Capítulo 4

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Fue difícil para mí convencer a mi padre de que el dinero que tenía ahorrado no provenía de las ganancias de la cosecha, después de explicarle varias veces que lo había conseguido vendiendo los tulipanes que, con tanto esmero, hice crecer en la huerta, accedió a que lo utilizara para comprarme un obsequio por mis 15 años.
No era la gran cosa, pero en el último año había crecido al menos diez centímetros y la ropa me quedaba exageradamente corta.
Mi padre no era diestro en eso de hechizos ridículos e inservibles, para brujas estúpidas, y los intentos que hice a escondidas con la varita de mi madre fueron en vano.
En mis viajes al pueblo admiraba las vitrinas de las tiendas y descubrí que en la Mercería Dowson tenían algunas telas a un precio muy económico, sobre todo las menos vistosas.
Había planeado hacerme un par de faldas como regalo.

Nunca antes había comprado algo para mí.
Me sentía nerviosa e indecisa, y aunque sabía que me miraban, nadie en la tienda parecía interesado en ayudarme, pues la reputación de mi hermano caía sobre mí como una pesada sombra a cualquier lado al que entraba.

De pronto se escuchó la campanilla de la puerta y con gran alboroto entraron varias mujeres, elegantemente vestidas.
Pronto, los pocos empleados de la tienda dejaron de mirarme para atender a tan distinguida clientela y yo, con alivio, deambulé entre los enormes rollos buscando aquella tela que se ajustara a mi apretado presupuesto.

"Es un color muy triste para alguien tan joven."
Giré con premura para ver quién se había dirigido a mi, si es que ese alguien se había dirigido a mi.
Un muchacho alto, tal vez un par de años mayor que yo, de cabello ondulado y castaño, con grandes ojos azul profundo, miraba la tela grisácea que tenía entre mis manos con expresión divertida, su rostro era lo más hermoso que había visto en mi vida, sus pómulos fuertes y su nariz recta le conferían un aire insolente y orgulloso.
Quedé muda ante su sola presencia, no podía apartar mis ojos de su boca rosada y sus dientes perfectos.
Sonreía.
¿A mí? ¿Acaso no sabía quién era yo?
La hija del hermitaño loco, hermana del desquiciado violento, la fea, la pobrecilla...
Sentí la cara ardiendo y el aire se negaba a regresar a mis pulmones.
Solté la tela y salí casi corriendo de la tienda, sin mirar atrás siquiera.

Entre corriendo a la librería que estaba enfrente de la acera y fingiendo interés en los libros de la vitrina, esperé.
Lo ví salir dando el brazo a una hermosa mujer de edad madura, de cabello negro recogido elegantemente y finas ropas.
"Hasta pronto, Sra. Ryddle, joven Tom siempre es un placer verlo."

Tom Ryddle.
El Tom de la casa Señorial.
Quien cada domingo pasaba en coche frente a mi casa para asistir a misa en el pueblo y a quien nunca había tenido frente a frente.

¿Puede un momento efímero definirte? ¿Es posible que un instante transforme todo lo que eres?
Ese pequeño encuentro marcó mi vida; me encontraba pensándolo la mayor parte del día, recreando la misma escena de la tienda una y otra vez, imaginando que yo respondía algo ingenioso y los dos reíamos juntos, o que él se acercaba y acariciaba mi mejilla.
Mis sueños llegaban incluso más lejos, y sentía la suavidad de sus labios en los míos.
Caí enferma sin razón aparente, la fiebre me consumía, y nada de lo que bebiese parecía aliviar mi sed, me volví más torpe, rompía todo y una opresión en el pecho se volvió parte de mi nueva existencia.

Mi padre jamás se dió cuenta de mi estado deplorable, y si lo hizo no movió un dedo para ayudarme.

A partir de aquel día, todos los domingos inventaba algún pretexto para salir al patio y mirar el carro ir y volver, me conformaba con los pocos segundos que le veía.
Siempre con la esperanza de que me reconociera, de ver su sonrisa dirigida a mí una vez más...

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MEROPE GAUNTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora