32.3 Di hasta luego a las buenas intenciones

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Seguimos al bonachón hombre hasta su despacho. Aunque tenía un extraño rictus de enfado que hasta el momento nunca había visto en él, sabíamos de sobra, incluso el propio director, que su enojo se quedaría reducido a un pequeño sermón.

Al entrar, nos señaló las dos sillas que había delante de su escritorio para que tomásemos asiento.

—¿Por qué siempre que hay algún problema está el uno o el otro, o en este caso, ambos en medio? —acusó con el dedo—. ¿Por qué siempre tenéis que ser vosotros? ¿Por qué siempre dais tantos problemas? ¡Oh dios, por qué no le haría caso a mi madre y haber estudiado una ingeniería como ella me había sugerido! ¡Pero no! Tuve que encapricharme en querer dar clases en un centro escolar. ¡El sueño de mi vida, decía! ¡El sueño de mi vida hasta que descubrí que clase de alimañas eran los adolescentes, monstruos malvados rebosantes de hormonas y acné!

La charla se vio interrumpida por una llamada telefónica que este atendió de inmediato.

—Ahora vuelvo, ni se os ocurra marcharos, ni tocar nada, ni romper nada —ordenó con el ceño fruncido.

Me quedé callada un buen rato, meditando qué era exactamente de lo que nos estaba acusando, porque era evidente que era algo más grave que estar en el pasillo discutiendo durante la clase. Creí que lo más conveniente era compartir mis dudas.

—¿Qué acaba de...?

—No tengo ni la menor idea —respondió con el mismo gesto de incredulidad que yo había adquirido—, pero puedo afirmar casi con total seguridad que la hemos liado, alguien ha hecho algo muy gordo y nos vamos a comer el marrón. Nunca lo he visto tan enfadado. Y eso que ha tenido muchas oportunidades de cabrearse mucho de tantas chiquilladas que he hecho —afirmó con un brillo de nostalgia en los ojos—. Todas las veces que he estado aquí no han sido por cosas buenas.

Soltó un hilo de aire para luego echarse a reír como un loco.

—¿Pero qué...? ¿Te encuentras bien?

—Es que me he acordado de algo —contestó todavía riéndose por lo que me había costado comprender qué diablos estaba diciendo.

—¿Y si me lo cuentas y nos reímos los dos? —dije con cara de pocos amigos.

Me agarró la cara y dejó un beso en mi mejilla, a lo que yo respondí haciendo un mohín.

—No te enfades más, por favor. —Se secó las lágrimas que comenzaban a resbalar por sus mejillas con las mangas de su chaqueta—. Hace cosa de un año, cuando llegaste aquí, escuché tu entrevista con el director, comenzaste a tararear "nuestra canción" —Hizo comillas con los dedos—, por llamarla de alguna manera y me di un golpe impresionante contra aquel mueble— confesó señalando un armario de la altura tan pequeña que ni un enano cabría dentro.

—¡Eras tú! —exclamé saltando de la silla—. ¿Sabes el susto que me llevé ese día? ¿Cómo es que nunca me lo has comentado?

Se encogió de hombros y se echó a reír de nuevo.

—¿Qué quieres decir con "nuestra canción"? —pregunté haciendo el mismo gesto que él había hecho.

No tuvo tiempo a responder, el director regresó con paso apurado, asentando su cabellera con las manos al sentarse delante de nosotros. Nos dirigió una mirada suspicaz a ambos.

—Siento haberos hablado tan mal, no sé qué me ha pasado —se disculpó pasándose una mano por la frente—, pero os habéis metido en un buen lío de todos modos.

Devian alzó la mano para evitar que siguiese hablando.

—¿De qué nos estás acusando exactamente?

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora