No recordaba la primera vez que nos habíamos mudado, a pesar de que lo había intentado cientos de veces, pero no lo había logrado, ni nunca lo lograría.
Desde luego habían sido muchas las veces que nos habíamos mudado. De hecho, mi vida se había basado en un ir y venir de un lugar a otro, sin destino fijo, como si anduviésemos en busca de un tesoro, o más bien, huyendo de algo. ¿El qué? No tenía ni la más remota idea.
Aunque no me habían dicho el porqué de todos esos traslados repentinos, yo tampoco había mostrado demasiado interés en saber la respuesta. Nunca me había importado mudarme. ¿La razón? Jamás tuve nada ni nadie que me retuviese en el lugar del que me marcharía. Nunca tuve amigos porque era antisociable, pero había más motivos: si me volvía a marchar me tendría que separar de ellos, por consecuente, los echaría de menos; no me gustaba sentir que había dejado parte de mi vida atrás, en un lugar concreto, como si no fuese dueña de mis propias acciones y además, odiaba las despedidas con toda mi alma.
Así, era un alma solitaria, estaba sola ante el mundo, ante la intemperie.
Está bien, tenía a mis padres, pero ellos siempre habían sido distantes conmigo, como si fuese simplemente un estorbo, una mascota que nadie desea, pero que a pesar de todo se cuida y en ocasiones contadas se le concede algún capricho. Nunca tuvimos una verdadera relación de padres-hija, sino que me trataban con frialdad, incluso sin mostrar ningún sentimiento de afecto hacia mí. Cuidaban de mí porque esa era su obligación, pero estaba bastante segura de que cuando fuese mayor de edad me echarían de casa a patadas.
Antes no eran así, al menos, no tanto. Todo cambió en el mismo instante que soplé las velas de la tarta de mi decimotercer cumpleaños.
Quizás cualquier otra chica de mi edad no podría soportar la idea de vivir mi vida, pero a mí me gustaba porque me encantaba viajar, cosa que hacíamos muy a menudo y, al apenas relacionarme con otra gente, tenía mucho tiempo para escribir.
Adoraba escribir, desde pequeños relatos a poemas o letras de canciones. Aunque lo que más me gustaba era escribir en mi diario que lo tenía desde hacía un o dos años. Era de tapas duras, forrado con tela de terciopelo azul celeste. En la parte superior, sin destacar en demasía, estaba escrito mi nombre con letras plateadas.
Con anterioridad, no me gustaba escribir en él porque sabía que lo que estaba a escribir, años después me estaría avergonzando de ello, pero desde que el tiempo entre una mudanza y otra se había reducido al menos a la mitad, pasó a convertirse en un gran amigo para mí, al que le contaba todo lo que me preocupaba, mis alegrías, mis tristezas…
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Ángeles de hielo
ParanormalPero en realidad, todo fue de peor en peor. Ya no confiaba en nadie ni nada. Todo lo que había creído era falso. Nada volvió a ser lo mismo, desde que los encontré. O más bien, desde que ellos me encontraron a mí.