3.1 La madriguera del lobo.

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Me desperté sobresaltada, cogiendo una gran bocanada de aire y empapada de sudor. Esa pesadilla se repetía dentro de mi mente cada pocas noches. Siempre era lo mismo. Una ciudad desierta. Un chico desconocido, del que nunca recordaba su rostro. Doce personas en total, seis en cada coche, con máscaras y ropa negra. Un primer secuestro, el del chico. Una promesa incumplida. Un segundo secuestro, el mío. Otra promesa incumplida. La cuidad, los edificios, los rascacielos, los coches abandonados, los coches no abandonados, las doce personas de negro, el chico, parecían tan reales. Era un sueño tan vívido, a la vez tan irreal.

Miré el reloj, faltaban apenas dos horas para dirigirme hacia la madriguera del lobo o llamado de otra manera, el instituto. Hacía tiempo que no dormía tanto de un tirón.

Empecé a rebuscar ropa en el armario. No tenía muy claro que ropa llevaría. Lo único que tenía claro era que quería causar buena impresión. Tras unos diez minutos de difícil deliberación elegí unos tejanos ajustados, un jersey flojo de lana y unas botas negras bajas con hebilla, estilo motero.

Me dirigí a la cocina, me sorprendió que mi desayuno estaba hecho, por lo general, me lo hacía yo. Mis padres se habían ido a trabajar hacía apenas unos minutos al hospital.

Ya en la parada del autobús, resguardándome de la lluvia, observé a un chico con un gorro gris, de unos dieciséis o diecisiete años, con unos pantalones azules, una cazadora de cuero negro y unas deportivas altas. Era el mismo que la noche anterior me había preguntado si estaba bien. Empecé a tener calor, a pesar de había nevado con mucha fuerza y todo estaba cubierto de nieve, me sentía fatal por haberle hablado como lo había hecho la noche anterior. Deseé que no se fijara en mi presencia, sería una situación un tanto incómoda.

Al fin, a lo lejos se distinguía el amarillo chillón del autobús, por lo que suspiré aliviada. En cuanto se detuvo delante de nuestros pies, corrí a sentarme en el asiento más alejado de la puerta delantera para que no me viese. Me coloqué los auriculares en las orejas y me encogí sobre mí misma, de modo que a lo lejos debía parecer un bulto de ropa, nada más.

Como no, todo intento de ocultarme del chico que sólo había intentado ser amable conmigo, había sido en vano. Tan pronto como alzó la vista para buscar un sitio donde sentarse me vio, me sonrió y se acercó lentamente a mí.

Que no se siente a mi lado, por favor, que no se siente a mi lado. Cerré los ojos con fuerza.

—Hola —saludó, a la vez que ponía su mochila sobre las piernas y se sentaba junto a mí.

Maldita sea.

Correspondí al saludo añadiendo la mejor de mis sonrisas forzadas.

Tras unos cuantos minutos de un incómodo silencio, decidí disculparme.

—Eh —titubeé—, siento haber sido tan grosera contigo ayer. No estaba de muy buen humor —dije al mismo tiempo que me quitaba los auriculares y los guardaba de nuevo en el bolsillo delantero de la mochila.

Las disculpas parecieron complacerle.

—Disculpas aceptadas —dijo mostrando sus blancos dientes perfectamente colocados—. Yo también tengo que disculparme, no debí decir que parecía que un camión había pasado por encima de ti.

Sonreí.

—Ayer no ha sido uno de mis mejores días —aclaré.

—Eso me parecía.

No habló más, por lo que yo tampoco lo hice. No bajó en ninguna de las paradas que hacía el autobús así que supuse que iríamos al mismo instituto.

—¿Eres nueva en el instituto, no? —preguntó sin mucho interés. Asentí—. Pues, aquí está la madriguera del lobo —dijo, señalando un edificio enorme a través de la cristalera mientras yo  sonreía disimuladamente; tenía gracia que llamase al instituto del mismo modo que lo hacía yo.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora