19.2 La ciudad de los ángeles perdidos.

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De repente, parecía que todos los ángeles estaban saliendo del sitio en el que estaban escondidos. Todos se detenían delante de mí, lo que en ocasiones obstaculizaba mi paso, porque no era consciente de que no eran reales, de que podía pasar a través de ellos. Todos tenían lo mismo que aquel chico. Algunos colgando de una cadena sobre su pecho, otros en forma de pulsera, incluso de broche; pero todos, absolutamente todos, lo llevaban.

No paré de correr hasta que me caí; uno de los adoquines sobresalía ligeramente, lo que hizo que tropezara con él. Estaba paralizada. Lo único que era capaz de hacer era respirar y observar como una cucaracha movía sus pequeñas patitas como si no hubiese mañana, en un intento fallido de darse la vuelta.

Escondí mi rostro entre mis manos, intentando asimilar lo que significaba.

Devian se agachó delante de mí, observándome sin comprender que era lo que había pasado.

—Los collares… Las pulseras… Los broches. Fíjate en ellos —ordené frotándome las sienes.

Un grupo de ellos pasó por nuestro lado, Devian miró hacia ellos con los ojos entrecerrados.

—La pluma… Es como tu pulsera —concedió mientras se sentaba a mi lado—. La leche —exclamó—. ¿Te encuentras bien?
—Mmmm. Sí. No. No lo sé. —Mi cerebro estaba a punto de estallar—. Esto —afirmé agarrando la pluma— quiere decir que pertenezco a este lugar. Y que me he salvado. Y que mi familia está muerta.

—No tiene por qué estar muerta, a lo mejor ellos también se salvaron, al igual que tú.

Una punzada de dolor recorrió mi cuerpo.

—Es igual, no quiero pensar más en ello, no por ahora. Lo único que conseguiré con ello será atormentarme más. Al menos por fin sé, más o menos, lo que significa la pulsera. —Tras levantarme me limpié el polvo del trasero—. Vamos anda, todavía queda una casa por mirar. Quién sabe, quizás yo vivía en ella.

Dimos la vuelta, ya que en mi carrera, me había pasado un poco del destino original. Me rodeó con su musculoso brazo, lo que hizo que me sintiese ligeramente mejor.

Mientras las otras edificaciones estaban en tan buen estado que asustaba, el interior de aquella casa estaba en ruinas. Parecía que se habían fugado. O que habían entrado a robar, cosa que era poco probable. Había una generosa capa de mugre sobre todo. La mesa de la cocina estaba patas arriba, las sillas destrozadas. Las puertas de los armarios estaban descolgadas o tiradas en otro sitio. Los espejos sólo reflejaban una silueta deforme de lo que estaba delante de ellos. Los platos estaban hechos añicos y el resto de la loza estaba esparcida por el suelo. Los cajones de los armarios estaban esparcidos, a su vez el contenido de estos estaba tirado por toda la sala… Aquello era un caos total.

Me agaché a recoger del suelo unas figuritas de ángeles de porcelana.

—¿Qué diablos es esto?, mis supuestos padres tenían unos. —Ay, qué dolor el recuerdo de unos padres—. El chico del sueño de Lisa también los tenía —concluí tendiéndole las figuras para que las observara.

—¿Has oído hablar alguna vez de los manes o lares? —preguntó sin levantar la vista de la figura. Asentí; creía recordar algo de las clases de cultura clásica que había recibido un año atrás—. Los lares eran figuras que representaban sus propios dioses domésticos y los manes eran figuras que representaban a los familiares difuntos. Traían la buena fortuna, o mantenían alejada la mala, depende de cómo lo mires. —Me devolvió las piezas—. Esto es algo parecido, con la única diferencia que es capaz de atraerte hasta otros ángeles. Aunque no suele funcionar demasiado bien.

—Nosotros no tenemos de esto, ¿no?

—No, de hecho, es la primera vez que veo unos.

Dicho esto, me los guardé en el bolsillo de la sudadera.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora