31.3 Los ángeles de hielo hieren.

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Cuando descubrí aquel lugar, había sido como si yo fuese un pedazo de metal que se dejaba atraer por la fuerza de un imán. Podría jurar que había sido cosa del destino, del cosmos, del karma o como le quieran llamar. El asunto es que no llegué por casualidad, aquel instante estaba escrito.

Había estado en tres ocasiones y continuaba poniéndome la piel de gallina. Era como estar dentro de una película a la que alguien no paraba de darle al botón de repetir. En el momento que llegaba siempre sucedía lo mismo. El mismo anciano tocando la misma canción en su acordeón, el olor a pan de una panadería que no funcionaba desde hacía años, el chico con alas blancas, la jauría desatada de ángeles que nos pisotearían si fuesen reales, una pareja de fuego y hielo... Siempre en el mismo orden.

Estuve durante un buen rato mirando desde lo lejos, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, echando humo por la boca y por un momento, deseando que fuese una ilusión. Deseando que mi vida sólo fuese una noche de pesadillas que estaba durando más de lo usual. ¿En qué momento el niño que se había fugado del orfanato se había convertido en un ser mitológico? Sonaba ridículo.

Resoplé, cerrando los ojos. Debía centrarme en lo que tenía importancia en el presente y no dejarme atolondrar por un pasado al que apenas estaba vinculado. El Devian de ayer poco tenía que ver con el de hoy.

Algo no iba bien. Tras pasar por delante del músico con el acordeón, la gente desapareció, la calle que tendría que estar llena de una multitud de ángeles corriendo hacia mí, estaba desierta. Era como si, el encanto que hacía que viese como era la ciudad en su época de gloria, hubiese desaparecido.

Podía sentir como el corazón me aceleraba a medida que notaba mayor peligro. Mi cerebro sólo podía ordenar un pensamiento:

Algo no va bien, algo no va bien.

Aceleré el paso hacia lo que en su día había sido el hogar de Roxy.

—Roxy —llamé, entrando en la casa.

Tuve que coger una pequeña linterna que llevaba en el bolsillo para saber por dónde caminaba, estaba hecho un desastre y era fácil tropezarse con cualquier objeto. Logré escuchar como un pie astillaba alguna pieza de madera. Suspiré aliviado, tenía que ser ella.

—Oye, lo siento mucho, de veras. Sé que estás muy enfadada y no es para menos, pero por favor, danos la oportunidad de explicarnos, no lo hemos hecho con mala intención y deberías saberlo. —La luz de la linterna se fundió—. ¡Oh, venga ya! —me lamenté dándole varios golpes para ver si volvía a la vida—. Roxy, ¿te encuentras bien? —pregunté al percatarme de que había una enorme sombra delante de mí.

Una risa diabólica rebotó en las paredes. Vale, tal vez me hubiese equivocado de sitio al buscar a Roxy. Antes de que fuese demasiado tarde, salí disparado, como si me estuviesen apuntando con un arma. De hecho, me sentía como si un ejército invisible estuviese a punto de descargar toda su munición contra mí.

—¡Devian! —Fue una voz lo suficientemente conocida para que vacilara y me detuviese—. ¡Ayúdame!

No tenía ni la menor idea de dónde provenía el chillido, que estaba sucediendo o si le estaban haciendo daño. Era la peor sensación del mundo que alguien a quien querías le estuviesen haciendo daño delante de tus propias narices.

—¿¡Dónde estás!? —pregunté con voz temblorosa.

Un llanto sonó más cercano.

—N-No lo sé. No veo nada.

—Tranquila, cielo, tranquila —dije, llevándome las manos a la frente—. A ver, ¿estás herida? ¿Te han hecho daño?

Volvió a chillar, como si le estuviesen atravesando el cuerpo con cuchillos.

—¡Aaaaaaaaah! —gritó de nuevo.

Seguí el eco de su voz por todos los rincones a los que me llevaba, en los cuales no se encontraba. Fueron suficientes minutos de angustia para comprender que si le hacían daño era como si me estuviesen matando.

Al fin, logré distinguir una silueta en el suelo. Me aproximé lo más rápido que me permitían mis músculos y me arrodillé junto su cuerpo. Hice ademán de girarla para ver su rostro, pero antes de que pudiese, comenzó a convulsionarse.

¿Pero qué...?

No se estaba convulsionando, se está riendo, y aquella no era la risa de Roxy.

Era mi risa.

Le di la vuelta al cuerpo, poniéndolo boca arriba. Su cara, es decir, mi cara estaba demacrada y manchada de sangre provocada por un hondo corte que la atravesaba desde la parte inferior derecha hasta la superior izquierda y mis ojos, azules como nunca antes, me observaban con las pupilas tan contraídas que asustaba.

—¿Qué diablos es esto? —susurré para mí.

De la noche a la mañana, el sonido de unas alas batiéndose comenzó a sonar detrás de mí.

—El peor día de tu vida.

Me giré lentamente, no sin antes volver a echarle un vistazo a mi yo tirado en el suelo, riéndose y a punto de morir desangrado, con la esperanza de que hubiese desaparecido o solo hubiese sido una alucinación por la falta de sueño.

El sonido de las alas retumbaba en mi cráneo, como advertencia de que no era el único ángel presente. Alcé mi vista para descubrir de quién se trataba.

—Roxy —murmuré.

Se rió.

—Sí, cielo.

—¿Desde cuándo tienes al...?

Alzó la mano para hacerme callar.

—¿Algunas últimas palabras antes de morir, cariño? —preguntó con una maldad en su voz que lastimaba. Al ver que no reaccionaba y seguía con la boca abierta y los ojos como platos, miró detrás de mí, alzando dos dedos—. Es todo tuyo.

Entonces, noté como algo frío me golpeó hasta dejarme inconsciente.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora