20.2 Cuatro alas más.

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Me llevé la mano izquierda hacia el hombro derecho, de manera inconsciente. Madre mía, como escocía. Miré la tira de la camiseta, tirando ligeramente de ella. Tenía un agujero debido al impacto de la bala y estaba empapada de sangre. Aparté la tira de la camiseta para poder ver la gravedad de la herida. Me sentía mareada, muy mareada, pero no porque la herida doliese, sino porque el olor a carne quemada y sangre era insoportable.

Me acerqué a Lisa y le di un puñetazo justo en el centro de la cara con toda la fuerza que disponía, notando un ligero crack bajo mis huesos. Esta se cayó inconsciente sobre la superficie.

—Ya no necesita las pastillas.

Me miraban como si me hubiese vuelto loca. En su rostro se podía distinguir un ápice de aversión, mezclada con admiración. Ellos no habrían sido capaces de dejarla sin sentido con un golpe. Me sentía aliviada y triunfante, aunque por dentro estaba terriblemente arrepentida por haberle propinado un puñetazo. Pero, ella me había pegado un tiro, así que ahora estábamos en paz.

Pasados los efectos de la adrenalina el dolor y la flojera se apoderaron de todo mi ser. Me sentía como un saco de patatas deshilachado. Tenía el cuerpo magullado por el entrenamiento. Además, notaba unos dientes imaginarios presionando mi hombro, que desgarraban la carne vorazmente. No conseguía mover el brazo sin notar un penetrante dolor recorriendo cada centímetro de mí, como si fuese la sangre que va y viene a través de las venas, impulsada por el corazón. Me mordí la mejilla por dentro, intentando ordenar las ideas, a pesar de que cada vez estaba más confundida. Poco después, me desmayé en contra de mi voluntad, aunque en el fondo agradecía un instante de tranquilidad tras un día con emociones tan intensas. Un momento de paz tras la tormenta.

Los párpados me pesaban como si sus finas pestañas estuviesen hechas de plomo, a pesar de todo, los abrí. Me habría gustado seguir en aquel letargo tan apetecible durante un buen rato más, pero alguien estaba trabajando en mi hombro, por lo que era incapaz de seguir durmiendo.

Tanto guantes como pinzas estaban manchados de sangre. De súbito recordé que antes de despertarme tenía una herida de bala en el hombro. Me recosté sobre el brazo que no tenía inmovilizado. Contemplé a Alban en silencio, mientras este se dedicaba a quitarme la metralla que quedaba en mi cuerpo. Llevaba puestos unos guantes blancos de látex con los que sujetaba unas pinzas bastante largas y delgadas. Estaba tan concentrado en su tarea que no se percató de que me había despertado hasta que comencé a chasquear la lengua con impaciencia. Alzó la vista, sonriéndome con ternura.

—Al fin te has despertado —dijo entre dientes antes de volver a su trabajo—. Lisa está dormida en su habitación, supongo que interesaría saberlo.

Asentí agradecida.

Al instante, cogió una aguja con un hilo. Comenzó a coser la herida como si fuese una abuelita bordando un mantel.

Lo miré prestando más atención a su rostro. Tenía unos ojos azul turquesa muy bonitos, pero se veían eclipsados por unas arrugas que brotaban desde el rabillo de estos. Tenía barba de unos cuantos días, que no le favorecía en absoluto. Tenía los labios agrietados por las bajas temperaturas de las últimas semanas, que por fin parecía que habían cesado. Tenía el cabello del color de la nieve, aunque no por la edad, sino porque era albino. Con apenas casi sesenta años, seguía siendo tan guapo como la había sido de joven.

Había algo en su mirada que me entristecía. Su mirada era dulce, tierna, amable, incluso paternal, cuando nos miraba a cualquiera de los cuatro. El resto del tiempo, su mirada transmitía derrota, humillación e impotencia. Supuse que su vida no había sido como él tenía pensado.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora