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Antes de que involuntariamente acelerase el paso hacia donde creía que estaba Alban, Devian me apretó el hombro con su mano para infundirme valor. A pesar de que se lo agradecía, no me gustaba el gesto, ya que me recordaba que lo que pasaría a continuación no sería fácil de aceptar, que probablemente habría gritos, reproches, rencor y lágrimas.

Me aproximé a la pared que ahora oscilaba entre los colores violeta y amarillo mostaza para pulsar el botón que activaba el desbloqueo de la puerta. Cerré los ojos con fuerza cuando sentí que esta se deslizaba y un olor a humedad y tabaco que caracterizaba su despacho llegó hasta mí.

Al verme se quedó quieto, mirándome a la cara, al igual que yo. Sostenía unos cuantos documentos entre sus robustas manos, que supuse que estaba examinando antes de oyese como la puerta se abría. Pensé que quizás estuviese tratando de adivinar que se estaba pasando por mi mente o que me había llevado a regresar a él, a fin de cuentas el día anterior había huido después de haberlo culpado de todas mis desgracias. Sin embargo, yo estaba mirándolo, así de simple. Su rostro había rejuvenecido al menos veinte años, y lo único que servía para asociarlo al antiguo Alban era su ropa, su cabello blanco y ojos azules.

—Creo que es hora de hablar de una vez por todas. Sin mentiras. No intentes protegerme más, si esa ha sido tu intención todo este tiempo. Sólo quiero que me digas la verdad, desde el principio —escupí a la vez que me desplomaba sobre un pequeño diván del que no había reparado en su presencia hasta el momento.

Se subió las gafas que habían resbalado hasta la punta de su nariz con el dedo meñique. Luego se sentó delante de mí acercando una silla. Me observó un rato más con el rostro compungido.

—Yo... No sabes cuánto lo siento —se disculpó con voz temblorosa.

Era la primera vez que lo veía tan indefenso, tan débil. Él era como la roca que ninguna tempestad podría mover de su sitio, ni siquiera dañar, era como nuestro salvavidas. Sabíamos que si él se mantenía firme, todo saldría bien. Por eso, ver como sus hombros se convulsionaban sin cesar y mantenía su cara entre sus manos para que no viese como lloraba, hacía que me sintiese excesivamente mal, porque sentía que era mi culpa.

—Eh, ya pasó —traté de consolarlo—, no es necesario ponerse así. Sólo quiero respuestas.

Tras varios minutos, logró calmarse.

—Está bien, siento haberme puesto así —dijo reponiéndose—. Es que no eres consciente de lo arrepentido que estoy de habértelo ocultado tanto tiempo. —Jugaba nervioso con el anillo de plata que llevaba en el dedo corazón—. Soy un padre horrible... —Volvió a sollozar un rato—. Bueno, creo que lo mejor será que me preguntes lo que quieras saber.

Me removí inquieta, deseando empezar a bombardearlo con las preguntas que me habían carcomido durante años.

—¿Por qué no os recuerdo? A ti, a mamá, a mis hermanos, donde vivíamos... ¿Por qué? ¿Por qué he logrado acordarme de todo lo que los ángeles de fuego habían borrado de mi mente y sin embargo, no logro recordar absolutamente nada anterior a los ocho años?

—Verás... La diferencia es muy sencilla. Mientras los ángeles de hielo usan la magia como arma, los de fuego se niegan y suelen utilizar la ciencia y la tecnología.

—Pero si he visto como usaban al menos su poder común... —objeté mesándome una barba imaginaria.

—Siguen utilizando sus habilidades, ¡no serían tan bobos como para desaprovecharlas! A pesar de todo, tienen un gran conocimiento en la ciencia y se aprovechan de él. —Ante mi mirada de incomprensión cambió de idea—. Mejor será que explique la historia desde el principio, ¿te parece? —preguntó torciendo ligeramente la cabeza. Asentí—. Antes de nada, tu madre se llamaba Jocelyn, tu hermano mayor Drake, tu hermana Rainie, yo me llamo Diago y tú... Faith.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora