19.1 La ciudad de los ángeles perdidos.

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Nos mantuvimos estáticos un rato. Él continuaba sollozando por lo bajo, todavía aferrado a mí, mientras yo intentaba comprender por qué se había guardado aquello durante tanto tiempo. Me entristecía que no me lo hubiese contado hasta aquel entonces, aunque por otra parte lo comprendía. Comprendía que pretendiese ocultar sus debilidades, yo misma había intentado hacerlo aunque había fracasado numerosas veces. Su debilidad eran las personas a las que amaba, si destruían a esas personas, lo destruían a él, así de sencillo. Ahora que conocía su punto débil podía destruirlo. Él había decidido poner en mis manos la posibilidad de su destrucción. ¿Acaso era esa su intención?

Devian tenía sus monstruos, al igual que todos nosotros. Sarah, su familia muerta. Lisa, todas las búsquedas de ángeles sin resultado. Alba, Jocelyn. Yo, el olvido. Y él, el amor. A diferencia de nosotros, él no lo mostraba en público sus emociones, por lo que sus monstruos lo estaban carcomiendo, lo estaban deteriorando. Se estaba haciendo daño a sí mismo.

—Siento que hayas tenido que presenciar todo este espectáculo —susurró separándose de mí, a la vez que se pasaba el revés de la mano sobre sus húmedas mejillas.

—Bueno, tú también has tenido que soportar lo tuyo por mi parte. —Bajó su mirada hacia los adoquines de la acera y sonrió con autosuficiencia—. ¿Por qué?

—¿Por que qué? —preguntó entrecerrando los ojos debido a la intensidad de la luz del sol.

—Nunca me has contado esto —acusé en voz baja.

Suspiró pesadamente.

—No se lo he contado a nadie —respondió taciturno—. No es algo que merezca la pena ser contado. No me gusta darle pena a la gente.

—¿Ni a Alban? —cuestioné sorprendida.

—Tú eres la primera y serás la última.

No sé por qué razón, que hubiese dicho tú eres la primera y serás la última hizo que mi rostro se encendiera. Bajé la cara avergonzada. Él negó divertido con la cabeza, intentando parecer seductor, pero al tener los ojos rojos e hinchados no hacía todo el efecto que solía hacer.

—¿Qué te parece si echamos un vistazo a este lugar? —preguntó apoyando su brazo en mi hombro, sonriendo de oreja a oreja.

Asentí con la cabeza. Parecía que ya no quedaban indicios en él de lo que había pasado hacía unos minutos.

Durante un buen rato, caminamos de un lado a otro, sin entrar en ninguna de las casas u edificios. Cada vez que un ángel pasaba por nuestro lado suspiraba pesadamente o aguantaba el aliento; Devian se controlaba por no golpear algo. Tras varios ángeles más, pudimos comprobar que no eran capaces de vernos, incluso podían atravesarnos. Eran como niebla, ¿o éramos nosotros los que éramos como niebla?

—¿Es esto real? —Miré hacia un anciano que estaba tocando el acordeón—. ¿Ellos saben que han muerto o simplemente estamos teniendo una alucinación que nos está martirizando por dentro? —pregunté angustiada, llevándome ambas manos a la cara.

—No lo sé. Pero para ser honesto, prefiero la segunda opción. Sería horrible estar muerto y no saberlo —respondió con la misma angustia con la que yo había hablado—. ¿Nunca has pensado que quizás nosotros también estamos muertos? Quizás es por eso por lo que somos ángeles, ¿no? A los niños les enseñan que cuando uno se muere se convierte en el ángel que cuida y protege a una persona… Esta reflexión suena todavía más estúpida en voz alta.

Dudé durante un rato.

—No creo que estemos muertos. No podemos estar muertos. Me niego a creer eso. Si lo estuviésemos no sufriríamos tanto. Además, los humanos son capaces de vernos, así que supongo que tu reflexión no es correcta. O eso espero. —Miré hacia el cielo, que comenzaba a oscurecerse—. Espero no ser esa clase de ángel de la guarda —deseé sinceramente.

—Y yo.

Nos quedamos mirando hacia el anciano que tocaba su acordeón con amor infinito sentado en un taburete pequeño de madera. Tenía una calva incipiente que la disimulaba con una boina colocada a un lado de la cabeza; llevaba una camisa de cuadros con un chaleco de lana, que parecía ser bastante calentito; estaba extremadamente delgado, aunque en su rostro no se marcaban demasiado ninguno de sus rasgos, lo que demostraba que era poco probable que alguna vez hubiese pasado hambre; tenía una gran barba blanca, aunque todavía se podían ver algún que otro pelo rubio, lo que supuse que era su color de pelo original y tenía unas gafas enormes que le cubrían la parte del rostro que no le cubría la barba.

En una parte de la melodía, una diminuta lágrima comenzó a resbalarle por la cara. Se emocionaba con su propia música. Se emocionaba por algo tan simple como mover un acordeón para que produjese ruido. Tenía las alas negras, ¿realmente era tan malo? ¿Qué lo hacía diferente del resto?

Devian rogó que nos alejásemos de aquel anciano. Se estaba empezando a poner pálido.

Nos decidimos a entrar en las casas y edificios. Comenzamos por una casa, que era la que estaba más  cerca de nosotros. Nos introducimos sigilosamente, como si fuésemos ladrones intentando no despertar a los inquilinos dormidos; en cierto modo así era, nos introducimos para robar, sus recuerdos y los inquilinos estaban dormidos, pero para siempre.

La casa estaba en penumbras, apenas se distinguía lo que era un objeto de lo que era aire. Los dos estábamos muy pegados el uno al otro, como queriendo protegernos.

Saqué mi móvil del bolsillo del pantalón e iluminé la estancia. Estaba todo perfectamente en orden. Estaba tan ordenado que asustaba. Era una casa pequeña, con apenas una habitación, un cuarto de baño en el que casi no cogía una persona de pie y una cocina la cual tenía una bombona de butano plantada en el medio. No había nada fuera de lo normal. Nada de nada.

Seguimos entrando en todos los edificios. En una panadería, lugar del cual provenía el olor a pan y lo más curioso era que no había pan hecho por ningún sitio. En una biblioteca cuyos libros (libros que no hablaban de ángeles de ningún tipo, hadas, zombis o seres mitológicos de ningún tipo) estaban empezando a ser devorados por las polillas y la humedad. En las instalaciones de una gasolinera que me recordó a la gasolinera donde vi a Alban por primera vez en mucho tiempo. En una pequeña farmacia donde sólo quedaban cajas vacías de medicamentos con nombres impronunciables. En una pequeña guardería. En más casas. En más edificios.

Cuando íbamos entrar en la última casa que nos quedaba, a tan solo una calle más allá, ya era de noche. Un chico de unas enormes alas blancas apareció de la nada. Corría hacia nosotros a tal velocidad que parecía que nos iba a embestir. Algo que se balanceaba sobre su pecho, se iluminó con la tenue luz de la luna.

Justo antes de atravesarnos como si no existiésemos, como lo habían hecho todos los otros, se detuvo delante de mí, como si pudiese sentirme. Nuestros ojos se cruzaron, pero mientras yo miraba el vacío que podía sentir en sus ojos azules, él miraba hacia el viento, hacia todo menos hacia mí. Porque él estaba muerto. Yo no.

Posé mi vista en lo que había visto refulgir en su pecho. Después de eso, empecé a correr.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora