12.1 ¿Concurso de talentos?

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Como muchas otras veces, aquella noche era incapaz de conciliar el sueño. Seguía haciéndome demasiadas preguntas sin respuesta como para poder dormir con facilidad todas las noches. Encendí la pequeña lamparita, a la que solo le alumbraban dos de sus tres bombillas. Me quedé observando el techo durante un buen rato. ¿Cómo serían mis padres? Mis verdaderos padres, quiero decir, no aquellos padres de pega. ¿De quién habría heredado el color de los ojos?, ¿las pequeñas pecas que aparecían sobre mi nariz?, ¿el odio hacia los gatos?, ¿la manía de morderme las uñas?, ¿el color del cabello? Pero las preguntas que importaban de verdad, las preguntas que me corroían por dentro, eran si estaban vivos y si alguna vez los había conocido. ¿Estaban vivos? Todo apuntaba a que no, todos los ángeles de hielo habían muerto en una masacre contra los ángeles de fuego. Aunque podrían haber sido unos de los pocos que se habían logrado exiliar u ocultarse. ¿Alguna vez los había conocido? Algo me decía que sí, un instinto, una señal, no lo sé. Sentía que sí los había conocido, incluso apostaría a que habían hecho todo lo posible para protegerme. Quizás fuese todo un gran error, quizás estuviese equivocada, quizás nunca los hubiese conocido y en caso de haberlos conocido, probablemente nunca los volvería a ver.

Tras castigarme involuntariamente con más preguntas, pronto me quedé dormida.

La alarma del despertador sonó a las siete, como todas las mañanas. Lo busqué a tientas para apagarlo, con la cabeza debajo de la almohada. Acaricié las ásperas sábanas del lado vacío de mi cama. Las noté más calientes de lo normal, lo que me extraño, pero que no di demasiada importancia. Me llevé la mano a la frente empapada de sudor, había tenido una nueva pesadilla. Me levanté lo más rápido de lo que era capaz, mis articulaciones a aquellas horas no respondían con toda la agilidad que poseían. Bostecé indefinidas veces hasta que la puerta de mi habitación de abrió de golpe.

Delante de mí, había una chica de baja estatura, con los ojos verdes, con el pelo marrón largo que llevaba puesta mi sudadera favorita. Esa chica, era yo.

Aquello no tenía ni la más mínima gracia.

—¿Quién te ha mandado subir aquí? —interrogué, sin poder evitar que un escalofrío recorriese mis espina dorsal. Me estaba viendo a mí misma, cosa que no me gustaba—. Lucy, te estoy haciendo una pregunta. —Una pregunta de la que ya sabía la respuesta, pero quería oírlo de su boca.

Bufó lo más silenciosamente que fue capaz. Pronunció “Devian” con unos sonidos guturales, aunque a la vez envolventes, que provenían desde lo más profundo de su garganta. Si es que tenía garganta.

—Sabes que no me gusta que irrumpas en mi cuarto. Menos aún transformada. Mucho menos aún transformada en mí. Muchísimo menos aún que le hagas más caso a Devian del que me lo haces a mí —le reñí mientras que rebuscaba en mi armario, de manera frenética, algo para ponerme. Le eché un vistazo a la sudadera que mi doble llevaba encima—. A propósito, dame la sudadera, quiero ponérmela. —Reflexioné unos segundos y pregunté—: ¿De dónde has sacado mi sudadera? ¿Cuándo has entrado aquí?

Comenzó a reírse nerviosa. Poco a poco, emitió destellos azules deslumbradores lo que me obligó a cerrar los ojos si no quería quedar ciega. Al abrirlos, la chica del habla rara, había dado paso a la hermosa llama azul. Voló por toda la estancia sin parar, con su particular aleteo. Finalmente se posó en mi brazo para susurrarme al oído algo como:

—Él me da azúcar cuando se lo pido a diferencia de ti.

¿Estaba sobornando al harkad con azúcar? Traidor.

Sabía que esa no sería la última vez que irrumpiría en mi habitación, de hecho, ya no era la primera. La primera vez había sido en forma de gato, la segunda en forma de ardilla, la tercera en forma de Alban, la cuarta en forma de Sarah… Habían sido demasiadas veces como para recordarlas todas. ¿Cuál era la intención? Molestarme. Por lo visto, se había tomado mal lo de que no fuese a sus entrenamientos durante casi una semana. Tenía mis razones, él me había mentido para hacer una tarta. ¡Una tarta! ¿Qué pretendía con aquello? ¿Hacerme perder el tiempo? ¿Conocerlo mejor? No lo entendía. Me podría haber dicho la verdad desde el principio.

Estaba comenzando a nevar de nuevo. Nunca en mi vida había visto nevar tantas veces. Caminé con calma por la calle, con un café en una mano y un croissant en la otra. Me gustaba desayunar de camino al instituto, ver los escaparates o caminar por el parque mientras me llenaba el estómago.

Cuando estaba llegando a la zona por donde se entraba La isla me miré el reloj de pulsera. Ocho menos veinte. Creí que me daría tiempo. Lo que se me estaba pasando por la cabeza no era buena idea, pero de todas formas quería probar a hacerlo, ¿qué podría ir mal? Bajé con máximo cuidado para no mancharme, pero no pude evitar mancharme las manos de barro. Nada que no se pudiese arreglar con agua. Oscilé la cabeza varias veces de un lado a otro para comprobar que Leo no estaba en aquel lugar. No sería adecuado que me viese hacer lo que iba a hacer.

Nunca había intentado congelar nada, ni nunca lo había hecho, al menos, de manera consciente. ¿Qué perdía con intentarlo? Me concentré en revivir la sensación que había sentido un tiempo atrás en la mano, intentando notar aquel frío abrasador que se empezaba a colapsar dentro de mí. Repentinamente, noté como la punta de los dedos se iba enfriando paulatinamente, poco después, ya no sentía la mano. La G, empezó a irradiar una luz azul fantasmal. Al momento, la charca estaba llena de escarcha. Sonreí, visiblemente complacida con el resultado.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó una voz masculina a mis espaldas.

Maldita sea.

Me giré, sabiendo que la persona que estaba a mis espaldas no era otro que Leo.

—¿Qué? —pregunté alterada—. ¿A qué te refieres con que ha sido eso?

Con disimulo, me puse los guantes, que anteriormente me había sacado, sin apartar las manos de detrás de la espalda.

—Has congelado la charca —aclaró.

—¿Qué dices? ¿Cómo iba congelar la charca? ¿Estás loco? —El cerebro se me colapsaría, no se me ocurría ni siquiera una excusa convincente. Por eso, solté lo primero que se me vino a la cabeza—: Ya estaba congelada. ¿No ves el frío que hace? —dije, echando aire por la  boca, que con el contacto con el aire se convertía en una neblina.

—He visto una luz —comentó, sin confiar todavía en mis palabras.

Este chico acabaría conmigo.

—Ha sido el flash de la cámara de mi móvil. —Saqué el móvil del bolsillo para enseñárselo—. ¿Ves? —Le saqué una foto para mostrarle que le estaba diciendo la “verdad” —. No soy un extraterrestre. —Pero casi.

—Sí, lo siento —concedió al fin—. No sé a qué ha venido esto. Hoy estoy muy nervioso, me da la sensación de que todo el mundo conspira contra mí. —Solté un disimulado resoplido de alivio.

—¿Por qué estás así? —pregunté sin poder evitar una pequeña risa.

—Voy a tocar la guitarra delante de todo el instituto —dijo exageradamente rápido, como si las palabras le quemasen la lengua.

Por esa razón estaba allí tan temprano, necesitaba tranquilidad para ensayar con la guitarra.

—¡Pero eso es genial! —exclamé emocionada.

Mi emoción era real, me alegraba mucho por él que por fin fuese capaz de tocar la guitarra delante de gente. Parecía que había decidido arrancar de raíz sus malos recuerdos perdiendo el miedo que había cogido a tocar la guitarra.

—Lo sé, pero estoy cagado. —Puse cara de desagrado al oír salir aquella última palabra de su boca. Este, casi se echa a reír—. No sé por qué me he presentado al concurso de talentos, es una estupidez, me voy quedar paralizado delante de toda la multitud, estoy convencido.

—No digas eso, lo harás genial. Además, aunque lo hagas mal, ninguna de las chicas de todo el instituto se dará cuenta; estarán demasiado entretenidas mirando para ti—lo animé.

—Quería pedirte un favor. —Asentí con la cabeza—. Júrame que no se lo contarás a nadie. —Alcé una mano, prometiendo que no diría nada—. He compuesto la canción que voy a tocar, incluso voy a cantar algo. —Su moreno natural se estaba convirtiendo en rojo—. Le voy a dedicar la canción a Lisa. Sigue muy enfadada conmigo por todo lo que ha oído que decía sobre ella. Sabes que no lo decía en serio, ¿no? —Sí, idiota, claro que lo sé. Pero quien tiene que saberlo es ella, no yo—. Lo que quiero que hagas es que se mantenga cerca del gimnasio, para que escuche, ¿me ayudarás?

Claro que lo ayudaría, él solo no sería capaz de salir del problema en el que se había metido.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora