4.1 Un lugar no tan secreto.

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Era domingo por la tarde. Caminé, todavía cojeando hasta debajo del sauce de aquel lugar que había encontrado por casualidad. Aquella vez no me hice tanto daño al atravesar los arbustos y tampoco me caí. Eso se debía a que había encontrado un pequeño hueco entre dos de los arbustos. Me imaginé que se había formado por el repetido paso de animales por allí. Sonreí. Aquel lugar, al que decidí bautizar como La isla por estar aislado del resto del mundo, estaba más hermoso que la vez anterior. Todo estaba cubierto por una fina capa de nieve mientras que los copos que caían del cielo formaban una nueva.

Me senté debajo o dentro del sauce, según se mire, ya que las ramas ocultaban y protegían el interior, motivo por el cual el suelo estaba medianamente seco. Me llevé inconscientemente la mano a la pierna, estaba vendada con una generosa capa de vendas, no era nada grave, una rotura de fibras, me dijeron en casa.

Desde la noche de aquel mismo día, Dev o Devian o como se llamase había intentado disculparse por su comportamiento de todas las maneras habidas y por haber: un mensaje de texto (no sabía cómo había conseguido mi número de teléfono móvil), notas meticulosamente dobladas lanzadas durante horas de clase, notas pegadas a la taquilla (que tiré en cuanto comprobé que eran suyas), hablándome con amabilidad, gritándome como si yo fuese la peor persona del mundo. Pero no acepté sus disculpas y no lo haría a menos que me explicase lo que había sucedido o al menos aclarase mis ideas mínimamente.

—No hablaré contigo, a menos que me digas que ha pasado.

Fueron mis únicas palabras hacia él. Su respuesta fue que no podía decírmelo, que era demasiado difícil de explicar.

En fin.

Observé como un pequeño pájaro, con el pecho rojizo, se posaba en el suelo con su gracioso caminar y me observaba a través de la tupida cortina de ramas, girando la cabeza con curiosidad. Imité silbando la cancioncilla que salía del pico de aquel pequeño ser con alas, pareció asustarse, no por mi burda imitación de su voz. Salió volando con velocidad. Rebusqué en el bolso que había traído conmigo para sacar mi diario. Empecé a dibujar con un carboncillo sobre una página en blanco de este, la imagen del pájaro a través de las ramas mirándome. Al acabar, me recosté contra el robusto tronco del árbol.

El frío de la noche acariciaba mis mejillas. Estaba en uno de los bancos de aquella vieja estación, observando lo que me rodeaba.

De pequeña odiaba los trenes, siempre me mareaba, el ruido de sus bocinas me aturdía. Tenía miedo de que en cualquier momento se saliera de las vías. Aunque la razón principal por la que odiaba los trenes era porque casi siempre viajaba sola, rodeada de extraños sintiendo lástima por mí.

Viajaba en tren para visitar a mi abuelo, él nunca lo hacía porque cada vez vivíamos en un sitio diferente, en una ciudad diferente. Mis padres no tenían tiempo para acompañarme, siempre estaban trabajando o al menos eso decían. Así que, me dejaban en la estación más próxima a nuestra nueva residencia. En ocasiones pasaba un par de días en casa del abuelo. Una vez había pasado una semana completa en su casa, que estaba en un pequeño, pero agradable pueblo. Me dejó comer tanto helado de vainilla como fui capaz, fuimos todos los días a una pequeña plaza donde había columpios y toboganes, siempre me compraba algún dulce en la pastelería de la plaza que hacía unas magdalenas con pepitas de chocolate que sabían a gloria. Por las noches siempre me leía algún cuento, o me contaba alguna anécdota sobre su vida hasta que me dormía, en aquella época tenía más sueños, las pesadillas eran escasas. Fue la mejor semana de mi vida.

Observé a una mujer de pelo rojo, esperando tranquilamente a que llegara el tren. Estaba hacia la papelera más próxima para tirar la servilleta en la que estaba envuelto el bocadillo. Tropezó y se cayó. Empezó a reírse sola. Decidí que me caía bien. A lo lejos se oyó el traqueteo de las ruedas de un convoy y poco después sonó la bocina de este. En la estación, una voz femenina anunció en distintos idiomas que el tren número once llegaría en menos de cinco minutos. Rogó encarecidamente que los pasajeros que cogieran ese tren se fueran disponiendo para subir, pero que bajo ningún concepto llegaran a pisar la línea amarilla. Eso iba por mí. El chico que estaba a mi lado me agarró la mano con firmeza. Entró en la estación levantando un montón de polvo y removiendo el pelo de todas las personas allí presentes.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora