellos. Aunque eran superiores en habilidad a la
mayoría de los niños de su misma edad, estaban
muy por debajo de ellos en cuanto a logros, sus
modales eran zafios y su comportamiento
revoltoso. Y atribuía esto a la falta de firmeza y de
cuidados diligentes y perseverantes por mi parte.
Una firmeza inquebrantable, una diligencia
ferviente, una perseverancia incansable y unos
cuidados incesantes eran precisamente las
cualidades de las que me enorgullecía en privado
y con las que esperaba, con el tiempo, vencer todas las dificultades y lograr por fin el éxito. Quería
decir algo para justificarme, pero al intentar hablar
noté que me temblaba la voz, y por no mostrar mi
emoción ni permitir que se me saltasen las
lágrimas que se me acumulaban en los ojos, opté
por guardar silencio y soportarlo todo, como una
rea confesa.
Así se me despedía y así me iba a mi casa. ¡Ay
de mí! ¿Qué pensarían de mí? Incapaz, después
de todo lo que me había lactado, de mantener ni
siquiera durante un año el puesto de institutriz
para tres niños pequeños, cuya madre, en
palabras de mi propia tía era «una señora muy
simpática». Habiendo sido pesada en la balanza
de esta forma y resultado deficiente, no podía
albergar esperanzas de que se me permitiese volverlo a intentar. Y esta idea me sentó muy mal
porque a pesar de lo mucho que me habían
hostigado, vejado y desilusionado y lo mucho que
había aprendido a valorar y apreciar mi hogar, aún
no estaba cansada de aventuras ni dispuesta a
renunciar a intentarlo. Sabía que todos los padres
no eran como los señores Bloomfield, y que no
todos los niños eran como los suyos. La siguiente
familia sería diferente, y cualquier cambio sería
para mejorar. La adversidad me había hecho
madurar y la experiencia me había enseñado, y
ansiaba redimir el honor perdido a los ojos de
aquellos cuya opinión me importaba más que
ninguna otra del mundo.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora