Cuando comenzó a anochecer recogimos todo. Nos dirigimos hacia el metro, ya que estábamos demasiado cansados para recorrer todo el trayecto de camino al hotel a pie.
Estaba sentada en un banco de acero, esperando a que el metro llegase. Me reconfortaba la sensación que provocaba el contacto del frío metal contra mi piel. Examiné todo lo que me rodeaba con detenimiento. Había poca gente, para ser un metro en una gran ciudad. Los azulejos blancos que cubrían las paredes de aquel lugar proyectaban débilmente las siluetas y colores de todo lo que estaba próximo a ellos. A cada pocos metros de distancia, había distintos espectáculos: un hombre tocando canciones actuales con un violín con las cuerdas a punto de romperse, un enfrentamiento entre bandas de baile, un grupo de chicos del Bronx cantando a capela, una rapera… Por un altavoz que no conseguía divisar, una voz avisó de que en menos de cinco minutos varios metros llegarían a la estación. Instintivamente, las personas que estaban pisando la raya amarilla, que indicaba el peligro que suponía estar tan cerca de las vías, retrocedieron varios pasos. El viento empezó a remover la ropa y cabellos de todos los presentes, lo que no podía indicar otra cosa más que el o los metros estaban llegando a puerto. Cuando el primer convoy apareció, varios niños echaron a correr, persiguiendo la cabina del maquinista o su reflejo en los cristales en los que no había un gigante grafiti incitando al anarquismo. Las puertas se abrieron y todos se abalanzaron sobre la entrada del convoy, por lo que nosotros hicimos lo mismo.
Había asientos de sobra, pero no me senté. Una de las pocas cosas que me había alegrado en los numerosos trayectos en tren que había realizado (en mis recuerdos implantados), había sido ir de pie. Me gustaba notar el traqueteo debajo de mis pies, notar cada giro, cada leve movimiento como si lo estuviese realizando yo misma. No había cambiado en ese aspecto.
El único inconveniente era que no me gustaba la sensación de estar bajo tierra encerrada en una caja hermética, ya habría tiempo de sobra cuando estuviese muerta.
Las luces de toda la estancia se apagaron a la vez, lo que dio lugar a gritos de puro terror por parte de todos los pasajeros. El metro fue frenando progresivamente hasta detenerse casi por completo. No estaba segura si se estaba moviendo o era mi corazón que retumbaba con tanta fuerza en mi caja torácica que hacía que pareciese que todo estaba en un movimiento incesante.
Un ruido similar al de una cafetera a la que se le apaga el fuego cuando está hirviendo con mucha fuerza desencadenó en más gritos. Alguien estaba forzando las puertas desde fuera para poder entrar. Pronto lo conseguirían si nadie lo impedía.
Las luces titilaron varias veces, produciendo un sonido metálico que hacía que se me helase la sangre. Algo no iba bien, de eso no había duda, pero era algo más que eso. Era como un recuerdo olvidado, como un déjà-vu. Me invadía la misma sensación de culpabilidad que se tiene cuando sabes que has hecho algo mal, pero que no eres consciente del todo hasta que te regañan y te castigan sin televisión durante un mes. Pero, ¿qué diablos…? Al fin, consiguieron forzar la puerta y cinco personas con máscaras de animales entraron con un estruendoso ruido que bien podría haber sido interpretado como un terremoto de pequeña escala.
Personas con máscaras de animales.
Pistolas.
Disparos.
Valentía.
Sobredosis de estupidez.
Muerte.
Muerte.
Oscuridad eterna.
No había sido un sueño más, aquel no había sido un sueño más. Había sido una premonición que había dejado escapar de mi mente. Me había olvidado de aquella supuesta pesadilla que había resultado ser un aviso para el futuro.
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Ángeles de hielo
ParanormalPero en realidad, todo fue de peor en peor. Ya no confiaba en nadie ni nada. Todo lo que había creído era falso. Nada volvió a ser lo mismo, desde que los encontré. O más bien, desde que ellos me encontraron a mí.